jueves, 22 de marzo de 2012

LOS DESEQUILIBRIOS DEL TERROR

MICHELANGELO BOVERO

I
Esta reflexión se refiere a una de las dimensiones más inquietantes de la globalización: el terror global y la guerra global. 
La intención es mirar a la globalización -objeto misterioso, del que todavía algunos niegan incluso la existencia, otros, por el contrario, la supuesta novedad- ya no en la perspectiva de los actores y de los procesos globalizantes: las empresas transnacionales, los operadores y los mercados financieros, la red y los flujos de comunicación, etcétera; sino más bien desde el punto de vista de los sujetos globalizados: los ciudadanos del globo. Habiendo aprendido con Bobbio que los ideales están destinados a devenir materia cruda, hacia finales de los años noventa nos preguntábamos, con una pizca de (auto)ironía: ¿se ha realizado, o está por realizarse, la cosmópolis, la antigua utopía filosófica de la civitas maxima? ¿Su realidad efectiva, al menos inicial, es la llamada globalización? En la visión de ciertos apologistas, la globalización se presentaba precisamente, a su modo, como la heredera de aquel viejo sueño, la unificación del género humano, mediante la interconexión e intercomunicación planetaria de todas sus partes. 
Pero desde nuestro punto de vista no era difícil reconocer que la globalización, aun en sus dimensiones más envolventes y arrebatadoras, no era para nada global: que estaba, sí, rediseñando el mundo entero pero, según decía Marco Revelli, como en manchas de leopardo; que entre las zonas claras y las oscuras se distinguían siempre más netas e infranqueables las fronteras de la exclusión y de la marginación; que los propios procesos globalizantes tendían a multiplicar, o también simplemente a revelar abismales desigualdades entre los seres humanos y entre las poblaciones humanas; y, finalmente, que dicha revelación con frecuencia contribuía a la exasperación de las “diferencias”, reales o supuestas, percibidas como culturales, fomentando un caleidoscopio de prejuicios recíprocos, en muchos casos hábilmente manipulados. 
Cosa muy diferente a la civitas maxima: ante nuestros ojos la globalización aparecía como una especie de competidor desleal, antipático y arrogante, capaz de suscitar y hacer confluir enormes energías hacia la construcción de un mundo no sólo muy distinto, sino totalmente incompatible con aquel perfilado por el universalismo cosmopolita.
Posteriormente, luego del 11 de septiembre de 2001, algunos estudiosos han hablado del comienzo de una segunda fase de la globalización; hay incluso quien sostiene que ya hemos entrado en una época de “post-globalización”, por la difusión de un régimen de control que sujeta, filtra y refrena los intercambios y los desplazamientos planetarios de cosas, personas, informaciones. 
Pero lo más relevante, a nuestro juicio, es que después de aquella fatídica fecha hicieron su aparición (y lamentablemente siguieron reapareciendo) otros rostros de la globalización, otras formas tendenciales de unificación o uniformación de la vida planetaria: por una lado, la globalización del miedo, o mejor (más bien, peor), del terror, activo y pasivo; por otro lado, la globalización de la guerra, una guerra que en las intenciones de quien la desencadenó carece de límites de tiempo y de espacio. Frente a esta globalización, pierde todo sentido ponerse a medir la distancia creciente entre los ideales y la cruda materia: no hay más que constatar -recurriendo a otra imagen de Bobbio- que la utopía ha sido puesta de cabeza. 
Me refiero justo a la utopía universalista, cosmopolita, aquella que hace sesenta años había inspirado, por lo menos como idea regulativa, la Carta de la ONU. Debemos tratar de entender cómo y por qué (también) esta utopía ha sido invertida, y si es todavía posible volver a enderezarla.

