En estos tiempos turbulentos y angustiosos la nación mexicana parece que se hunde en un mar agitado en el que no puede encontrar puerto; todo pareciera que está mal, y muy mal algunos aspectos de la vida social y económica. No podemos llegar a la democracia, seguimos empantanados en las viejas prácticas de triquiñuelas, fraudes y gastos excesivos que aturden y apabullan a los votantes. En materia económica la situación es peor, porque toca lo más sensible de los ciudadanos, que es el bienestar de sus familias; el hambre llama a las puertas y quienes están al frente de esta sociedad parece que no pueden por su cuenta imaginar salidas y soluciones y no hacen otra cosa que voltear sus ojos angustiados hacia el exterior; todo nos tiene que venir de fuera: dinero, tecnología, organización, y hasta el lenguaje; esto evidencia su complejo de inferioridad.
En lo social tampoco estamos muy bien; los valores que han sostenido a la sociedad mexicana y que son la reserva moral con la que contamos se cuartean y amenazan con la ruina; la educación es deficiente, el campo está abandonado, la industria es improductiva y la corrupción campea a lo largo y ancho de nuestro territorio.
En un país democrático se buscarían las soluciones mediante la participación ciudadana en los procesos electorales, escogiendo candidatos, programas y líneas políticas para favorecerlos con el sufragio; aquí, parece que esta solución no tiene espacios adecuados para este momento. Ante el cierre de caminos y salidas, una parte importante de la gente, entre ellos las clases medias altas, vuelven los ojos al pasado y añoran los tiempos antes repudiados del régimen priísta.
El síndrome Santa Anna se nos aparece como una sombra que nos señala el camino. No aprendimos las lecciones de la historia.
Antonio López de Santa Anna fue 11 veces presidente de México, entre 1833 y 1855: cometía barbaridades, perdía las batallas, huía frente al enemigo, imponía altísimos impuestos, hasta por el número de ventanas de las casas y por los perros que tuvieran los ciudadanos, y así y todo, una y otra vez ante la primera crisis que se le presentara al país, los notables, la clase política de entonces, de todas las tendencias y convicciones, clérigos y militares, yorquinos y escoceses, corrían a llamarlo, ahí donde estuviera: en Manga de Clavo o en Venezuela, en el Caribe o en El Lencero.
Volvía a cometer errores y al poco tiempo los que tomaban las decisiones se olvidaban de lo hecho por el general veracruzano y corrían a rogarle que salvara al país.
Pareciera que empezamos un camino parecido al que se vivió en aquella primera mitad del siglo XIX; ellos, nuestros bisabuelos, llamaban asustados a Santa Anna cada vez que había crisis política, económica o social; nosotros, olvidando aquellas lecciones, volvemos los ojos al PRI, que ya demostró con décadas de mal gobierno, que no es lo mejor para este país.
En el año 2000 el cambio de estafeta política que tuvo dos expresiones, una a nivel nacional y otra local en la ciudad de México, parecía el inicio de una nueva era; lamentablemente, el gobierno federal cayó en manos ineptas e irresponsables que no pudieron dar el paso siguiente para consolidar la democracia y entrar por el camino de la justicia social. En la ciudad de México las cosas fueron distintas y se demostró que es posible gobernar con honradez y eficacia simultáneamente; sin embargo, como fuera, se impidió que esa línea de cambio se consolidara y ante las dificultades y las de malas, hoy muchos sólo piensan en correr a buscar al Revolucionario Institucional, como antes corría a buscar al general de los entorchados y del apodo significativo, El Quince Uñas.
El PRI sigue siendo el mismo; su discurso no ha variado, su ambigüedad ideológica es la de siempre: hace gala del mismo sistema de control, del hermetismo de sus dirigentes y del control rígido de sus militantes que siempre esperan la oportunidad de ser ellos los que desde arriba dominen las cosas. Sus lemas siguen siendo los mismos: “no me den, pónganme donde hay”, “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error” y “un político pobre es un pobre político”.
Hacia ese partido vuelven los ojos los asustados clasemedieros mexicanos, olvidan los gobiernos voraces, la falta de democracia, el centralismo y la corrupción sindical, los negocios desde el poder y la persecución a los opositores, y sin pensar, sin repasar la historia y aprender sus lecciones, se aferran a lo que les parece el último clavo ardiendo para salvarse.
