Cuando la Constitución se refiere al Presidente es impersonal. Desde luego los hombres ostentan los cargos, pero el hombre en concreto, el individuo, tratándose de las más altas responsabilidades de Estado pasa a un segundo plano. No es que de manera radical se desligue lo uno de lo otro, aunque el cargo entraña una institución independiente del hombre. La Suprema Corte de Justicia no son los ministros, los tribunales de justicia no son los magistrados, la presidencia de la República no es en específico el Presidente. Por eso es que cuando se lucha a favor de la justicia, de la verdad justa en la que uno cree, no se utilizan la diatriba, la injuria ni la calumnia baja o vil. Son en cambio las razones y los argumentos los que deben prevalecer. En este sentido el Derecho no personaliza incluso en el espacio de lo penal. Aquí se castiga más la falta, si cabe el término, que al hombre mismo; lo cual por cierto si se entendiera plenamente llevaría a un depurado humanismo jurídico penal y carcelario.Ahora bien, el Presidente de la República ostenta el más elevado cargo político. En consecuencia lo que haga o deje de hacer es una especie de prioridad de Estado. Por supuesto no lo es cuando come con su familia o saluda a sus amigos y conocidos en un restorán; pero sí en el ejercicio concreto del poder y de la responsabilidad que se le han conferido. Por lo tanto en su calidad de Ejecutivo se halla impedido de hacer lo que la Constitución y la ley no le faculten. Al respecto es evidente que a pesar de la llamada alternancia en el poder, de la cohabitación en el Congreso, el gobernado no cuenta aún con los suficientes canales de expresión para expresarse. Es decir, que el punto de partida de las facultades del Ejecutivo, que es el pueblo, donde reside esencial y originariamente la soberanía nacional conforme al artículo 39 de la Constitución, no se puede revelar como debiera; lo que implica que la acción ejecutiva del Presidente lo es democrática y constitucionalmente a medias. En efecto, la Constitución no ha sido remozada o renovada en este sentido porque nuestro sistema político, todavía presidencialista al margen de la influencia creciente y plural del Congreso, no ha permitido ni permite la fluidez necesaria entre el mandante que es el pueblo y el mandatario que es el Presidente. En tal virtud el juicio de amparo es un instrumento jurídico precioso que pone en las manos del gobernado el medio eficaz por excelencia para impugnar las leyes o actos de la autoridad que violen sus garantías individuales. Es tal vez, incluso políticamente hablando, un factor de equilibrio decisivo entre el gobernante y el gobernado a condición, claro, de la imparcialidad e independencia del juzgador. Añádase que el llamado control de constitucionalidad representa un freno al poder. Lo contrario, el poder sin freno, es según Tocqueville la "barbarie civilizada", diría yo que hasta bien vestida, que oculta bajo su apariencia complaciente el atropello de los derechos del ciudadano. Política y derecho, pues, son los pilares de la democracia. El poder en cambio es un juego de luces que deslumbran pero que requieren el voltaje necesario. De manera que el control de constitucionalidad, que en rigor es control del poder, juega un papel de voltaje vital en la democracia. Por ello estoy convencido de que aparte de las pasiones políticas y de las convicciones e ideologías de partido, la razón del Derecho representada en el fiel de la balanza, o sea en la equidad, es la única garantía de concordia y paz social. Fiel de la balanza que es nada menos que el Poder Judicial. Y agrego esto. Ante el Poder Judicial se razona con fundamento en la Constitución, en la ley, en la jurisprudencia y en la doctrina. No obstante, lo anterior carecería de sentido sin fe en la justicia de los tribunales. Si confiamos en ellos, vinculando la razón con la emoción de la fe, entonces los razonamientos jurídicos brotan con la espontaneidad de la luz. Y ojala no haya obscuridad porque en los grandes asuntos que se ventilan en los tribunales, especialmente en los de trascendencia social, va de por medio un interés superior al de las partes. Ojala no haya obscuridad.
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