CIRO MURAYAMA RENDÓN
El 9 de febrero de este año se publicó el decreto por el que se reforman los artículos 3º y 31 de la Constitución para hacer obligatoria la educación media superior. La reforma constitucional incluyó artículos transitorios que establecían:1) que la obligatoriedad del Estado de garantizar la educación media superior se realizará de forma gradual y creciente a partir del ciclo 2012-2013 para lograr la cobertura total en 2021-2022; 2) que en los 180 días siguientes a la entrada en vigor del decreto, el Congreso de la Unión y las legislaturas de los estados deberían adecuar las normas aplicables en la materia y, 3) que en los presupuestos federal, de las entidades federativas y los municipios se incluirán los recursos necesarios para dar cumplimiento a la obligatoriedad, y que se implementarán presupuestos plurianuales para asegurar una mayor inversión en infraestructura en el bachillerato.
Ayer se vencieron los 180 días de vigencia del decreto. El Congreso de la Unión hizo una simple modificación al artículo 9º de la Ley General de Educación para decir que el Estado promoverá y atenderá la “educación media superior y superior”, mientras que en los congresos locales predomina el franco incumplimiento en la reforma a la ley de educación respectiva. En unos días inicia el ciclo escolar 2012-2013 sin que las autoridades educativas hayan explicado qué medidas han tomado para incrementar la oferta pública de educación media superior. Y veremos si en los criterios generales de política económica, a presentarse el mes próximo, se incluyen la ampliación de recursos y los presupuestos plurianuales.
Llevar el bachillerato universal del papel a la realidad requiere de una sólida estrategia de política pública que, entre otras cosas, contenga estimaciones expresas a escala nacional y por entidad de las necesidades presupuestales, del número de escuelas a construir, de maestros a formar y contratar, así como metas anuales de ampliación de la matrícula.
En este país ya es más fácil reformar la Constitución que contar con un buen ejercicio de planeación, programación y presupuestación. Los legisladores prometieron un derecho a los jóvenes, pero no se preguntaron qué esfuerzo de gasto habría que hacer ni se preocuparon por definir de dónde se obtendrían los recursos adicionales.
Los datos dan cuenta de nuestro rezago en la materia: el V Informe de Gobierno del Presidente Calderón reveló que en el ciclo 2011-2012 había 4.3 millones de alumnos en bachillerato, pero la población en edad de cursar esos estudios, de acuerdo a los datos del último censo, alcanzaría los 8.7 millones de jóvenes, por lo que la cobertura es inferior al 50%.
Además el 17% de los alumnos de bachillerato va a escuelas privadas, el doble que en primaria y secundaria (donde los de escuelas particulares son el 8%), lo que indica una insuficiente oferta de educación media superior pública que favorece al sector privado. De seguir las cosas como están, con escasez de lugares en los bachilleratos públicos y con padres que ahora tienen la obligación de enviar a sus hijos a la educación media superior, la reforma constitucional puede acabar sirviendo como un mecanismo de canalización de demanda a las prepas privadas.
En lo que va del siglo el gasto público por alumno en la educación media superior ha descendido (crece más el número de alumnos que el presupuesto), hay una enorme disparidad regional en el acceso a estos estudios (75% en el DF y 36% en Michoacán), y es el nivel con mayores índices de reprobación y deserción, por lo que se ha convertido en un canal de expulsión del sistema educativo de decenas de miles de jóvenes al año.
La demografía, la inseguridad pública, la ética y hasta la Constitución exigen una auténtica política de Estado para la incorporación masiva de los jóvenes a la educación media superior, pero los responsables del Estado –léase el conjunto de los partidos políticos- parecen no saber atender otra agenda que la propia.
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