Afortunadamente, hay un movimiento que ha mantenido la esperanza en un cambio desde abajo, que señala las fallas y las debilidades de los actuales gobiernos panistas tan iguales a los viejos gobiernos priístas, y a su alrededor podemos tratar de romper este destino que parece llevarnos a la repetición del esquema de Santa Anna, ahora no con un personaje, sino con un grupo político; es el momento de recordar las lecciones y de buscar otras formas de salir adelante. Si me tropiezo con una piedra, mal haya la piedra; si me vuelvo a tropezar con la misma piedra, mal haya sea yo.
En lo social tampoco estamos muy bien; los valores que han sostenido a la sociedad mexicana y que son la reserva moral con la que contamos se cuartean y amenazan con la ruina; la educación es deficiente, el campo está abandonado, la industria es improductiva y la corrupción campea a lo largo y ancho de nuestro territorio.
En un país democrático se buscarían las soluciones mediante la participación ciudadana en los procesos electorales, escogiendo candidatos, programas y líneas políticas para favorecerlos con el sufragio; aquí, parece que esta solución no tiene espacios adecuados para este momento. Ante el cierre de caminos y salidas, una parte importante de la gente, entre ellos las clases medias altas, vuelven los ojos al pasado y añoran los tiempos antes repudiados del régimen priísta.
El síndrome Santa Anna se nos aparece como una sombra que nos señala el camino. No aprendimos las lecciones de la historia.
Antonio López de Santa Anna fue 11 veces presidente de México, entre 1833 y 1855: cometía barbaridades, perdía las batallas, huía frente al enemigo, imponía altísimos impuestos, hasta por el número de ventanas de las casas y por los perros que tuvieran los ciudadanos, y así y todo, una y otra vez ante la primera crisis que se le presentara al país, los notables, la clase política de entonces, de todas las tendencias y convicciones, clérigos y militares, yorquinos y escoceses, corrían a llamarlo, ahí donde estuviera: en Manga de Clavo o en Venezuela, en el Caribe o en El Lencero.
Volvía a cometer errores y al poco tiempo los que tomaban las decisiones se olvidaban de lo hecho por el general veracruzano y corrían a rogarle que salvara al país.
Pareciera que empezamos un camino parecido al que se vivió en aquella primera mitad del siglo XIX; ellos, nuestros bisabuelos, llamaban asustados a Santa Anna cada vez que había crisis política, económica o social; nosotros, olvidando aquellas lecciones, volvemos los ojos al PRI, que ya demostró con décadas de mal gobierno, que no es lo mejor para este país.
En el año 2000 el cambio de estafeta política que tuvo dos expresiones, una a nivel nacional y otra local en la ciudad de México, parecía el inicio de una nueva era; lamentablemente, el gobierno federal cayó en manos ineptas e irresponsables que no pudieron dar el paso siguiente para consolidar la democracia y entrar por el camino de la justicia social. En la ciudad de México las cosas fueron distintas y se demostró que es posible gobernar con honradez y eficacia simultáneamente; sin embargo, como fuera, se impidió que esa línea de cambio se consolidara y ante las dificultades y las de malas, hoy muchos sólo piensan en correr a buscar al Revolucionario Institucional, como antes corría a buscar al general de los entorchados y del apodo significativo, El Quince Uñas.
El PRI sigue siendo el mismo; su discurso no ha variado, su ambigüedad ideológica es la de siempre: hace gala del mismo sistema de control, del hermetismo de sus dirigentes y del control rígido de sus militantes que siempre esperan la oportunidad de ser ellos los que desde arriba dominen las cosas. Sus lemas siguen siendo los mismos: “no me den, pónganme donde hay”, “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error” y “un político pobre es un pobre político”.
Hacia ese partido vuelven los ojos los asustados clasemedieros mexicanos, olvidan los gobiernos voraces, la falta de democracia, el centralismo y la corrupción sindical, los negocios desde el poder y la persecución a los opositores, y sin pensar, sin repasar la historia y aprender sus lecciones, se aferran a lo que les parece el último clavo ardiendo para salvarse.
Afortunadamente, hay un movimiento que ha mantenido la esperanza en un cambio desde abajo, que señala las fallas y las debilidades de los actuales gobiernos panistas tan iguales a los viejos gobiernos priístas, y a su alrededor podemos tratar de romper este destino que parece llevarnos a la repetición del esquema de Santa Anna, ahora no con un personaje, sino con un grupo político; es el momento de recordar las lecciones y de buscar otras formas de salir adelante. Si me tropiezo con una piedra, mal haya la piedra; si me vuelvo a tropezar con la misma piedra, mal haya sea yo.
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