El peso que se ha ejercido durante la vida del creyente se prolonga en la promesa de la vida eterna, pero también en la forma en que ha de morir.
Uno de los aspectos más crueles y perversos de las religiones institucionalizadas es la tiranía que se ejerce más allá de la muerte. En la mayor parte de los credos y en todos los que disponen de una jerarquía o de prácticas institucionales, el peso que se ha ejercido durante la vida del creyente se prolonga en la promesa de la vida eterna, pero también en la forma en que ha de morir y en la manera en que ha de ser dispuesto su cuerpo y hasta cómo sus familiares y amigos habrán de vivir el duelo y el tiempo posterior a la partida.
Temas como la eutanasia, activa o pasiva, el suicidio y las uniones mixtas, en cuanto a religiones se refiere, son tabúes todavía para muchas instituciones eclesiásticas y bajo el argumento de que Dios es dueño de la vida y no cada uno de la suya, en nuestro tiempo sigue ocurriendo el fenómeno de una extraña tiranía sobre uno de los momentos más íntimos que, además, es indefectible para todo ser humano. La muerte es una experiencia íntima en sumo grado porque es intransmisible en su manifestación y en su sufrimiento, temida o esperada y aun deseada, concluye la saga de la existencia y, aunque para cualquier sentido común pareciera evidente que nadie debería tener injerencia en ella, pesan sobre el momento y las horas subsecuentes tensiones que hieren y ofenden a quienes sobreviven al que ha partido. Jaime Sabines lo expresaba con una dulce tensión en su Recado a Rosario Castellanos: “¡Cómo duele, te digo, que te traigan, te pongan, te coloquen, te manejen, te lleven de honra en honra funerarias!”
La literatura universal está llena de ejemplos de cómo las familias han de sufrir por la forma de morir de algún ser querido; es patética y legendaria la prohibición de sepultar en tierra consagrada al suicida; casos donde el que ha fallecido es dispuesto en los linderos del cementerio o enterrado ya de pie o ya mirando hacia afuera del lugar de reposo. Esta tiranía puede ser llevada a extremos de corrupción que la convierten en un auténtico control social y político en las sociedades que no han dispuesto de remedios legales al respecto. La cuarta de las Leyes de Reforma impuso en México, desde mediados del siglo XIX, la exclusión de la Iglesia en los cementerios y camposantos. El próximo 31 de julio se habrán cumplido 150 años de la promulgación de la ley que “Declara que cesa toda intervención del clero en los cementerios y camposantos”.
Con respecto a esta ley pueden hacerse notar dos aspectos que resultaron de especial trascendencia en la historia de México. Por un lado, el compromiso total de la Reforma y de los liberales con la libertad absoluta del ciudadano; podemos decir que, con esta ley, la liberación de los individuos desde el nacimiento a la muerte cerró su ciclo. Esto es, por primera vez en la historia de nuestro país, el sujeto se convierte, en su integridad, en la posibilidad de ser concebido como un ciudadano bajo el imperio y la tutela de la ley, más allá de las simples creencias, los dogmas y los prejuicios; por el otro, la imposición de la noción del servicio público en aquellos aspectos que la Iglesia había considerado como gracias o como actos generosos de su parte.
En el primero de los sentidos, Juárez sabía que no podría ejercerse control real en aspectos tan importantes como fallecimientos e inhumaciones, si no podía controlarse tanto el servicio como los lugares para realizar estas últimas. Privando de ese poder a la Iglesia se lograría, finalmente, que la autoridad civil, la emanada de los ciudadanos, en un régimen de igualdad y libertad, regulara los actos que en vida de los sujetos producen consecuencias jurídicas; en el segundo, se había dado el paso definitivo que separa al súbdito del ciudadano; si para aquél todo es dado como una liberalidad del soberano, para éste todo es un derecho que se ejerce contra quien, en su representación y sólo para su servicio, ejerce el poder público.
A partir de ese momento histórico, ya no quedarán resquicios que pudieran convertirse en fuentes de chantaje o de dominio sobre los creyentes, pues es así como la ley estableció un nuevo principio de convivencia entre mexicanos, el principio que nos reconoce a todos como habitantes del territorio nacional, sujetos y tutelados por la ley, y los casos que ella misma establece como ciudadanos, todos con derecho a exigir de la autoridad los servicios para los que la hemos constituido.
