JOSÉ WOLDENBERG
Me parece curioso. Pereira era el encargado y único colaborador de la página cultural del periódico vespertino Lisboa. Viudo, sin hijos, gordo, católico, era además un hombre previsor. Cuando conoce a Monteiro Rossi, le propone que se haga cargo de las glorificaciones póstumas de los escritores sobresalientes. Le dice: "sencillamente porque en un periódico hay que escribir los elogios fúnebres de los escritores o una necrológica cada vez que muere un escritor importante, y las necrológicas no se pueden improvisar de un día para otro, hay que tenerlas ya preparadas, y yo estoy buscando a alguien que escriba necrológicas anticipadas para los grandes escritores de nuestra época, imagínese usted, si mañana se muriera Mauriac...". (Antonio Tabucchi. Sostiene Pereira. Anagrama. España. 1995).
Quien eso escribió hoy es sujeto de no pocas notas necrológicas. Y con razón. Algunas es probable que hayan sido, como sugería Pereira, escritas con antelación, otras repiten lo que aparece en las múltiples páginas de internet y muchas más han sido hilvanadas al calor de la muerte del escritor italiano.
Pero hay que recordar que cuando Monteiro Rossi le entrega su primera nota, sobre la muerte/asesinato de García Lorca, el propio Pereira le ofrece una lección de lo que deben ser ese tipo de materiales: "...de un escritor no debe usted decir cómo ha muerto, en qué circunstancias o por qué, debe decir simplemente que ha muerto y después debe usted hablar de su obra, de sus novelas y de sus poesías, escribiendo una necrológica, claro está, pero en el fondo se debe escribir una crítica, un retrato del hombre y de su obra...".
No paso por alto que esas indicaciones de Pereira están teñidas del miedo a publicar notas políticamente incorrectas a los ojos de la dictadura salazarista en el año 1938, pero vienen a cuento porque no ha faltado quien se detenga en el cáncer que condujo a Tabucchi a la tumba, lo elogie por sus críticas a Berlusconi o porque "sonó en diversas ocasiones para ser candidato al Premio Nobel de Literatura".
Pereira, el personaje que aconseja sobre los homenajes póstumos, es un hombre apacible, solitario, trabajador. Vive en el pasado, en la lectura y la escritura, porque no es capaz de vislumbrar un futuro distinto. Añora a su esposa muerta y habla con su retrato. Está dedicado a su oficio de periodista, pero ahora, viejo, ya no hace crónicas de actualidad, sino escribe sobre literatura. Ama a la literatura y a sus autores quizá porque un día escuchó de un tío decir que "la filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad". No le gustan las personas fanáticas, porque "el mundo está lleno de fanáticos". Sabe en dónde vive y conoce los límites con los que se topa su labor: "su artículo es impublicable" es la fórmula sintética que utiliza para hacerle saber a Monteiro Rossi que ha transgredido la frontera imaginada de lo que se puede publicar bajo el manto de una dictadura. Es un periodista que pregunta al mesero amigo por lo qué sucede en el mundo, especialmente sobre el transcurso de la guerra civil española, porque a los diarios portugueses no se les puede creer. "Por los periódicos no se sabe nunca nada".
El escenario en el que se mueve Pereira es el de los años negros del ascenso del fascismo. En Italia, Mussolini; en Alemania, Hitler; en Portugal, Salazar y en España se asoma ya el triunfo de Franco. Observa afligido e impotente la agresión a una carnicería judía; los abusos de la policía política, el reinado de un estado autoritario. Lo exaspera el encuentro con un viejo amigo que resignado pontifica: "nosotros somos gente del Sur, Pereira, y obedecemos a quien grita más, a quien manda... nosotros siempre hemos tenido necesidad de un jefe, todavía hoy necesitamos un jefe".
Es el contacto con dos jóvenes resistentes -Monteiro Rossi y una guapa muchacha- con los que sin querer queriendo entabla una relación, lo que sacará su rutinaria vida del carril previsto. Los jóvenes creen y actúan como si estuvieran escribiendo la historia, mientras Pereira piensa que "a esa bestia no se le puede domesticar"; pero aún así, atraído por ambos, les empieza a ayudar. Y el desenlace hará aparecer a otro Pereira, al hombre que estaba en él, en condición latente, al parecer agazapado esperando la oportunidad no sólo para tomar partido, sino para revelarse y develar el carácter persecutor y criminal del régimen.
Pereira es el que habla, el que cuenta, el que reconstruye la historia. Y alguien transcribe, "sostiene Pereira". ¿Se trata de una declaración ministerial? ¿O acaso de la confesión ante un cura? O Tabucchi juega y ¿es un relato después de la muerte? A lo largo de la historia esa fórmula sirve para inyectarle tensión a la novela, una especie de thriller de nuevo cuño. No importa que al final esas preguntas queden en el aire, porque hemos leído "un libro serio, ético" como pensaba Pereira que eran los de Bernanos.
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