viernes, 3 de agosto de 2012

EL MAL PERDEDOR


JOSÉ WOLDENBERG

Los Juegos Olímpicos están en el centro de la atención pública. Resultan hipnóticos. Los atletas ocupan el lugar de privilegio. Encarnan las virtudes y destrezas que los diferentes deportes ponen en acción. La fuerza, la velocidad, la belleza, la armonía, la coordinación, actúan como imanes.
Y la emoción de cada episodio, de cada lance, de cada jugada, se refuerza por la explotación del sentimiento nacionalista que palpita en la inmensa mayoría de las personas. No se trata del clavadista X, la nadadora Y o el lanzador de jabalina Z. O no sólo de eso. Sino que X, Y y Z simbolizan, cada uno, a un país. Los colores del uniforme, las banderas, los himnos, sirven para crear un lazo emocional entre los competidores y el público. La medalla es para fulanito, pero también para China, Estados Unidos, Corea del Sur o México. Esa identificación entre deportistas y públicos es lo que da a los Juegos un dramatismo especial. Se trata, dicen los cronistas, del representante de..., y en efecto, los representados se sienten identificados con... De ahí las porras, los gritos, las lágrimas, los desvanecimientos. La agitación, pues.
El COI ha intentado civilizar las contiendas, subrayar que los enfrentamientos son pasajeros y las simpatías permanentes. Por ello, en un buen número de deportes, los competidores deben darse la mano antes y después de sus respectivos encuentros; deben evitar los insultos y las alusiones racistas (el futbolista suizo Michel Morganella fue expulsado de la Olimpiada porque injurió por Twitter a los jugadores coreanos). El apretón de manos entre adversarios tiene un enorme significado, no importa que al final, como sucede entre los voleibolistas, los equipos formen una larga fila y choquen sus manos mirando para otra parte, de manera maquinal, rutinaria. Algo se transmite con ello: que el combate ha cesado y que existe un reconocimiento mutuo.
Pero para que los combates sean tales, son necesarias dos condiciones: reglas y jueces. Las reglas ofrecen sentido a la contienda, forma a lo que de otra manera sería ininteligible y garantías para quienes entran a la disputa. Son revisadas de cuando en cuando para inyectar certeza, equidad, agilidad. Y alguien tiene que aplicarlas. Árbitros o jueces tienen la encomienda de velar por el cumplimiento de las normas y están obligados a sancionar en caso de violaciones a las mismas. Hay deportes que se han apropiado de los avances tecnológicos que son un auxilio invaluable para los jueces, pero otros siguen siendo de apreciación: clavados o nado sincronizado son botones de muestra de deportes donde el criterio subjetivo de los árbitros juega un papel central. Nuestra experiencia en caminata (vean cómo yo también puedo hablar en un plural que nos incluye a todos; bueno, a todos los mexicanos) es quizá una muestra paradigmática de cómo los jueces pueden calificar o descalificar según su muy real saber y entender. En ese sentido, la máxima de la FIFA me parece sabia y resignada: los errores arbitrales son parte del juego.
El triángulo deportistas, públicos y jueces resulta complejo. Los últimos tienen la obligación de ser imparciales, no pueden ni deben tratar de quedar bien con el respetable, sino aplicar la misma vara y la misma medida para todos. Pero al calor de los acontecimientos pueden fallar, sobre todo en las competencias donde no hay posibilidad de volver a ver la jugada. Japón logró la medalla de plata en gimnasia masculina por equipos porque apeló una decisión arbitral que fue revisada. Ucrania, por ello, salió del medallero -gran ripio-. (Un comentarista ecuánime y conocedor, como Toño de Valdés, sentenció: "¿Y si México hubiera sido Ucrania? Qué oso hubiéramos hecho").
Los públicos, por su parte, se dividen en aficionados y fanáticos. Los primeros gozan el espectáculo, vibran, pero saben que en el código genético de la competencia existe la posibilidad de ganar o perder. Si la derrota se hace presente, pueden enojarse y aún gimotear, pero asimilan el golpe y a otra cosa mariposa. Los fanáticos no. Su relación con el equipo o el deportista es tan intensa, tan emocionalmente comprometida, tan enajenada, que no pueden soportar la derrota. Claman que los jueces, la cancha, Dios, incluso las reglas, actúan contra ellos con alevosía y ventaja. No se resignan. Mientan madres, se vuelven rijosos y groseros.
Pero lo fundamental siempre es la reacción del perdedor. En esgrima, Britta Heidemann de Alemania, en el último segundo, tocó con su espada a Shin A Lam de Corea del Sur que así perdió el combate. La derrotada protestó el cronometraje, afirmó que el match había concluido, se negó a abandonar la pista, se quedó llorando y retrasó la competencia una hora. "Berrinche y plantón", cabeceó Cancha. El asunto no pasó a mayores. El auditorio era pequeño, los coreanos, desconsolados, no siguieron a su representante, y el sainete no tuvo consecuencias mayores. Pero recordemos que la no aceptación de la derrota ha generado no pocas tragedias en el deporte.

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