Un amigo perspicaz afirma que el mayor riesgo de los discursos presidenciales no son las palabras, sino que la gente se las crea.El 2 de septiembre pasado, el presidente Felipe Calderón decidió introducir en su discurso, en Palacio Nacional, un mensaje final para anunciar su decisión de impulsar lo que llamó un cambio de fondo, delineado a lo largo de 10 puntos que, de inmediato, llamaron la atención de políticos y analistas de todo signo.Resulta difícil discrepar de los enunciados presidenciales. Nadie, en su sano juicio, puede objetar que se requiere educación pública de calidad, salud al alcance de todos, crecimiento del PIB, alto y sostenido, generación de empleos, recuperación de la autosuficiencia energética, etcétera. En los nueve primeros puntos de su decálogo, Felipe Calderón pudo concitar, sin mayor problema, el consenso. Pero el asunto es que tal acuerdo es tan superficial como efímero, pues se trata de generalidades, de buenas intenciones que, por ello mismo, no propician el análisis y debate en relación a cómo hacer para alcanzar los objetivos.Sospecho que estamos en presencia de un discurso presidencial pensado y escrito para atender el momento y el evento; para ganar las ocho columnas de los diarios del día siguiente y alimentar los noticieros de televisión y radio, casi siempre proclives, así sea por inercia, a sobrestimar la importancia de los mensajes presidenciales pronunciados con motivo de su informe anual de labores.Admito que la enorme mayoría de los discursos presidenciales tienen como único propósito atender el evento específico para el que fueron escritos, que sus redactores no están pensando cómo pasar a los libros de historia y que, además, seguramente ignoran que, por poner un ejemplo, el más célebre discurso de Abraham Lincoln fue también uno de los más breves que pronunció durante su mandato (la Oración de Gettysburg contiene 288 palabras, en 3 párrafos).Cuando un jefe de Estado anuncia medidas radicales, que trascenderán el discurso mismo, es porque antes ha preparado las acciones que convierten en acto sus palabras. Otro ejemplo, cuando José López Portillo anunció en su Sexto Informe de Gobierno la nacionalización bancaria, horas antes había firmado el Decreto correspondiente. El primer problema del decálogo de Felipe Calderón es que no es un proyecto, sino un discurso. Por encima de cualquier otra consideración, se consideró -creo- el impacto mediático. El discurso fue como un guión (script) pensado para que el Presidente se viera bien en la tele, no para que trazara un rumbo, una propuesta, para los siguientes tres años.El segundo y mayor problema es que los hechos confirman lo anterior.Agotada la reserva de recursos humanos en su primer círculo, los cambios en el gabinete son un salto al pasado. Reciclaje de la segunda línea del foxismo. Las comparaciones son odiosas, pero indispensables. Persona a persona, no encuentro cuál es el beneficio que aportan los designados, en contraste con los renunciados. El caso extremo es Pemex, en donde un servidor público de larga data y probada capacidad es relevado por un personaje con fama pública de apostador de casino.La desaparición de tres secretarías de Estado parece más una medida tomada sobre las rodillas que el resultado del análisis de la estructura, funciones y costos del aparato gubernamental. La lógica de tal propuesta no es otra que cortar por donde menos duele, aunque ahí no esté el mal.Reducir el número de subsecretarías y direcciones generales, o equivalentes; suprimir comisiones y órganos desconcentrados federales, tan inútiles como costosos, podría dar mucho más ahorro que cerrar las tres secretarías de menor gasto y personal. Poner orden en el sector eléctrico, resolviendo de tajo el problema de Luz y Fuerza del Centro, eliminando su tan oneroso como injustificado subsidio; son acciones que darían más ahorro que todo lo anunciado hasta hoy por Calderón. El cambio de fondo es, a la luz de los hechos, agua de borrajas.
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