LORENZO CÓRDOVA VIANELLO
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial el modelo democrático ha vivido un importante proceso de expansión y de difusión, alcanzando un grado de legitimidad como forma de gobierno del que nunca antes había gozado. Se trató, precisamente, del régimen que confrontó con éxito los experimentos totalitarios del siglo pasado. Sin embargo, los sistemas democráticos enfrentan en la actualidad nuevos problemas que han llevado a replantear su viabilidad. Se trata de fenómenos complejos que han erosionado en el imaginario colectivo la fuerza y los alcances que el impulso democrático llegó a tener en las últimas décadas del siglo XX. La demanda por lograr una mayor gobernabilidad de los sistemas políticos y la incapacidad para resolver los retos del desarrollo son dos de las razones que han puesto en jaque la confianza en los procesos democráticos. Así, aunque en prácticamente todos los países democráticos la propia democracia es bien valorada en términos generales por la población -está bien posicionada desde un punto de vista axiológico en el imaginario colectivo-, sus instituciones fundamentales -Parlamentos y partidos políticos- son consideradas con recelo o incluso son mal vistas por la ciudadanía. Una democracia sin instituciones parlamentarias en las que la pluralidad política se represente y se recree de cara a la discusión y a la toma de las decisiones colectivas, y sin un sistema de partidos que sirva de puente entre la ciudadanía y los órganos representativos de gobierno, acaba siendo una democracia disfuncional, desnaturalizada y que refleja esa degenera ción que algunos han definido como “democracia de la apariencia”. Esa tendencia a desvincular la concepción cotidiana de la democracia de las de Parlamento y partidos políticos, se ha materializado en varios lugares comunes que podrían parecer inofensivos pero que, cuando se trata de concepciones distorsionadas referidas a los dos principales pilares del edificio democrático, corren el riesgo de acabar deslegitimando las reglas del juego que definen a ese sistema político. Peor aún, pueden servir de base, como ha venido ocurriendo en los últimos años, para formular propuestas regresivas o reaccionarias, que, cobijadas bajo una presunta democraticidad, en realidad no hacen otra cosa que minar y degenerar el funcionamiento mismo de la democracia. En las líneas que siguen, me propongo analizar algunos de esos lugares comunes que se han venido formando en torno al descrédito de los Parlamentos y de los partidos políticos, así las propuestas que de ellos se desprenden y que, a mi juicio, lejos de fortalecer a los sistemas democráticos corren el riesgo de vaciarlos de contenido e, incluso, de lesionar su representatividad.
EL PROBLEMA DE LOS PARLAMENTOS
Desde hace casi tres décadas, el tema de la gobernabilidad de las democracias ocupa un lugar privilegiado en el análisis político. A mediados de los años setenta, la opinión más generalizada sostenía que la principal causa de la “ingobernabilidad” de las democracias se debía a la gran cantidad de canales que existían para que la sociedad demandara bienes y servicios al Estado. En otras palabras, la gran expectativa generada por el Estado de bienestar habría sobresaturado de demandas a las instituciones públicas, provocando que sufrieran una fuerte pérdida de legitimidad dada su incapacidad para satisfacerlas. Sin embargo, en la última década la idea de gobernabilidad se ha centrado esencialmente en la capacidad de combinar legitimidad, eficacia y estabilidad en el ejercicio del poder político. En otras palabras, por gobernabilidad se entiende la capacidad del Estado para tomar decisiones de manera eficiente, eficaz y rápida. Desde esa perspectiva, resulta obvio que el fenómeno de “gobierno dividido”, en donde faltan mayorías predefinidas en los órganos legislativos (como es el caso de México desde el año 1997 para la Cámara de Diputados y para ambas Cámaras del Congreso de la Unión desde 2000), y en donde se presenta un consecuente aumento de tensiones entre éstos y el poder ejecutivo, implica un déficit en términos de gobernabilidad. No es casual que en un contexto similar, el legislativo lleve la carga de la responsabilidad de la “parálisis” o del retraso en la toma de las decisiones. Así lo demuestra, por ejemplo, el sugestivo lema del Programa cívico 2003-2006 de la Coparmex: “Que el Congreso funcione”. Desde la perspectiva, la lógica deliberativa y consensual como la que rige el funcionamiento de los órganos legislativos se presenta como un obstáculo más que como un aliciente de la gobernabilidad. En tiempos recientes, esta situación ha generado lugares comunes como los que a continuación cito:
1. La incapacidad de los legisladores para tomar decisiones que, en ocasiones, son urgentes. Se les achaca una falta de atención y desconocimiento de los problemas, así como una gran insensibilidad política para reconocer los asuntos que más apremio y necesidad de solución demandan. Se dice que los legisladores que pertenecen a los partidos de oposición buscan, por conveniencia política, bloquear y descalificar las iniciativas y propuestas del gobierno. Tal es el sonado caso del fracaso en la discusión de las “reformas estructurales”. Sin embargo, se olvida que la discusión y la negociación entre posturas encontradas, propia de la vida parlamentaria democrática, complica la toma de las decisiones aunque las dota de una mayor legitimidad porque resultan de consensos.