II
Extraño destino tuvieron las cuatro libertades de Roosevelt, la libertad de palabra y de creencia, la libertad ante el terror y frente a la necesidad, reconocidas como principios inspiradores de la Declaración universal de los derechos del hombre de 1948, es más, explícitamente indicadas en el Preámbulo de aquel texto como único fundamento posible de la paz en el mundo, y recién propuestas de nuevo, en marzo de 2005, por el secretario general de la ONU. Fueron presentadas por Roosevelt en 1941 como un programa político; si Kofi Annan siente la necesidad de volver a presentarlas ahora, eso quiere decir que aquel programa fracasó. 
Después de sesenta años, no sólo no nos encontramos libres, sino por el contrario (de nuevo) presos por el terror. Envueltos, en el plano personal, psicológico, por la sensación de una vulnerabilidad sin límites: un sentimiento sutil, removido durante el quehacer cotidiano de la superficie de la conciencia y avivado con sobresaltos continuos por ondas de choque más o menos alejadas o cercanas. Atrapados, en el plano colectivo, por la necesidad de enfrentar las acciones del terror, lamentablemente eficaces aun en el sentido de que logran condicionar todo programa político. Y después de sesenta años la guerra, proscrita por la Carta de la ONU y la Declaración universal de los derechos, volvió a imponerse, en la realidad y en la conciencia difusa, como la condición normal de la política internacional. 
Peor aún: la idea noble de garantizar la paz a través de los derechos humanos, la libertad y la democracia, ha sido trastocada en la idea perversa de instaurar la democracia, la libertad y los derechos a través de la guerra.
Cuando Roosevelt usaba aquella fórmula, freedom from fear, no aludía ciertamente al terrorismo tal como lo entendemos hoy. Pero: ¿cómo lo entendemos? Cuando hablamos de terrorismo, y lo hacemos continuamente, ¿estamos seguros de referirnos a una noción unívoca y sustancialmente compartida? ¿Qué es el terrorismo? ¿En qué consiste? ¿Y cómo se distingue del no-terrorismo? ¿Acaso no es verdad que la guerra, vista ex parte civium, de la parte de quien la padece, “aterra” tanto como y más que el terrorismo? ¿Y el poder constituido acaso no ha “aterrorizado” en muchas épocas tanto como y más que el contra-poder? Las dificultades de una definición rigurosa de terrorismo son conocidas. No quiero ahora entrar en el fondo de la cuestión. 
Me limito a sugerir que en los discursos corrientes, pero también en aquellos de los especialistas, se sobreponen y se confunden dos usos: en el primero, “terrorismo” indica un tipo de acto; en el segundo, por extensión, designa un tipo de sujeto, identificado por una clase determinada de estrategias y fines. Pero el sujeto al que implícitamente hacemos referencia cuando hoy hablamos de terrorismo internacional, o transnacional o global, es muy difícil de identificar como tal, como sujeto, porque -se dice- es policéfalo y/o reticular. 
Su principium individuationis es, de manera predominante o casi exclusiva, virtual: fruto de la identificación de una pluralidad de sujetos individuales y colectivos con símbolos identitarios comunes. El más poderoso de los cuales, si no el único, es hoy el Islam. Bandera usurpada, dicen los más. Y es sin duda cierto. No obstante ello, es reivindicada con éxito no decreciente. Eficaz, también en virtud de la cruda claridad con la cual se define a sí mismo definiendo por oposición al Otro, al Enemigo: que es Occidente, representado como síntesis indisociable y coherente de impiedad y democracia, mercado salvaje e igualdad en los derechos, globalización y universalismo. 
A mi juicio, el mayor éxito del terrorismo como sujeto con identidad virtual es el de haber provocado, por reacción, el (¿re?)nacimiento en la vertiente opuesta de un sujeto con identidad virtual igual y contraria, también ella artificiosa y/o usurpada (falaz...*) y sin embargo eficaz, incluso porque el sujeto no virtual que pretende encarnarla es poderosísimo: Occidente que hace la “guerra al terrorismo”, devastando los países de mayoría musulmana. 
Ofreciendo, además, en tal modo al terrorismo de matriz islámica un argumento formidable para afirmar frente al mundo musulmán que el enemigo, aquel enemigo, existe, y es en verdad como lo describen los terroristas. Así, envuelto por una espesa niebla de prejuicios, estalla el choque de (in)civilizaciones, vivido por ambas partes como “lucha del bien contra el mal” y sustentado por ambas en la convicción de que “Dios está con nosotros”. La que es la divisa del fanatismo.

