sábado, 19 de septiembre de 2009

SALINATO O CONSTITUCIÓN

PORFIRIO MUÑOZ LEDO

Ha vuelto a rodar la moneda de la reforma del Estado, más como muletilla que como intento verdadero. Calderón no podía eludirla en su decálogo de ficticias intenciones y los partidos la retoman para no perder el paso y acceder a la buena mesa del diálogo.
Sólo avanzan generalidades o cambios marginales según sus vertientes ideológicas, necesidades emergentes y expectativas para la contienda de 2012. Pretenden añadir nuevos parches al texto constitucional, remendado de manera tan infame en tiempos recientes. Parecen ignorar los sucesivos entierros de proyectos articulados de reforma. El abandono culpable de las propuestas elaboradas en 1995, 1998, 2000, 2004 y 2007. La masa crítica de iniciativas debatidas y acordadas que permitirían erigir en breve plazo una nueva arquitectura institucional.
He planteado a la cámara un método para destrabar ese inmenso atasco, si hubiese voluntad política. Se establecería una comisión para la reforma del poder público, en reemplazo de la que ha vegetado por carecer de atribuciones para dictaminar. Sería responsable de promover un conjunto de iniciativas prioritarias y correlacionadas.
Es indispensable poner en movimiento un mecanismo de acuerdos, en conferencia con el Senado, que rescatara lo esencial de las propuestas formuladas. Si apareciesen nuevas ideas serían bienvenidas. Ese corpus de transformaciones pondría a flote la averiada nave del Estado.
Necesitamos reconstruir la República y para ello será menester una asamblea constituyente. El deterioro es sin embargo de tal magnitud que obliga a detener el naufragio y movilizar las energías sociales del país hacia un rumbo distinto.
Durante el último lustro hemos sufrido un vaciamiento deliberado del poder público. Ese proceso es condición y consecuencia de la instauración del ciclo neoliberal. Desde la ruptura de 1986 advertimos que “un Estado vacío de pueblo nos conduciría a una nación sin Estado y finalmente a la pérdida de aquélla”.
Hace 20 años, en mi comentario al primer informe de Salinas, dije que el gobierno pretendía “una reestructuración drástica de la economía incompatible con la democracia”. Que se proponía insertar al país en formas avanzadas de dependencia” que “desmantelarían las instituciones edificadas por la Revolución Mexicana”.
Eso ocurrió puntualmente y se profundizó durante los sexenios posteriores. Dos y medio del PRI y uno y medio del PAN comparten el tobogán de la decadencia, que ha vuelto al Estado tan funcional a los intereses privados como infuncional al interés público.
Un oportuno seminario histórico me ha retrotraído a la era de Santa Anna. Tiempos convulsos en que la debilidad de las instituciones públicas y la extrema vulnerabilidad de la nación lo convertían en el “seductor de la patria” y el “árbitro de sus destinos”.
Los intentos fallidos de renovación constitucional, el poder de los fueros y las corporaciones, la desintegración política y social, la sucesión de revueltas e intervenciones y la penuria de las arcas nacionales hacían de él un asidero imprescindible en la tragedia y la desesperanza.
Si medimos el ámbito de influencia desde su primera presidencia en 1833 hasta su renuncia postrera en 1985, el periodo es semejante al imperio virtual del salinismo en nuestros días. Los dos personajes huían y retornaban: sólo asumían el poder formal por necesidad.
Militar ameritado, aunque errático, Santa Anna era el único vector armado, el vínculo entre actores dispersos y el interlocutor privilegiado con el extranjero. Su émulo es ajonjolí de todos los moles financieros y oligárquicos a los que entregó el país y el garante del pacto bipartidista que nos mal gobierna.
Como a los vampiros, el renacimiento de las instituciones los desaparecería. Nos acercamos a la coyuntura de la reforma. Es menester un nuevo Plan de Ayutla. Todos los pasos en esa dirección serán históricos.

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