2. La improductividad legislativa. Abundan los análisis que, a partir de diversos indicadores, como el del número de iniciativas presentadas frente a los dictámenes aprobados, miden la “productividad” de los órganos legislativos. No obstante, de esta manera se Por lo que hace al costo del funcionamiento de las democracias hay poco que decir. En efecto, estos sistemas suelen ser más caros si se los compara con las autocracias, pero la rentabilidad de aquéllos debe medirse no en términos económicos, sino desde el punto de vista de sus beneficios en términos políticos: en el grado de libertad política de sus gobernados y la estabilidad que generan a largo plazo, principalmente. El dinero canalizado directamente a la democracia es una inversión, lo que de ninguna manera supone un divorcio con una adecuada racionalización del gasto. Además, la idea de abaratar la democracia reduciendo el número de legisladores acaba siendo insignificante en términos del volumen de recursos que por esa vía puede ahorrarse el erario público. Por otra parte, la creencia de que un número menor de legisladores se traduciría en condiciones más propicias para generar consensos, se olvida del carácter democrático que reviste la representación política. En efecto, dicho carácter depende de que la composición política de la sociedad se vea real y efectivamente reflejada en los órganos decisionales. Si en los órganos legislativos no está expresada la composición de las diversas orientaciones políticas de una sociedad en su real proporción, entonces se corre el riesgo de que la olvida que la medición del trabajo parlamentario, sólo en términos cuantitativos, pasa por alto que un buen trabajo parlamentario implica buenas leyes y no muchas leyes.
3. La pérdida de tiempo en discusiones vacías e inocuas, inadecuadas e irrelevantes de cara a las “verdaderas necesidades de la sociedad”. Los órganos parlamentarios son vistos más como sedes en las que se discute por discutir, sin la intención real de resolver problemas; en los que se privilegia el interés particular partidista sobre el interés colectivo.
4. La existencia de una clase parlamentaria ociosa y viciosa. En este sentido son frecuentes los señalamientos a los altos sueldos de los legisladores, así como las escenas (alentadas por la lógica sensacionalista que priva entre los medios masivos de comunicación, que tiende a generalizar casos aislados -sin duda lamentables-) en las que se vende la idea de una clase legislativa de vagos y rijosos. En suma, se ha difundido la idea de un legislador alejada de la “ética” y de las “buenas costumbres”. Sin duda ciertas conductas aisladas de algunos representantes son lamentables, pero, a fin de cuentas, la calidad y capacidad parlamentaria depende de otros factores.
5. Los altos costos de las instituciones parlamentarias. Otro lugar común apunta al costo excesivo de la función legislativa, en particular si se atiende a una lógica de costo/beneficio. Esa percepción del Parlamento y de la vida parlamentaria ha abonado el terreno a un conjunto de propuestas que, por decir lo menos, son regresivas y que resulta necesario comentar y desmontar:
1. Reducción del número de legisladores. Esta idea pretende aminorar los costos de la democracia y facilitar la búsqueda de consensos bajo el supuesto de que hay un número menor de individuos que deben ponerse de acuerdo. Por lo que hace al costo del funcionamiento de democracias hay poco que decir. En efecto, estostemas suelen ser más caros si se los compara con autocracias, pero la rentabilidad de aquéllos debeedirse no en términos económicos, sino desde elnto de vista de sus beneficios en términos políticos: el grado de libertad política de sus gobernados y latabilidad que generan a largo plazo, principalmente.dinero canalizado directamente a la democracia esa inversión, lo que de ninguna manera supone unvorcio con una adecuada racionalización del gasto.demás, la idea de abaratar la democracia reduciendonúmero de legisladores acaba siendo insignificante términos del volumen de recursos que por esa víaede ahorrarse el erario público. Por otra parte, la creencia de que un número menor de legisladores se traduciría en condiciones más propicias para generar consensos, se olvida del carácr democrático que reviste la representación política.
