Porque como decía Adolfo Christlieb Ibarrola, de las mentes más lucidas con que ha contado el PAN: una idea sólo puede convertirse en convicción y motor cuando encierra un mensaje para el hombre, cuando lo compenetra hasta lo íntimo venciendo su pasividad, cuando lleva el valor de un mensaje humano que se le dirige con toda la fuerza que se necesita para conmover a generaciones que tanto han sabido servirse de sus semejantes como tampoco los han apoyado.
Fuera del ámbito partidista, el discurso ha generado buenos comentarios en articulistas y analistas. En la mayoría dejó un buen sabor de boca y se han venido desmenuzando los 10 ejes propuestos por Calderón para lograr, entre todos los actores políticos, una transformación a fondo del país. Los más han señalado un carácter autocrítico y rectificador en su discurso. Sin duda lo es, y pienso que ese es otro atributo. La autocorrección es poco frecuente en la política mexicana.
Los menos han mostrado reservas, otros absoluta incredulidad, y quienes reconocen la pertinencia de la agenda de cambio planteada destacan la llegada tarde de esos pronunciamientos. Y no ha faltado, por parte de los escribanos de los intereses particulares señalados por Calderón, quien con tono amenazante reta al Presidente a ver si se atreve a poner en su lugar a los poderes fácticos.
En la vastedad, variedad y tonos de la reacción suscitada se encuentra ya uno de los primeros logros: el debate está abierto sobre la necesidad de cambios de fondo o continuar con la inercia de los cambios cosméticos, administrando los intereses de los grupos económicamente poderosos coludidos con el poder político y mediático de México.
Dicen algunos escépticos que es precisamente la conformación de la actual Cámara de Diputados la que impide los cambios. Tal supuesto da por hecho que el PRI no tiene vocación de regresar a la Presidencia de la República, lo cual es contrario a todo su desempeño actual. El que ese partido esté hoy mejor posicionado para la contienda de 2012, bajo la idea de restaurarse en el poder presidencial, puede ser también el mejor aliciente para pensar en reformas que le permitan administrar el país y no los intereses particulares. Francisco Rojas —el líder de los diputados priístas— acaba de tener un encuentro con Calderón en Los Pinos y a su salida declaró a reporteros que colaborará con el Presidente en sus planteamientos “porque queremos regresar a Los Pinos, pero con un país en marcha, con bienestar, en términos positivos, y no ver el derrumbe de nuestras instituciones”.
Obviamente no creo tener que aclarar que esa declaración dura y punzante de don Francisco Rojas me causa calofríos ignotos, pero no le regateo la inteligencia política con que plantea la necesaria cooperación para destrabar reformas importantes.
El otro argumento se centra en decir que como el Congreso no le entrará a la convocatoria, lo que Calderón hizo fue declamar un decálogo de buenas intenciones, con efectos estrictamente mediáticos. Lo podrían decir de algunas de las asignaturas, pero no de la propuesta número seis, que sólo mencionarla desata costos y riesgos, ya por demás advertidos por el propio Calderón.
De no responder las fuerzas políticas en el Congreso, el gobierno tiene los instrumentos necesarios para concretar en los hechos una gran parte de los compromisos. Lo deseable sería que las grandes reformas cuenten con el mayor consenso posible, pero tampoco el gobierno puede quedar atrapado en la inmovilidad después de haber trazado una ruta de ese tamaño. Estoy cierto que el Presidente honrará su palabra, que ese discurso es fruto de una sincera voluntad para no ser otro más de los presidentes que abdican de su responsabilidad histórica, y por eso pienso que es la hora de desterrar miedos, hacer a un lado desconfianzas, mezquindades. Además, no hay de otra. Sería vergonzoso que después de la pauta señalada por Calderón, el partido y sus legisladores se quedarán a la zaga, trabajando para sus propios cálculos políticos.
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