OLGA PELLICER
La última semana de julio tuvo lugar un hecho muy desalentador. Las negociaciones para aprobar un Tratado sobre Comercio y Transferencia de Armas, que se llevaban a cabo en las Naciones Unidas en Nueva York, terminaron en un fracaso. Cuando parecía estar a punto de aprobarse un texto por consenso, la delegación de Estados Unidos anunció que se retiraba de las negociaciones; rápidamente lo secundaron otros grandes exportadores e importadores de armas, como Rusia, China, India.
El fracaso de la reunión en Nueva York deja un mensaje muy claro. No hay condiciones para restringir, mediante un acuerdo de alcance universal, la venta indiscriminada de armas. La vía está libre para que prosiga la venta de las mismas y crezcan el armamentismo y la violencia a lo largo del mundo.
El tratado que se estaba negociando tenía objetivos muy acotados. No se trataba de restringir en lo general, ni de buscar el debilitamiento de la industria militar. Se trataba de establecer criterios para que los Estados miembros suspendan la transferencia de armas cuando éstas contribuyen a la violación de derechos humanos, alienten actos de genocidio o estén destinadas a satisfacer la demanda de grupos terroristas u organizaciones del crimen organizado. Esto último es particularmente sensible para México; de allí el papel tan destacado que tuvieron los diplomáticos mexicanos a lo largo de las negociaciones.
Hay muchos motivos de procedimiento y de fondo que contribuyen a explicar el fracaso de las negociaciones. Entre los primeros se encuentra el haber trabajado bajo la regla del consenso, lo cual concedía a cualquier país la posibilidad de ejercer un veto. La necesidad de buscar ese consenso obligó a ir haciendo concesiones que, en opinión de varios analistas, llevaron a un texto tan débil que casi era mejor no aprobarlo. Aún así, el veto se ejerció.
Otros motivos tuvieron que ver con los tiempos políticos. Las negociaciones coincidieron con la campaña electoral en Estados Unidos, lo cual limitó la disposición inicial del presidente Obama de enfrentar las reacciones de quienes se oponían fuertemente al tratado, tanto dentro de su propio partido como en el de los republicanos.
En realidad, las causas para rechazar la reglamentación del comercio de armas son muy profundas y se derivan de cuestiones económicas, políticas e ideológicas. No puede pasar inadvertido el gran peso de la industria militar cuyas transacciones involucran más de 60 mil millones de dólares al año. Dicha industria está asentada, principalmente, en Estados Unidos, Rusia, y, en menor grado, China, Alemania, Reino Unido y Francia.
A su vez, el gusto por la posesión de armas tiene justificaciones fuertemente enraizadas entre las élites y el imaginario popular de varios países. Es algo que se advierte muy claramente en Estados Unidos. Allí domina el rechazo a cualquier regulación a la venta o posesión de armas porque, según ellos, tal regulación pone en peligro libertades fundamentales consagradas en la Constitución a través de la famosa Segunda Enmienda. En nombre de dicha enmienda se han gestado asociaciones extremas y poderosas, como la Asociación Nacional del Rifle, cuyo papel en el financiamiento y, por lo tanto, el triunfo de candidatos para integrarse o permanecer en las filas del Congreso es muy conocido
Aunque los objetivos del tratado poco tenían que ver con limitar la disposición interna de armas, la simple mención a una regulación de su comercio fue suficiente para que las cámaras de televisión de la cadena ultraconservadora Fox estuviesen estacionadas frente a Naciones Unidas a lo largo de las negociaciones. Inútil señalar que sus analistas subrayaban constantemente el peligro de que dicho tratado violara los derechos constitucionales de una ciudadanía deseosa de proteger sus libertades en materia de armas.
Por el lado de los países importadores, encontramos una viva justificación a la adquisición de armas por motivos de legítima defensa, protección del territorio y búsqueda de equilibrio militar en regiones que, de otra manera, serían sumamente inestables. Por ello, algunas delegaciones sostuvieron que se corría el peligro de restringir, en nombre de cuestiones humanitarias, el derecho a tener acceso al armamento indispensable para garantizar la independencia de sus países.
Lo anterior no significa que el rechazo a las restricciones establecidas en el borrado final del tratado fuese generalizado. Por el contrario, más de 90 países compartían la voluntad de prohibir la venta y transferencia de armas en los casos específicos a que nos hemos referido anteriormente. Entre ellos se encontraban conocidos exportadores como Alemania, Reino Unidos y Francia.
En otras palabras, hay un ámbito acotado, pero no por ello de poca importancia, en el que es posible seguir avanzando hacia la firma del tratado, aunque tomando conciencia de que países como Estados Unidos, Rusia, China, India, Paquistán, Cuba, Venezuela y otros no lo firmarán.
La pregunta ahora es qué conviene hacer en el futuro. Para países como México, una de las voces más firmes en las negociaciones, el tema no es trivial: ¿Se llevará el asunto a la Asamblea General de la ONU para que se convoque a una conferencia y allí sea aprobado por mayoría? ¿Vale la pena dar la batalla por un documento débil y que no será universal?
La respuesta es afirmativa. Al igual que otros documentos internacionales tendrá la fuerza de establecer un “deber ser”. Su papel no es detener el armamentismo. Su papel es ayudar a tomar conciencia de los miles que mueren anualmente como resultado de la venta irresponsable de armas. Restringir esa irresponsabilidad, para aquellos dispuestos a hacerlo, ya es un avance, aunque por lo pronto parezca muy incipiente.
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