III
El título, Los desequilibrios del terror, remite, por antítesis, a la fórmula política que rigió el gobierno bipolar del mundo en la segunda mitad del siglo breve: el equilibrio del terror. Pero cuando aquella época de la historia concluyó, cuando -en 1989 o en 1991- terminó el equilibrio del terror, ¿qué era lo que en realidad terminó? Creíamos que el terror: muchos creímos que finalmente hubieran sido creadas las condiciones, o las premisas, para construir otra paz, una paz perdurable ya no fundada en el terror de la destrucción recíproca, del holocausto nuclear. Por el contrario, había acabado no el terror, sino el equilibrio. 
Toda forma de equilibrio necesita de la existencia de por lo menos dos elementos que se contrapesen. Si un elemento pierde peso, o cae, el sistema se desequilibra. Para describir el nuevo sistema, hoy usamos expresiones gramaticalmente incorrectas o lógicamente extrañas, como “unipolarismo”. Un sistema desequilibrado. Y el desequilibrio no puede no tener consecuencias, no provocar descompensaciones y reacciones. No quiero, por cierto, sugerir implicaciones directas o demasiado lineares, sino únicamente invitar a la reflexión sobre el dato de facto de que, caído el equilibrio, volvió a presentarse bajo otra forma el terror, y ha vuelto la guerra (aquella verdadera, aquella “caliente”).
Los desequilibrios del terror a los que alude el título podrían distinguirse en dos especies: aquellos generados por el terrorismo (sus efectos) y aquellos que generan el terrorismo (sus causas). Entre los primeros, se pueden contar los disensos a veces ásperos que han dividido los países occidentales en torno a la estrategia general para contrastar el terrorismo transnacional; pero también la fractura que se ha revelado evidente y profunda entre el pacifismo difuso en la opinión pública mundial -baste recordar la manifestación planetaria del 15 de febrero de 2003- y el belicismo de tantos gobiernos; y aun la introducción en los ordenamientos de muchos Estados occidentales de limitaciones o verdaderas lesiones a los derechos fundamentales, justificadas como medidas de emergencia y luego convertidas, por lo menos en parte, en leyes permanentes, contradiciendo flagrantemente los principios de la civilización jurídica y política que se pretende defender de ese modo. 
Entre los segundos, a saber, los desequilibrios identificables como potenciales causas del terrorismo global, no dudo en incluir aquellos inducidos o multiplicados por la globalización; pero también algunos fenómenos que se remontan muy atrás en el tiempo, a su vez efectos del largo periodo de colonización y descolonización, como el nacimiento y el desarrollo de muchas corrientes del islamismo radical y fundamentalista. A mi juicio, el desequilibrio decisivo es el abismo global, y lamentablemente creciente, entre riqueza y pobreza. 
Nuevamente, no es mi intención sugerir implicaciones directas. Es obvio que la pobreza, la desigualdad, por sí mismas no producen ni terroristas ni fundamentalistas. Pero si bien el terrorismo no nace de la pobreza, los sentimientos acumulados de frustración y privación, absoluta y relativa, de amplios estratos sociales, en determinados contextos históricos y culturales, pueden ser canalizados hacia el apoyo e incluso la participación activa en las redes del terror. De las desdichadas fortunas del terrorismo, ciertos fundamentalismos son causa eficiente, pero la causa sustancial, estoy convencido de ello, es la desigualdad. Los mil rostros de la desigualdad global son, en última instancia, los desequilibrios del terror.
Hay, además, otra causa que contribuye a aquellos aciagos destinos, o que por lo menos no frena su crecimiento, y consiste justo en la así llamada “defensa preventiva” conducida por Occidente -o más bien, por quien pretende representarlo- para enfrentar el terrorismo. El concepto mismo de defensa preventiva es de por sí ambiguo y resbaloso. ¿Cuál defensa, cuál prevención? ¿Frente a qué? ¿En contra de quién? En el caso de la respuesta a atentados terroristas, por más espantoso que sea su alcance y su gravedad, es ante todo discutible que la defensa preventiva pueda o deba consistir en la guerra. 
¿Es lícito defenderse del terrorismo con los bombardeos? ¿Cómo juzgaríamos, por ejemplo, la decisión de combatir a la mafia bombardeando una ciudad o una región en la cual ésta hubiera puesto raíces, eventualmente incluso con la protección y la connivencia de la clase política local? Y ¿es sensato reaccionar con la guerra a atentados terroristas para prevenir otros? En primer lugar, la misma expresión “guerra al terrorismo” puede, cuando mucho, tener un significado metafórico, precisamente como “guerra a la mafia”; entendidas en sentido no metafórico, estas fórmulas son absurdas. 
El terrorismo no es un sujeto contra el cual sea lógica y materialmente posible hacer una guerra. De hecho, las dos empresas bélicas desencadenadas hasta el momento bajo el emblema absurdo de la “guerra al terrorismo” han sido conducidas, y no podía ser de otro modo, en contra de Estados y regímenes políticos, Afganistán de los talibanes e Irak de Saddam, acusados con o sin fundamento de corresponsabilidad con las organizaciones del terror (sabemos que en el caso de Irak aquel fundamento era del todo inexistente). En segundo lugar, y como consecuencia, el terrorismo no puede ser “derrotado” en el mismo sentido en el que decimos que es posible derrotar un Estado o un régimen. 
Tampoco la derrota de un cierto Estado o régimen consigue de por sí la “derrota” del terrorismo: incluso si una central del terror se hubiera instalado en el territorio de un Estado, cuando éste fuera derrotado con una guerra, la organización terrorista puede emigrar a otro lugar, o si es desmembrada puede regenerar por doquier otros organismos a partir de las cepas sobrevivientes -como sucede a ciertas especies animales-. 
En tercer lugar, y todavía más, con las devastaciones y las masacres indiscriminadas provocadas por las guerras de “defensa preventiva” se crean las condiciones más favorables a las organizaciones del terror, ramificadas ya en distintas partes del globo, para ganar siempre nuevos prosélitos para su causa, a este o aquel credo fundamentalista, para la “guerra santa” contra Occidente, y al derrocamiento de algunos regímenes considerados “conniventes” con el Enemigo. Por lo menos después de Irak, debería resultar evidente a cualquiera que una defensa preventiva semejante no previene absolutamente nada: lejos de extirpar el terrorismo, lo alimenta. 
En suma: la guerra como forma de defensa preventiva contra el terrorismo es irracional en todos los sentidos. Por ende, o quien la sostiene es un insensato, porque se sirve de un medio inadecuado para el fin declarado, o aquel medio sirve en realidad para otro objetivo no declarado. La defensa preventiva es una figura retórica a la que siempre se ha recurrido para procurar la legitimación de guerras ofensivas.
En todo caso, un uso sobrio de la razón enseña que ni la “guerra contra Occidente” ni la “guerra al terrorismo” son propiamente guerras. El terrorismo no está haciendo una guerra; Occidente (o más bien, quien pretende representarlo con las armas) está haciendo guerra, pero no al terrorismo. Como consecuencia, ninguna de estas dos no-guerras puede ser ganada. Hay, sin embargo, perdedores: las víctimas cuantiosas, ante todo; pero también todos nosotros, en modos diversos y más o menos directos, y el mundo que corre el riesgo de deslizarse hacia una nueva deshumanización. 

IV
Es de particular importancia extender la discusión de los estudiosos europeos (de la “vieja Europa”...) con los intelectuales provenientes de lo que ha sido llamado el “tercer Occidente”, América Latina. La pregunta sobrentendida es: ¿cómo es visto el terror global ahí donde no hay terrorismo, la guerra global donde no hay guerra? Una prueba ulterior de la paradoja de la globalización. Sin embargo, en la era global, los efectos -no sólo los ecos- de los fenómenos globales llegan también donde no los hay. Antes esto no sucedía: en su autobiografía, Gabriel García Márquez cuenta que en las conversaciones con sus coetáneos, cuando era joven, sucedía a veces que se hiciera alguna mención fugaz de la “guerra europea”. Era la Segunda Guerra Mundial.
En la multiplicidad de sus voces, ojala sea factible demostrar que es posible y oportuno, en un campo enturbiado por tantos prejuicios escleróticos, un ejercicio colectivo de sobrio iluminismo, sustentado por una preocupación civil y moral. 

No hay comentarios: