PEDRO SALAZAR UGARTE
Para José Barba, con respeto.
Sin laicidad no hay libertad de conciencia ni tampoco democracia. La pluralidad de creencias, de convicciones y de ideologías solamente es posible en donde impera lo que Michelangelo Bovero llama el “principio práctico” del proyecto laico: la tolerancia.
Un concepto que proviene del término latino tolerantia y que está asociado con las ideas de aguantar y padecer y; en paralelo, también con las ideas de resignación y de paciencia. Quienes no somos católicos, por ejemplo, hemos soportado a nuestro pesar los fervores religiosos de los días pasados con motivo de la visita del señor Ratzinger a México. En sentido estricto, hemos tolerado que los católicos dispusieran de espacios y recursos públicos para honrar a quien encabeza su iglesia. Para algunos de nosotros, la visita y las expresiones y eventos que la acompañaron —por ejemplo la desmedida cobertura mediática— resultaron molestas y en nuestro fuero interno habríamos preferido que no tuvieran lugar y, sin embargo, hicimos de tripas corazón y toleramos. Al hacerlo abonamos en el terreno de la laicidad.
Ahora es el turno de los jerarcas de esa religión y de los fieles de esa iglesia hacer su parte. Les toca despejar la arena pública para que sigamos cabiendo todos. No se trata solamente del abandono físico de las plazas, de las calles y de los templetes, sino de la liberación política y del respeto de las normas y de las instituciones que son patrimonio de la comunidad democrática. El derecho penal, la escuela, los medios de comunicación, las elecciones, son nichos en los que no puede tolerarse la intromisión religiosa. En ello reside el secreto y la complejidad de la laicidad: ésta funciona sobre la base de la tolerancia y traza con firmeza los límites de lo intolerable. Por un lado se despliega el eje de la tolerancia: las personas deben convivir con quienes piensan o creen diferente, el Estado debe tratar a todas las organizaciones religiosas por igual, las iglesias deben tolerarse recíprocamente, etcétera.
Pero también rige el eje de lo intolerable: es inadmisible que una iglesia imponga sus credos a la comunidad política o que el Estado claudique en su deber de aplicar la ley a los ministros del culto. La laicidad se desdobla sobre esos dos ejes inescindibles.
Por eso debemos denunciar y resistir los intentos por colonizar las normas colectivas con los dogmas religiosos convirtiendo los pecados en delitos. Éstos valen para toda la comunidad y los primeros sólo existen para los creyentes. La confusión entre lo uno y lo otro, por ejemplo penalizando el aborto, es inaceptable. Los fieles de cada iglesia tienen el derecho de normar su vida privada como quieran, pero no pueden imponer su moral a la comunidad democrática. Por otro lado, también debemos reclamar el silencio cómplice con el que los gobernantes —y quienes aspiran a serlo— han ignorado los abusos sexuales cometidos en la Legión de Cristo. El Estado tiene el mandato de aplicar la ley sin excepciones y de llamar a cuentas a quienes han cometido o han sido cómplices de abusos contra la integridad física de personas inocentes. Además, los gobernantes de un Estado laico tienen la obligación política de colocarse del lado de sus gobernados para exigir explicaciones a quienes ocultaron los abusos.
Recuperar el sentido de la laicidad y apuntalar sus cimientos en el siglo XXI es tan importante como lo fue en el siglo XIX. El contexto ha cambiado, pero las razones permanecen. Por eso debemos celebrar que la UNAM haya creado la Cátedra extraordinaria —con el nombre simbólico de “Benito Juárez”— precisamente para promover, estudiar y difundir la laicidad. Ese proyecto, auspiciado por la Universidad y por el Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional tendrá sede en el Instituto de Investigaciones Jurídicas y está llamado a ser un espacio en el que el rigor intelectual y la libertad de pensamiento cultiven los principios laicos de la tolerancia y del antidogmatismo.
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