MIGUEL CARBONELL
Definir el concepto de “libertad” es una de las tareas más complejas del conjunto de las ciencias sociales. Su estudio se puede hacer, con los distintos matices metodológicos, en cada una de ellas, ya que supone un presupuesto necesario para todas.
Tal como sucede con otros términos que son empleados en el lenguaje político, ha sido frecuente en la historia reciente que el concepto “libertad” se haya utilizado para tratar de justificar un determinado régimen, aprovechando su carácter marcadamente emotivo. Algunos regímenes dictatoriales se han presentado como “liberadores” de su pueblo. La anulación de las libertades en los regímenes comunistas se justificaba diciendo que en realidad eran los consumidores capitalistas los que no eran libres, ya que estaban sujetos a la dictadura del mercado.
Se puede afirmar que intuitivamente la libertad se refiere a un estado personal contrario a la esclavitud; es decir, una persona es considerada libre siempre que no sea un esclavo. También se puede distinguir entre quienes son libres y quienes son ya no esclavos pero sí siervos. No es lo mismo la esclavitud que la servidumbre. La primera es una condicionante más intensa respecto a la falta de libertad. Michelangelo Bovero lo explica con los siguientes términos: “de acuerdo con un cierto uso, esclavo y siervo se distinguen entre sí por el hecho de que el esclavo está encadenado y el siervo no; en otras palabras, el esclavo es un siervo encadenado, el siervo es un esclavo sin cadenas... el esclavo es todavía menos libre que el siervo”.
En una segunda aproximación, se puede decir que la libertad se puede oponer al concepto de poder (Ferrajoli).
De esta forma, será libre quien no esté sujeto a ningún poder, no solamente a ningún poder jurídico, sino a ninguna otra forma de poder, es decir, a cualquier tipo de influencia o determinación de su conducta. Si alguien puede ejercer cualquier tipo de poder sobre nuestra persona, entonces podemos decir que no somos completamente libres.
La mayor parte de los análisis teóricos están de acuerdo en distinguir dos formas de libertad: la negativa y la positiva. Esta distinción conceptual parte de las ideas que ya había sostenido Benjamin Constant en 1819, en su conocido ensayo De la liberté des anciens comparée á celle des modernes y que luego fueron retomadas por Isaiah Berlin a mediados del siglo XX.
La libertad negativa se puede definir, en palabras de Norberto Bobbio, como “la situación en la cual un sujeto tiene la posibilidad de obrar o de no obrar, sin ser obligado a ello o sin que se lo impidan otros sujetos”. Esta libertad supone que no hay impedimentos para realizar alguna conducta por parte de una determinada persona (ausencia de obstáculos), así como la ausencia de constricciones, es decir, la no existencia de obligaciones de realizar determinada conducta. Isaiah Berlin se refiere a la libertad negativa con las siguientes palabras: “Normalmente se dice que yo soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad. En este sentido, la libertad política es, simplemente, el ámbito en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros. Yo no soy libre en la medida en que otros me impiden hacer lo que yo podría hacer si no me lo impidieran”.
La libertad negativa puede ser prejurídica o bien puede ser jurídica; es del primer tipo cuando una determinada conducta no está jurídicamente regulada, es decir, cuando el derecho no la toma en cuenta y, en esa virtud, puede ser libremente realizada o no realizada por una persona. La libertad negativa es jurídica cuando el ordenamiento le asegura a una persona la posibilidad de realizar una conducta sin interferencias y sin constricciones.
Por su parte, la libertad positiva puede definirse de acuerdo con Bobbio como “la situación en la que un sujeto tiene la posibilidad de orientar su voluntad hacia un objetivo, de tomar decisiones, sin verse determinado por la voluntad de otros”. Si la libertad negativa se entiende como la ausencia de obstáculos o constricciones, la positiva supone la presencia de un elemento crucial: la voluntad, el querer hacer algo, la facultad de elegir un objetivo, una meta. La libertad positiva es casi un sinónimo de la autonomía (Laporta).
Mientras que la libertad negativa tiene que ver con la esfera de las acciones, la positiva se relaciona con la esfera de la voluntad. Como dice Bobbio, “La libertad negativa es una cualificación de la acción; la libertad positiva es una cualificación de la voluntad”; o en palabras de Berlin, “El sentido «positivo» de la libertad sale a relucir, no si intentamos responder a la pregunta «qué soy libre de hacer o de ser», sino si intentamos responder a «por quién estoy gobernado» o «quién tiene que decir lo que yo tengo y lo que no tengo que ser o hacer»”.
De todo lo anterior derivan varias cuestiones concretas que pueden ser útiles para analizar y comprender los derechos fundamentales de libertad. Para empezar, se puede decir que los derechos de libertad (utilizando el concepto de libertad negativa) generan ámbitos de inmunidad en favor de los individuos, que no pueden ser traspasados por el Estado; es decir, los derechos de libertad se constituyen como límites negativos (de no hacer) para los poderes públicos, que están obligados a no interferir en las conductas amparadas en esos derechos. Algunos autores llaman a este tipo de derechos “derechos-defensa”, ya que permiten al individuo defenderse de intromisiones en su conducta.
Los “derechos-defensa” pueden dividirse, según Alexy, en tres grupos diferentes. El primero de ellos está constituido por derechos a que el Estado no impida u obstaculice determinadas acciones del titular del derecho. El segundo grupo se integra por los derechos a que el Estado no afecte determinadas propiedades o situaciones del titular del derecho.
El tercer grupo comprende derechos a que el Estado no elimine determinadas posiciones jurídicas del sujeto del derecho.