En efecto, dicho carácter depende de que la composión política de la sociedad se vea real y efectivamente flejada en los órganos decisionales. Si en los órganos gislativos no está expresada la composición de las versas orientaciones políticas de una sociedad en su al proporción, entonces se corre el riesgo de que la gla de oro de la democracia (según la cual la mayoa decide), en los hechos no se cumpla y eventualente sea una minoría -sobrerrepresentada- la que plasme su voluntad en las leyes que obligan a todos.
Inevitablemente, a partir de las mismas reglas para su integración, un Parlamento numéricamente pequeño conlleva un mayor grado de distorsión de la represención que un órgano más numeroso. No hay fórmus para determinar el Parlamento ideal, pero, en todo caso, debe tomarse en cuenta el hecho de que un órgano entre más numeroso es, por definición, más representativo que uno pequeño. Además, históricamente, en el caso de México, la apuesta para abrir y mejorar la representación de la pluralidad política pasó precisamente por incrementar el número de curules, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado.
2. Eliminación o limitación del principio de representación proporcional. Hay distintas experiencias internacionales en las que los sistemas electorales proporcionales se han sustituido por mecanismos de mayoría, o bien, que han introducido cuotas mayoritarias junto a las proporcionales ya existentes.
Entre las razones del auge del sistema mayoritario pueden ubicarse:
a) la confusión entre el principio de que la mayoría elige con la regla democrática en que la mayoría decide; b) la falsa percepción de que el método de elección por mayoría genera compactación de la representación política mientras que el sistema proporcional la fragmenta;
c) la equivocada creencia de que se propicia sólo la representación de las fuerzas políticas mayoritarias, inhibiendo la presencia de opciones poco significativas;
d) la consecuente reducción del fenómeno del “consociativismo” y,
e) que se genera mayor gobernabilidad.
Frente a esas razones, es oportuno recordar que la razón de ser histórica del método proporcional (ya sea en su manifestación pura, o en los sistemas electorales mixtos) es la de representar, de la manera más fiel posible, la pluralidad política de una sociedad.
Es decir, hacer que la integración de los órganos de representación coincida, en sus grandes líneas, con la diversidad de los ciudadanos representados. A diferencia de los sistemas mayoritarios puros, los proporcionales pretenden limitar, en la medida de lo posible -a fin de cuentas toda representación inevitable grado de distorsión- los efectos de sobre y subrepresentación de las distintas fuerzas políticas. En ello consiste su valor desde un punto de vista democrático.
Eliminar o reducir la cuota de representación proporcionalpara generar mayor estabilidad o gobernabilidad, significa desconocer sus alcances y beneficios democráticos. Ello, además, resulta particularmente notorio en casos como el mexicano: no debemos olvidar que la introducción de una cuota proporcional en 1977 y su posterior expansión en las reformas posteriores, constituyeron el punto de partida y, en buena medida, una de las principales causas generadoras de la democratización de nuestro sistema político.
3. Introducción de instrumentos de democracia directa. Existe una tendencia cada vez más importante a introducir y utilizar en diversas constituciones los llamados “mecanismos de democracia directa”: el plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular y la revocación popular del mandato. Sin ahondar en el análisis puntual cada una de estas figuras, es pertinente una reflexión sobre el presunto carácter democrático de tales instrumentos. Parto de una premisa: los instrumentos refrendarios pueden ser, si se utilizan de forma ocasional y con múltiples candados y salvaguardas eficaces, útiles complementos de la democracia representativa. En cambio, su abuso y utilización “ligera” pueden acarrear graves peligros para el adecuado funcionamiento de los sistemas democráticos y llegar, incluso, a su vaciamiento. La esencia misma de la democracia se desprende de la confrontación y discusión de los distintos puntos de vista de manera previa a la decisión. Sin embargo, los instrumentos plebiscitarios no llevan aparejada esa discusión, sino que constituyen, sin más, el sometimiento de ciertos asuntos a la espontánea consulta popular. En realidad, mediante estos mecanismos se puede optar sólo por dos alternativas posibles: sí o no; cuando la complejidad de las decisiones públicas no puede ser reducida, sino en casos muy excepcionales, a esta disyuntiva. Hay, además, dos problemas de suma relevancia:
a) ¿quien detenta el poder de formular la pregunta que se someterá a consulta? (facultad absolutamente relevante, pues del modo en que ésta se plantee puede depender en gran medida el sentido de la respuesta) y, b) ¿quién garantiza que el comportamiento de los medios de comunicación masiva, (de)formadores incuestionables de la opinión pública, frente a los ejercicios referendarios será imparcial, es decir, en otras palabras, que la voluntad de los ciudadanos llamada a la consulta se formará de manera libre?No olvidemos, por último, que la llamada “democracia plebiscitaria” es todo menos democracia. Se trata, por el contrario, de aquel sistema pensado por Carl Schmitt en el que el papel del pueblo se limitaba a la mera aclamación de las decisiones de su jefe (del Führer, precisamente).
4. El reforzamiento del ejecutivo. Esta es una de las tendencias naturales que se presentan para propiciar una mayor gobernabilidad, particularmente de cara a escenarios de gobiernos divididos.Esta tendencia ha cobrado vigencia en México a partir del año 2000. Paradójicamente, estos planteamientos se formulan en un contexto institucional en el que, si bien las nuevas circunstancias y equilibrios políticos han provocado la desaparición las atribuciones “metaconstitucionales” del presidente, sus grandes atribuciones constitucionales siguen siendo sustancialmente las mismas que tiene desde 1917. Nadie pretende tener un presidente orillado a la incapacidad, sería absurdo plantearlo; pero el problema de la gobernabilidad de un sistema democrático no pasa por el reforzamiento de sus facultades (de por sí ya numerosas e importantes), sino por la capacidad y la existencia de vías jurídicas y políticas adecuadas para lograr acuerdos. En dado caso, lo que hay que explorar son aquellos mecanismos institucionales que induzcan y propicien los consensos, más que pensar en el fortalecimiento de una figura que constitucionalmente goza de grandes facultades y que fue el eje del sistema autoritario que antecedió al proceso de cambio democrático. Pero no se trata de una tendencia exclusiva del caso mexicano. En todo el mundo existe la propensión a generar instituciones ejecutivas fuertes en aras de una mayor eficiencia y estabilidad de los gobiernos. Sin embargo, no debe olvidarse que la democracia es una forma de gobierno que se funda precisamente en una distribución del poder político, y que el moderno Estado constitucional pasa, ante todo, por evitar cualquier concentración de poder y por la construcción de diques y límites, para salvaguardar los derechos de los gobernados.Sin pretender ser refractario a las ideas de eficacia y estabilidad, no debemos sobreponer las mismas a la idea de democraticidad.
EL PROBLEMA DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS
De manera paralela al descrédito que pesa sobre los órganos del poder legislativo, también se ha ido generando una crisis de legitimidad de los partidos políticos; crisis que también en este caso se traduce, en conjunto, en una serie de lugares comunes que dominan la opinión colectiva:
1. El descrédito generalizado de la política. Los partidos son piezas centrales del funcionamiento de los sistemas democráticos y su desprestigio implica, automáticamente, el desdoro de la tarea política. Es común, en ese sentido, ver aparecer nuevas banderías políticas que paradójicamente sostienen su distanciamiento de la política, en aras de capitalizar el rechazo a las clases dirigentes tradicionales.
2. El elevado costo de los partidos. Se suele señalar que el funcionamiento de los partidos políticos es demasiado caro; concepción que cobra fuerza en países, como el nuestro, en donde los elevados índices de pobreza son ominosos.
3. La falta de representatividad y de democracia interna de los partidos políticos. Cada vez es más frecuente escuchar que los intereses que los partidos representan poco o nada tienen que ver con las preocupaciones, con las necesidades y con las demandas de la sociedad. En ese sentido, las dirigencias y los representantes populares elegidos a través de los partidos vienen a plantearse como grupos de individuos colocados por encima y separados de las bases de ciudadanos que militan en dichos partidos. A ello se aúna la visión generalizada de que las cúpulas dirigentes constituyen verdaderas oligarquías partidistas, elites que concentran el poder y excluyen a los militantes de los procesos decisionales internos, en particular, el de selección de las candidaturas. En este sentido, si bien es cierto que una importante corriente teórica sostiene que los partidos son instrumentos para que diversas elites contiendan por el poder político de una sociedad, también lo es que los partidos se fundan en el derecho de asociación política, lo que implica el reconocimiento de ciertas prerrogativas para sus afiliados y la necesidad de procesar democráticamente las decisiones.
4. La existencia de una gran fragmentación de la vida política provocada por muchos partidos que expresan posiciones irrelevantes de la sociedad. Desde esta perspectiva, el “excesivo pluralismo” y la presencia de “demasiados” partidos afecta tanto la generación de consensos como la posibilidad de crear condiciones para una gobernabilidad efectiva. Ello, se sostiene, porque la pluralidad de actores políticos complica los márgenes para concretar acuerdos al abrir numerosos frentes de negociación y de concertación. Adicionalmente, el gran número de partidos abre la posibilidad de que se presente el fenómeno del consociativismo.En ese escenario un partido, poco relevante por las adhesiones que logra generar, pero indispensable para lograr tomar una decisión, estaría en condiciones de poder exigir beneficios que no corresponden a sus dimensiones y peso político, desnaturalizando toda la lógica del sistema democrático. A partir de esas concepciones comunes se han vuelto recurrentes algunas propuestas que, consciente o inconscientemente, implicarían un debilitamiento del sistema de partidos y, en consecuencia, un adelgazamiento de la calidad democrática de los sistemas políticos. Esas propuestas son:
1. Reducir o acotar el número de partidos políticos. Desde hace años ha venido cobrando fuerza la propuesta de restringir el número de opciones políticas como una manera de compactar la representación nacional y de propiciar mejores condiciones para la formación de mayorías estables. Existe la creencia difundida de que los problemas de la gobernabilidad dependen directamente de la fragmentación política que un sistema de partidos multipartidista produce.Esa postura no es ajena a nuestro país, antes bien, las propuestas en ese sentido son numerosas, e incluso la reforma al Cofipe de diciembre de 2003, que agrava las condiciones para la constitución de nuevos partidos políticos y reserva de manera exclusiva esa capacidad a las Agrupaciones Políticas Nacionales,debe ser interpretada como producto de esa tendencia.
Si bien esta postura se basa en la consideración de que sólo las fuerzas representativas deberían tener la oportunidad de contender y de integrar los órganos representativos, excluyendo en consecuencia a los partidos pequeños, y de que la presencia de estos últimos les confiere un peso desproporcionado a su presencia electoral en el momento de tomar las decisiones (un partido pequeño puede dar los votos necesarios para conformar una mayoría), vale la pena, en todo caso, preguntarse ¿el que un partido pequeño adquiera una relevancia política desproporcionada por el hecho de ser necesario para tomar un acuerdo, es algo característico de aquellos sistemas políticos muy fragmentados o también de aquellos en los que, habiendo pocos partidos, ninguno tiene por sí la capacidad de generar una mayoría? Y además, ¿excluir a fuerzas políticas por su peso electoral, no acaba haciendo del sistema de partidos un sistema inmóvil y autorreferencial?, ¿no es una manera de sacrificar en el altar de una pretendida gobernabilidad al pluralismo político, peor aún a sabiendas que la ecuación pocos partidos no se traduce necesariamente en una mayor gobernabilidad? Por otra parte, el hecho de que un sistemapolíticotenga muchos partidos no es tanto consecuencia de un mal diseño institucional (¡como si el que hubiera muchos partidos fuera, de por sí, malo!), sino más bien de una sociedad plural y diversa que no encuentra cauce en un modelo bipartidista o tripartidista. Intentar reducir artificialmente el número de partidos para generar más gobernabilidad se traduciría en una merma evidente en el carácter democrático-representativo de un sistema político. También en este caso la historia enseña: la apuesta democrática de México consistió, precisamente, en abrir las puertas a nuevas opciones políticas e incorporar a partidos que arbitrariamente habían sido excluidos de la arena electoral. Pensar en reducir el número de partidos políticos se convierte en una postura regresiva, además, me parece, de antidemocrática.
