Que los poderes legislativos no gozan de buena fama pública es algo evidente. La percepción ciudadana de esos órganos es particularmente negativa, como lo revelan reiteradamente las distintas mediciones de los más diversos mecanismos de evaluación de la cultura democrática.
A ello ha contribuido, sin duda, la poca calidad del trabajo legislativo (que aunque cierta se ha magnificado hasta convertirse en un lugar común), la baja productividad de los congresos (aunque, desde mi punto de vista, todos los criterios para evaluar este punto son absurdos pues ponderan cantidad y no calidad), los abusos en términos de ejercicio del presupuesto (y no pocas corruptelas) y una serie de lamentables episodios protagonizados por legisladores.
Pero también el mal juicio ciudadano sobre los legislativos se debe a una reiterada y malintencionada campaña proveniente de los poderes Ejecutivos, de los grandes grupos de interés económico y de los medios de comunicación (particularmente los monopolios televisivos) por desprestigiar a los congresos. Insisto en algo, los legisladores poco ayudan a reivindicar al poder del que forman parte, pero es innegable que existen muchos actores, con agendas profundamente autoritarias, interesados en minar la ya deficitaria confianza en las asambleas legislativas.
Y es que, aunque frecuentemente se eluda el punto, en las democracias constitucionales el órgano democrático por excelencia es, precisamente, el Poder Legislativo. No lo son ni el Ejecutivo (con todo y que surja de una elección popular directa), ni el Judicial (cuya legitimidad es jurídica y no democrática). Ello es así porque el Congreso es el único espacio del Estado donde la pluralidad política existente en una sociedad puede expresarse, verse representada y recrearse de cara a la toma de las decisiones colectivas.
Lo malo es que el descrédito del Legislativo tiende a propiciar y justificar una serie de peligrosas propuestas que consciente o inconscientemente han cobrado carta de naturalización entre muchos académicos, políticos y gran parte de la ciudadanía en general. Dos de ellas incluso han sido recogidas por el partido en el gobierno, sostenidas en su pasada plataforma electoral e incorporadas en la agenda legislativa del PAN.
Me refiero a la propuesta de reducir el número total de legisladores (en Senado y Cámara de Diputados) y a la de aplicar ese recorte en la cuota de representantes elegidos mediante el principio de representación proporcional. Por supuesto, son propuestas fácilmente vendibles en el contexto de baja confianza en el Poder Legislativo y de crisis económica que padecemos, pero que en nada contribuyen al fortalecimiento de las instituciones democráticas. Todo lo contrario.
En primer lugar, el ahorro es muy menor frente a la magnitud del hueco en las finanzas públicas (y, por cierto, llama la atención que el PAN no haya planteado una reducción en la jugosa y ominosa partida de “gastos suntuarios del Ejecutivo”). En segundo lugar, no se toma en cuenta el hecho de que un Congreso más pequeño es, por su propia naturaleza, menos representativo. En tercer lugar, no se pondera el que la cuota de representación proporcional tiene la finalidad de compensar los antidemocráticos efectos de sobre y subrepresentación que genera el sistema de mayoría relativa con el que se elige a la mayoría de los diputados y los senadores y que, históricamente, fue mediante ese mecanismo que se abrió paso la democratización del sistema político al permitir a la oposición tener una presencia cada vez más consistente.
Nadie está peleado con racionalizar el gasto e impedir que se cometan excesos y corruptelas (como el dinero que se llevaron los diputados anteriores por los boletos de avión no ejercidos), tampoco en discutir las dimensiones idóneas del Congreso, pero eso tiene que ser el resultado de un debate serio y objetivo y, por ello, no contaminado por los lugares comunes y mucho menos por el ambiente de desprestigio que interesadamente se ha venido creando en torno al Poder Legislativo.
A ello ha contribuido, sin duda, la poca calidad del trabajo legislativo (que aunque cierta se ha magnificado hasta convertirse en un lugar común), la baja productividad de los congresos (aunque, desde mi punto de vista, todos los criterios para evaluar este punto son absurdos pues ponderan cantidad y no calidad), los abusos en términos de ejercicio del presupuesto (y no pocas corruptelas) y una serie de lamentables episodios protagonizados por legisladores.
Pero también el mal juicio ciudadano sobre los legislativos se debe a una reiterada y malintencionada campaña proveniente de los poderes Ejecutivos, de los grandes grupos de interés económico y de los medios de comunicación (particularmente los monopolios televisivos) por desprestigiar a los congresos. Insisto en algo, los legisladores poco ayudan a reivindicar al poder del que forman parte, pero es innegable que existen muchos actores, con agendas profundamente autoritarias, interesados en minar la ya deficitaria confianza en las asambleas legislativas.
Y es que, aunque frecuentemente se eluda el punto, en las democracias constitucionales el órgano democrático por excelencia es, precisamente, el Poder Legislativo. No lo son ni el Ejecutivo (con todo y que surja de una elección popular directa), ni el Judicial (cuya legitimidad es jurídica y no democrática). Ello es así porque el Congreso es el único espacio del Estado donde la pluralidad política existente en una sociedad puede expresarse, verse representada y recrearse de cara a la toma de las decisiones colectivas.
Lo malo es que el descrédito del Legislativo tiende a propiciar y justificar una serie de peligrosas propuestas que consciente o inconscientemente han cobrado carta de naturalización entre muchos académicos, políticos y gran parte de la ciudadanía en general. Dos de ellas incluso han sido recogidas por el partido en el gobierno, sostenidas en su pasada plataforma electoral e incorporadas en la agenda legislativa del PAN.
Me refiero a la propuesta de reducir el número total de legisladores (en Senado y Cámara de Diputados) y a la de aplicar ese recorte en la cuota de representantes elegidos mediante el principio de representación proporcional. Por supuesto, son propuestas fácilmente vendibles en el contexto de baja confianza en el Poder Legislativo y de crisis económica que padecemos, pero que en nada contribuyen al fortalecimiento de las instituciones democráticas. Todo lo contrario.
En primer lugar, el ahorro es muy menor frente a la magnitud del hueco en las finanzas públicas (y, por cierto, llama la atención que el PAN no haya planteado una reducción en la jugosa y ominosa partida de “gastos suntuarios del Ejecutivo”). En segundo lugar, no se toma en cuenta el hecho de que un Congreso más pequeño es, por su propia naturaleza, menos representativo. En tercer lugar, no se pondera el que la cuota de representación proporcional tiene la finalidad de compensar los antidemocráticos efectos de sobre y subrepresentación que genera el sistema de mayoría relativa con el que se elige a la mayoría de los diputados y los senadores y que, históricamente, fue mediante ese mecanismo que se abrió paso la democratización del sistema político al permitir a la oposición tener una presencia cada vez más consistente.
Nadie está peleado con racionalizar el gasto e impedir que se cometan excesos y corruptelas (como el dinero que se llevaron los diputados anteriores por los boletos de avión no ejercidos), tampoco en discutir las dimensiones idóneas del Congreso, pero eso tiene que ser el resultado de un debate serio y objetivo y, por ello, no contaminado por los lugares comunes y mucho menos por el ambiente de desprestigio que interesadamente se ha venido creando en torno al Poder Legislativo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario