JOSÉ MIGUEL INSULZA
El problema de la desigualdad económica y social ha adquirido importancia últimamente al ocupar las primeras planas de los periódicos y al ser tema de numerosas campañas políticas.
La desigualdad es algo bien conocido en América Latina y el Caribe, pues durante mucho tiempo ha sido una de las regiones donde se observan las mayores disparidades económicas. Aunque en cierta medida hemos logrado reducir los índices de pobreza en años recientes -a pesar de la crisis económica-, la brecha entre ricos y pobres es difícil de ignorar. Este no es sólo un problema económico o político, sino que es una amenaza para la estabilidad y la seguridad de la región. Las arraigadas disparidades hacen que nuestras sociedades estén más polarizadas y sean conflictivas, lo que en última instancia resta fuerza a la democracia.
Una vez más la pobreza y la desigualdad serán los temas que abordarán los jefes de Estado y de gobierno del continente cuando se reúnan en Cartagena, Colombia, en abril próximo, para la Sexta Cumbre de las Américas. Los líderes de la región tomarán en cuenta lo que ha funcionado y considerarán las medidas adicionales que puede tomar la región para aprovechar las tendencias positivas y ampliar las oportunidades para todos, no sólo para unos cuantos privilegiados.
Vale la pena señalar que la región se ha anotado algunos éxitos notables. El año pasado, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de Naciones Unidas informó que los índices de pobreza e indigencia en la región cayeron a sus niveles más bajos en 20 años. Entre 1990 y 2010, los índices de pobreza en América Latina pasaron de 48.4% a 31.4%, mientras que la pobreza extrema pasó de 22.6% a 12.3%.
Sin embargo, en una región tan desarrollada como América Latina no es aceptable que casi un tercio de la población -unos 174 millones de personas- todavía vivan en la pobreza. En años recientes, en su afán por cumplir los Objetivos de Desarrollo del Milenio, muchos países han estado considerando seriamente nuevas formas para atacar este problema. Una de esas formas ha sido instituir programas de transferencias de efectivo "condicionales" como incentivo a las medidas que pueden contribuir a futuros éxitos. Por ejemplo, una familia podría recibir un incentivo financiero cuando uno de los hijos asista a la escuela con regularidad o cuando uno de los padres reciba una capacitación vocacional.
Dos de los ejemplos más conocidos son los programas Bolsa Família, de Brasil, y Oportunidades, de México. En un reciente informe de Naciones Unidas se dice que estos y otros programas similares no sólo han ayudado a bajar los índices de pobreza sino que también han contribuido a una modesta mejora en el índice de desigualdad.
Después de la Quinta Cumbre de las Américas en 2009, la OEA creó la Red Interamericana de Protección Social en la que los países pueden intercambiar sus experiencias en la promoción de un acceso más equitativo a los alimentos, la atención de la salud, la educación, la vivienda y el empleo. En un ejemplo de colaboración, los representantes de organismos de desarrollo social de siete países del Caribe trabajaron con sus homólogos de Chile para estudiar las estrategias que han tenido éxito en ese país sudamericano y que podrían adaptarse a sus propias necesidades y circunstancias.
Si bien es importante reforzar la red de seguridad para los más necesitados y sentar las bases para ayudar a la gente a salir de la pobreza, es preciso también atender el problema de la disparidad económica. Prueba de ello son las públicas manifestaciones de resentimiento y descontento que hemos visto últimamente en las Américas, desde Estados Unidos, con los plantones en Wall Street, hasta las multitudinarias protestas estudiantiles en Chile.
Es de todos sabido que América Latina tiene el mayor índice de desigualdad en ingresos en el mundo pues la riqueza se concentra principalmente en manos de un pequeño segmento de la población. Esto simplemente no es compatible con los ideales democráticos de igualdad y el bien común. Pasamos por alto este problema por nuestra cuenta y riesgo. Para que los ciudadanos se comprometan plenamente con la democracia necesitan estar convencidos de que existe realmente la posibilidad de mejorar sus propias vidas y tener esperanza en el futuro. Asimismo precisan sentir que son parte de un esfuerzo común por el bien general, no sólo el de unos cuantos privilegiados.
En la Carta Democrática Interamericana, aprobada por los Estados Miembros de la OEA en 2001, se afirma que la democracia y el desarrollo económico y social van de la mano. Se requieren profundas reformas estructurales en los códigos tributarios, en las leyes laborales y en las políticas sociales para cerrar la brecha de la desigualdad. Queda claro que no es posible encontrar una solución en un par de días, pero cuando los líderes de la región se reúnan en Cartagena, aprovecharán la oportunidad para promover el diálogo y renovar su compromiso para promover una prosperidad compartida, incluido el fomento de la participación de la mujer, el aumento en el número de oportunidades de trabajo para los jóvenes, la inversión en la educación preescolar, el fortalecimiento del espíritu emprendedor y la ampliación del acceso a la tecnología. En última instancia, esto significa cerrar la brecha de la credibilidad e invertir en el futuro de la democracia.
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