JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ
La Cámara de Diputados aprobó el pasado 15 de diciembre el dictamen de reforma al Artículo 24 Constitucional. A partir de ahí es posible que en las próximas semanas el Senado haga lo propio y la propuesta se envíe a las legislaturas estatales para que determinen si la Constitución se modifica.
Son tantos y tan variados los cambios a este ordenamiento que en ocasiones pasan desapercibidos. Es sólo al momento en que las nuevas regulaciones generan sus efectos cuando se recupera su génesis y se considera con detalle aquello que implican.
La regulación jurídica del fenómeno religioso es asunto delicado y complejo. La naturaleza de las creencias involucradas lleva a quienes las asumen y profesan a considerarse en un plano diverso, inclusive de las autoridades civiles que tienen a su cargo ordenar las conductas de todos.
Hacerle entender a quien estima que su vida y sus acciones deben trascender a un reino que no todos aceptan, que sus comportamientos son de aquí y ahora y que por ellos debe asumir obligaciones y consecuencias, no es siempre asunto sencillo.
Tampoco lo es hacer entender a todos los que asumen la trascendencia que existen diversas posibilidades de ella y que, por lo mismo, es necesario generar condiciones para lograr la convivencia entre todos.
Las reformas constitucionales en proceso de aprobación tienen un curioso origen, un correcto proceso de rectificación y la posibilidad de un buen y completo desenlace. El origen es curioso, digo, porque la iniciativa fue presentada por un diputado priísta que, a cuento de ampliar la libertad religiosa a la de conciencia, asunto por lo demás encomiable, proponía obligar al Estado a garantizar que los hijos recibieran "la educación religiosa y moral" acorde con las convicciones de sus padres. La propuesta resultaba atentatoria del Estado laico y el que se dijera que la educación pública continuaría impartiéndose en términos del Artículo Tercero Constitucional era una salida que simplemente desplazaba los conflictos al no poderse armonizar un modelo educativo que debe prescindir de Dios con otro que lo acepta como eje de todo lo que ha existido, existe o existirá.
La rectificación a la iniciativa fue importante. Además de eliminar la obligación estatal apuntada, garantizó las libertades de convicción, ética y de conciencia y reiterar la religiosa, prohibió que los actos del último tipo se utilicen "con fines políticos, de proselitismo o de propaganda electoral".
A pesar de que algunos estiman que la primera de las dos partes es una obviedad y, por lo mismo sin consecuencias, me parece que jurídicamente hablando sí las tiene. No es lo mismo que alguien apele a su convicción o conciencia frente a un determinado requerimiento público, por ejemplo, a que frente al mismo hecho haga valer un derecho fundamental. En el primer caso, y por serio que pueda resultar su postulado, carece de base jurídica directa la que, por lo mismo y en el mejor de los casos, debe construirse indirectamente o ni siquiera llegar a realizarse jurídicamente; en el segundo, por el contrario, la oposición es de un derecho contra otro derecho, competencia u obligación, lo que desde luego exige de la acción armonizadora de un órgano estatal dentro de un proceso reglado.
Además de la corrección señalada, el proceso de reforma ha abierto la posibilidad de darle una solución más acabada a lo que llamaré el sistema laico de nuestro orden jurídico. Al tiempo en que se desarrollaban los trabajos para reformar al Artículo 24 Constitucional, se planteó la idea de reformar el 40 para agregar el término "laica" a las adjetivaciones de nuestra república.
La voluntad del pueblo mexicano es, entonces, constituir una república representativa, democrática, federal y laica a efecto de entender que con estas cinco expresiones quedaría caracterizado el modo como habría de organizarse el poder político y buena parte de la convivencia social.
La calificación "laica" no es, desde luego, la mera repetición de lo señalado en el Artículo Tercero Constitucional, pues el término se usa aquí respecto de la educación; tampoco es el desdoblamiento del "principio histórico de la separación del Estado y las iglesias" del Artículo 130. Lo que la incorporación conlleva, además de un relevante valor simbólico, es un criterio rector de la producción de todas las normas de nuestro orden jurídico. Dicho de otra manera, un medio para darle racionalidad jurídica y, por ende, social, al complejo asunto de la trascendencia basada en la fe.
La propuesta de adición al Artículo 40 está en marcha y es posible, además de deseable, que se logre conjuntamente con la del 24. Cuando la legitimidad de las instituciones (no sólo las públicas) pasa por la aceptación de la pluralidad, es necesario generar las condiciones necesarias para mantener los mayores grados de convivencia.
Si como la dura realidad nos lo evidencia, el fenómeno religioso crece, se fragmenta y, en ocasiones, se radicaliza, es preciso entenderlo y conducirlo mediante los medios políticos y jurídicos propios de la democracia. La reforma conjunta de los artículos 24 y 40 constitucionales es una buena oportunidad para prevenir y conducir desde el Estado los siempre complicados conflictos religiosos. También lo es para evitar la imposición de credos religiosos que pretendieran expresar un orden por el que todos debiéramos conducirnos, aun quienes no los compartiéramos.
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