Teniendo presente este triple significado de los derechos-defensa es como mejor se puede proteger la libertad. La ventaja de la exposición de Alexy es que nos hace ver la complejidad del sistema de los derechos de libertad. Si reducimos esos derechos a una simple obligación negativa de no interferencia por el Estado, es seguro que no podremos asegurar de la mejor forma posible muchas libertades reconocidas en todos los Estados democráticos. P.e., si el Estado deroga las normas que reconocen la personalidad jurídica de las empresas, estaremos imposibilitados para ejercer una parte importante de la libertad de asociación; de la misma forma, si el Estado deroga las normas que contemplan las formalidades para contraer matrimonio no podrán alcanzarse los objetivos que algunas personas pretenden lograr al celebrar con las solemnidades del caso un contrato para dar efectos jurídicos a sus vínculos afectivos.
También podríamos decir que existe en general un principio de libertad conforme al cual cualquier ámbito exento de regulación está permitido para los particulares; en otras palabras, en todo aquello en lo que no existan reglas se entiende que las personas pueden conducirse como lo prefieran. Este principio es exacta- mente opuesto al que rige para las autoridades y órganos públicos, ya que en su caso solamente pueden actuar cuando una norma del sistema jurídico se los permite (en esto reside el significado del principio de legalidad).
Ahora bien, si la libertad es un derecho fundamental (concretizada en los diversos derechos de libertad que establecen las Constituciones modernas y los tratados internacionales de derechos humanos), entonces debe ser capaz de poder hacerse valer, con los matices que sean necesarios, frente a todos, no solamente frente a los poderes públicos; de lo anterior deriva la necesidad de que el Estado asegure la libertad también frente a los particulares.
Por otro lado, no basta que la libertad tutelada constitucionalmente se limite a remover los límites o constricciones que pueden afectar a la libre realización de la conducta entendida como libertad negativa, sino que es necesario también que la persona pueda estar ajena a las diversas formas de sujeción que existen hoy día, de forma que sea capaz de desarrollar sus planes de vida de manera autónoma; es decir, se requiere también la tutela de la libertad positiva.
Cuando se quiere ir construyendo un sistema jurídico que asegure la convivencia social pacífica, se deben ir decidiendo una serie de normas que suponen limitaciones a la libertad de los integrantes de una sociedad. Se debe decidir qué conductas deben regularse, ya sea que estén permitidas (asegurando de esa forma su potencial realización), o que estén prohibidas (evitando en consecuencia que se lleven a cabo). ¿Cómo podemos llevar a cabo esa tarea?, es decir, ¿cómo saber qué conductas debemos permitir y cuáles debemos prohibir? Esta es una de las preguntas más importantes que tuvieran que ser contestadas al momento de construir las modernas sociedades liberales.
Para el liberalismo, la autonomía de la persona entendida como valor social no puede permitir que el Estado determine cuáles son las formas de vida que merecen la pena y cuáles no (Nino). Pero, ¿lo anterior significa que el Estado debe respetar cualquier plan de vida? Incluso los ultraliberales aceptan que el Estado puede limitar la libertad tomando en cuenta el principio de daño: somos libres para llevar a cabo una conducta siempre que esa conducta no dañe a los demás; el principio de daño, sin embargo, está lejos de ser claro cuando se le quiere aplicar a un sinfín de conductas concretas, como lo demuestra la historia reciente. ¿Qué sucede cuando aplicamos el principio de daño al consumo de estupefacientes, a las relaciones sexuales o a las decisiones sobre la propia vestimenta? La historia nos ofrece ejemplos que cómo el principio de daño se ha aplicado de muy diferentes maneras (en muchos casos de forma claramente atentatoria de la libertad, desde mi punto de vista) en países democráticos.
Según algunos autores, la tarea del sistema constitucional de derechos fundamentales es, en términos generales, proteger la libertad siempre que esa libertad no cause daño a otros, lo cual no implica que el Estado no pueda regular ciertos ámbitos que se consideran más positivos que otros. Las decisiones al respecto no son fáciles en muchos casos. Ante los múltiples puntos de vista que pueden existir en una sociedad plural y ante la dificultad objetiva de llegar a consensos sobre el sentido del bien, quizá lo mejor sea empezar por prohibir o desincentivar aquello que podría parecer claramente como menos valioso.
La historia de la humanidad ha sido una constante lucha por conquistar mayores espacios de libertad, es decir, por asegurar a las personas la posibilidad de actuar sin condicionantes de ningún tipo (Barberis). No es verdad que en un idílico estado de naturaleza la libertad estuviera asegurada en los comienzos de la historia humana y que la aparición del Estado o del gobierno haya supuesto su negación más inmediata; la libertad se ha ido ganando a través de una serie de batallas en las que se han sacrificado generaciones enteras (y por las que se siguen sacrificando muchas personas en nuestros días). Como escribe Mauro Barberis, “Las sucesivas vicisitudes de la libertad natural nos advierten acerca de la oportunidad de desafiar imparcialmente cualquier mito de origen, contra cualquier pretensión según la cual la historia de la libertad ya estaría escrita en los comienzos”
Tradicionalmente, los condicionantes de la libertad han sido como lo explica Bobbio de tres tipos: un condicionante sicológico, que ha actuado sobre las ideas, los ideales y las concepciones del mundo; un condicionante generado por la posesión o no de la riqueza, es decir, la posibilidad de incidir sobre la conducta y sobre la voluntad de una persona en función de su riqueza o de su pobreza; y un condicionante generado por la coacción, es decir, la posibilidad de condicionar la conducta o la voluntad de una persona por medio del uso o de la amenaza de la fuerza.
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