La segunda marcha contra la inseguridad realizada el sábado pasado constituyó, como la de hace cuatro años, una especie de catarsis colectiva con la que afloraron la impotencia y los rencores de buena parte de la sociedad agraviada por una criminalidad desbordada que ha rebasado, por mucho, al Estado.
Ahí, de nuevo, imperaron las consignas generalizadas a favor de establecer la pena de muerte o al menos de agravar las sanciones hoy existentes. De hecho, en las últimas semanas hemos visto multiplicarse las iniciativas en los estados que incrementan considerablemente las penas previstas para ciertos delitos.
Siento decirlo, pero me parecen “palos de ciego”; meros planteamientos reactivos frente a un problema, el de la inseguridad, que nos rebasa a todos por todos lados. Y esa reacción es igual de grave y preocupante que el lastimoso fenómeno que la provoca.
A las demandas de endurecer la severidad de las penas subyacen dos fenómenos: por un lado, el natural —y por ello irracional— instinto de venganza (el mismo que inspira a la ley del talión), alimentado por la ineficacia del Estado para combatir el delito (y que incluso llega a ser copartícipe del mismo), y por otro lado, la difusión de un verdadero “populismo penal” —como la ha bautizado Ernesto López Portillo— que ha venido caracterizando el discurso oficial (especialmente el del presidente Calderón).
Se trata de la expresión, para decirlo sin rodeos, por una parte de la impotencia social que alimenta peligrosas tentaciones autoritarias, y por la otra, de la ineficacia gubernamental que, contrario a lo que algunos funcionarios sostienen, evidencia el rotundo fracaso (yo diría la inexistencia) de una política pública de combate al delito.
Buscar la solución del problema de inseguridad en el endurecimiento de las penas es simple y sencillamente apostar por una falsa salida que está condenada a un inminente fracaso. El problema, como unos pocos hemos venido sosteniendo hasta el cansancio, no radica en la gravedad de las penas, sino en la efectiva expectativa de que las mismas se apliquen a quien cometa un delito.
Pero eso no es algo nuevo. Cesare Beccaria, el más grande penalista del siglo XVIII, lo señalaba con claridad: “Uno de los más grandes frenos de los delitos no es la crueldad de las penas, sino la inhabilidad de ellas (…) La certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, unido con la esperanza de la impunidad”. La claridad del razonamiento es indiscutible: es la certidumbre de la pena, no su monto ni su ferocidad, el factor que más pesa en la disuasión de los delitos.
¿Serviría de algo introducir la pena de muerte o incluso, como ha planteado insistente y simplistamente el Presidente, la cadena perpetua para algunos delitos, si la expectativa de la pena es mínima (como evidencia un estudio del CIDE, según el cual sólo 1% de los delitos cometidos termina en sentencia)? La respuesta es sencilla: ¡no!
Pero las implicaciones, por el contrario, sí podrían ser gravísimas. ¿Podemos imaginar lo que significaría establecer la pena de muerte con un sistema persecutorio tan precario, ineficiente y poco profesional? ¿Estamos tan seguros del aparato de procuración de justicia como para sostener la pena capital? ¿Y los derechos humanos dónde los ponemos? No son asuntos menores de los que, responsablemente, tenemos que hacernos cargo.
Investigador y profesor de la UNAM
Ahí, de nuevo, imperaron las consignas generalizadas a favor de establecer la pena de muerte o al menos de agravar las sanciones hoy existentes. De hecho, en las últimas semanas hemos visto multiplicarse las iniciativas en los estados que incrementan considerablemente las penas previstas para ciertos delitos.
Siento decirlo, pero me parecen “palos de ciego”; meros planteamientos reactivos frente a un problema, el de la inseguridad, que nos rebasa a todos por todos lados. Y esa reacción es igual de grave y preocupante que el lastimoso fenómeno que la provoca.
A las demandas de endurecer la severidad de las penas subyacen dos fenómenos: por un lado, el natural —y por ello irracional— instinto de venganza (el mismo que inspira a la ley del talión), alimentado por la ineficacia del Estado para combatir el delito (y que incluso llega a ser copartícipe del mismo), y por otro lado, la difusión de un verdadero “populismo penal” —como la ha bautizado Ernesto López Portillo— que ha venido caracterizando el discurso oficial (especialmente el del presidente Calderón).
Se trata de la expresión, para decirlo sin rodeos, por una parte de la impotencia social que alimenta peligrosas tentaciones autoritarias, y por la otra, de la ineficacia gubernamental que, contrario a lo que algunos funcionarios sostienen, evidencia el rotundo fracaso (yo diría la inexistencia) de una política pública de combate al delito.
Buscar la solución del problema de inseguridad en el endurecimiento de las penas es simple y sencillamente apostar por una falsa salida que está condenada a un inminente fracaso. El problema, como unos pocos hemos venido sosteniendo hasta el cansancio, no radica en la gravedad de las penas, sino en la efectiva expectativa de que las mismas se apliquen a quien cometa un delito.
Pero eso no es algo nuevo. Cesare Beccaria, el más grande penalista del siglo XVIII, lo señalaba con claridad: “Uno de los más grandes frenos de los delitos no es la crueldad de las penas, sino la inhabilidad de ellas (…) La certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, unido con la esperanza de la impunidad”. La claridad del razonamiento es indiscutible: es la certidumbre de la pena, no su monto ni su ferocidad, el factor que más pesa en la disuasión de los delitos.
¿Serviría de algo introducir la pena de muerte o incluso, como ha planteado insistente y simplistamente el Presidente, la cadena perpetua para algunos delitos, si la expectativa de la pena es mínima (como evidencia un estudio del CIDE, según el cual sólo 1% de los delitos cometidos termina en sentencia)? La respuesta es sencilla: ¡no!
Pero las implicaciones, por el contrario, sí podrían ser gravísimas. ¿Podemos imaginar lo que significaría establecer la pena de muerte con un sistema persecutorio tan precario, ineficiente y poco profesional? ¿Estamos tan seguros del aparato de procuración de justicia como para sostener la pena capital? ¿Y los derechos humanos dónde los ponemos? No son asuntos menores de los que, responsablemente, tenemos que hacernos cargo.
Investigador y profesor de la UNAM
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