2. La necesidad de aceptar las candidaturas independientes. Esta es una de las propuestas que con más frecuencia se escuchan como una alternativa frente a la cada vez más difundida situación de “crisis de los partidos políticos”. El análisis de esta propuesta no puede hacerse desatendiendo un grave fenómeno que aqueja a las democracias contemporáneas: la personalización de la política. Esta situación que se sintetiza en la máxima de que “importan más las caras que las ideas y que los programas”, se ha visto favorecida por la creciente importancia que vienen adquiriendo los medios electrónicos de comunicación en la contienda política. La llamada “mercadotecnia política”, sin duda, juega un papel cada vez más relevante en los procesos electorales pero, inevitablemente, introduce una lógica que es totalmente ajena, e incluso contraria, a la del juego que define a la democracia representativa. Los medios masivos de comunicación, y de manera particular los electrónicos, se rigen invariablemente por las reglas del mercado y es bajo esa premisa con la que abordan las campañas políticas. Por su propia naturaleza, los programas radiales y televisivos se orientan en pos de impactar a su auditorio con el producto que promocionan, y sobra decir que las ideas y los programas políticos son “productos muy poco atractivos”. Resulta entonces explicable que más que su ideología y sus programas políticos, los partidos opten por ofrecer en los medios electrónicos a sus candidatos como productos. De esta manera acaban siendo más importantes en la contienda electoral aspectos propios de la mercadotecnia publicitaria que los elementos definitorios de la democracia. Cuentan más el dinero invertido en la producción de la transmisión, el aspecto físico, los gestos, el lenguaje, el carisma del candidato, que el credo político, la doctrina, el programa, la opción política que éste representa y las propuestas que lo diferencian de los demás. Por ello, si se acepta que la “personalización de la política” constituye un verdadero problema de las democracias de nuestro tiempo, entonces las candidaturas independientes no hacen sino acentuar ese problema. Por otra parte, el monopolio de las candidaturas por parte de los partidos tiene una razón de ser: los propios partidos constituyen centros de agregación de consensos en torno a proyectos políticos, es decir, respecto de maneras de concebir el ejercicio del poder, y para ello deben contar con declaraciones de principios políticos y con programas para actuarlos; en otras palabras, se trata de sumar voluntades en torno a determinados programas e ideologías. La posibilidad de que un individuo contienda en un proceso electoral por sí mismo reduce la posibilidad de la generación de consensos en torno a un programa; ello ocurre más bien en torno a la figura de un líder carismático e, históricamente, en muy contadas ocasiones los líderes carismáticos se identifican con los procedimientos y los valores democráticos.
3. Eliminar o reducir el financiamiento público. La idea de que la política cuesta mucho también se ha traducido en la demanda de que los partidos reciban menos dinero. Sin embargo, debe reconocerse que un sistema de partidos incluyente y vigoroso, en el que la pluralidad política de una sociedad se exprese y se recree permanentemente, dando origen a una representación nacional “democráticamente representativa”, y en el que las diversas opciones políticas compitan por las preferencias ciudadanas en condiciones de equidad implica una erogación importante de recursos. Esa fue la postura que sostuvieron las reformas electorales en México (y en particular la de 1996) y los resultados están a la vista: un sistema de partidos competitivo, alternancia, equilibrio de poderes, pesos y contrapesos, en suma, la expansión formal y sin cortapisas de los fenómenos propios de la competencia y la convivencia democrática. En numerosas ocasiones han sido señaladas las virtudes del actual modelo de financiamiento mexicano, en primer lugar por cómo la apuesta por el aumento de los recursos públicos invertidos en los partidos y su preeminencia sobre el dinero privado ha permitido condiciones equitativas en la contienda política y la ha salvaguardado de intereses corporados o delincuenciales. Lo anterior, sin lugar a dudas, no está contrapuesto con un racional ahorro de recursos o con una sana política de austeridad. Ya en diversas ocasiones se han señalado los efectos perniciosos de la actual fórmula de cálculo del financiamiento público.Pero esto no debe traducirse en el pernicioso hecho de establecer una política de ahorro que ponga en riesgo el equilibrio, buenfuncionamiento y dinamismo del sistema de partidos con base en la lógica de quienes consideran que los partidos tienen costos elevados.
Como puede observarse, a la par del desencanto que enfrenta la democracia, surgen propuestas que, a partir de lugares comunes, representan algunos de los riesgos más graves que encaran los sistemas democráticos. Más peligrosos porque constituyen una aparente consolidación de los mismos, siendo que erosionan a la democracia desde sus fundamentos. Al respecto, vale la pena hacer una última consideración: una democracia vigorosa y funcional pasa por el reforzamiento de todas las instituciones del Estado, y no por una mera merma de las figuras democráticas por excelencia: los Parlamentos y los partidos políticos. No creo que esas dos instituciones fundamentales de la democracia estén exentas de una revisión crítica; pero la misma debe partir de un balance ponderado y razonado a la luz de su importancia y centralidad en los sistemas democráticos, y no de una mera descalificación fortuita, instintiva e, incluso, inducida por tendencias francamente antidemocráticas. Pensar en fortalecer la democracia implica reforzar, y no mermar, a sus instituciones representativas. A fin de cuentas son las dos instituciones que, por su naturaleza, constituyen los espacios en los cuales se puede propiciar y alentar la formación de acuerdos. Y es en la permanente búsqueda del consenso en donde una importante tradición de pensamiento, que va de Kelsen a Bobbio, ha identificado el elemento distintivo de la democracia.
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