Uno de los aspectos más crueles y perversos de las religiones institucionalizadas es la tiranía que se ejerce más allá de la muerte. En la mayor parte de los credos y en todos los que disponen de una jerarquía o de prácticas institucionales, el peso que se ha ejercido durante la vida del creyente se prolonga en la promesa de la vida eterna, pero también en la forma en que ha de morir y en la manera en que ha de ser dispuesto su cuerpo y hasta cómo sus familiares y amigos habrán de vivir el duelo y el tiempo posterior a la partida.
Temas como la eutanasia, activa o pasiva, el suicidio y las uniones mixtas, en cuanto a religiones se refiere, son tabúes todavía para muchas instituciones eclesiásticas y bajo el argumento de que Dios es dueño de la vida y no cada uno de la suya, en nuestro tiempo sigue ocurriendo el fenómeno de una extraña tiranía sobre uno de los momentos más íntimos que, además, es indefectible para todo ser humano. La muerte es una experiencia íntima en sumo grado porque es intransmisible en su manifestación y en su sufrimiento, temida o esperada y aun deseada, concluye la saga de la existencia y, aunque para cualquier sentido común pareciera evidente que nadie debería tener injerencia en ella, pesan sobre el momento y las horas subsecuentes tensiones que hieren y ofenden a quienes sobreviven al que ha partido. Jaime Sabines lo expresaba con una dulce tensión en su Recado a Rosario Castellanos: “¡Cómo duele, te digo, que te traigan, te pongan, te coloquen, te manejen, te lleven de honra en honra funerarias!”
La literatura universal está llena de ejemplos de cómo las familias han de sufrir por la forma de morir de algún ser querido; es patética y legendaria la prohibición de sepultar en tierra consagrada al suicida; casos donde el que ha fallecido es dispuesto en los linderos del cementerio o enterrado ya de pie o ya mirando hacia afuera del lugar de reposo. Esta tiranía puede ser llevada a extremos de corrupción que la convierten en un auténtico control social y político en las sociedades que no han dispuesto de remedios legales al respecto. La cuarta de las Leyes de Reforma impuso en México, desde mediados del siglo XIX, la exclusión de la Iglesia en los cementerios y camposantos. El próximo 31 de julio se habrán cumplido 150 años de la promulgación de la ley que “Declara que cesa toda intervención del clero en los cementerios y camposantos”.
Con respecto a esta ley pueden hacerse notar dos aspectos que resultaron de especial trascendencia en la historia de México. Por un lado, el compromiso total de la Reforma y de los liberales con la libertad absoluta del ciudadano; podemos decir que, con esta ley, la liberación de los individuos desde el nacimiento a la muerte cerró su ciclo. Esto es, por primera vez en la historia de nuestro país, el sujeto se convierte, en su integridad, en la posibilidad de ser concebido como un ciudadano bajo el imperio y la tutela de la ley, más allá de las simples creencias, los dogmas y los prejuicios; por el otro, la imposición de la noción del servicio público en aquellos aspectos que la Iglesia había considerado como gracias o como actos generosos de su parte.
En el primero de los sentidos, Juárez sabía que no podría ejercerse control real en aspectos tan importantes como fallecimientos e inhumaciones, si no podía controlarse tanto el servicio como los lugares para realizar estas últimas. Privando de ese poder a la Iglesia se lograría, finalmente, que la autoridad civil, la emanada de los ciudadanos, en un régimen de igualdad y libertad, regulara los actos que en vida de los sujetos producen consecuencias jurídicas; en el segundo, se había dado el paso definitivo que separa al súbdito del ciudadano; si para aquél todo es dado como una liberalidad del soberano, para éste todo es un derecho que se ejerce contra quien, en su representación y sólo para su servicio, ejerce el poder público.
A partir de ese momento histórico, ya no quedarán resquicios que pudieran convertirse en fuentes de chantaje o de dominio sobre los creyentes, pues es así como la ley estableció un nuevo principio de convivencia entre mexicanos, el principio que nos reconoce a todos como habitantes del territorio nacional, sujetos y tutelados por la ley, y los casos que ella misma establece como ciudadanos, todos con derecho a exigir de la autoridad los servicios para los que la hemos constituido.
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