Se percibe en el aire una cierta tensión entre los gobiernos de Estados Unidos y de México, que se muestra por el rechazo o por lo menos demora en expedir el beneplácito al nombramiento del embajador Carlos PascualDurante unas horas, menos de 24, el presidente Barack Obama estará en México hoy, y mañana volará a Puerto España, donde se efectuará la Cumbre de las Américas, el primer foro de este continente al que acudirá el todavía flamante huésped principal de la Casa Blanca, donde vive hace tres meses, que se cumplirán el lunes próximo. Aunque nada anormal se traslucirá en los encuentros que sostengan Obama y su anfitrión, vaga en el aire la sensación de que no camina a derechas la relación entre los dos mandatarios.Obama no será recibido por su propio embajador en nuestro país, como es usual que ocurra en las visitas de dignatarios extranjeros. Es que no hay todavía quien sustituya a Antonio O. Garza, el amigo de George W. Bush que representó a su país en el nuestro hasta hace unas semanas. Advertido de la anomalía diplomática de esa ausencia, el propio Garza se aventuró a protagonizar una suerte de suplencia: le escribió a Obama, y la hizo pública, una comunicación como la que debería haber suscrito quien está anunciado que lo reemplazará, Carlos Pascual. Pero éste no se halla en condición de hacerlo porque, al parecer, hay en el gobierno mexicano por lo menos reticencias a su designación, que se han traducido en un inusual retraso en la expedición del beneplácito correspondiente. Aunque el lunes trascendió en Washington que Pascual había sido ya aceptado por el gobierno de México, hasta el mediodía del miércoles no se había anunciado aquí, oficialmente, el placet de protocolo.La senadora Rosario Green, que fue secretaria de Relaciones Exteriores del último gobierno priista, dijo con ironía que confiaba en que el mensajero no fuera en sí mismo el mensaje. Se refirió así a la principal credencial atribuida a Pascual, como experto en situaciones de ingobernabilidad que conducen a fragilidades estatales, a un Estado fallido. Probablemente la misma percepción impera en la Cancillería por lo que se habría insinuado al Departamento de Estado la conveniencia de sustituir al embajador designado. Pero la respuesta habría sido negativa, ya que otras personas a las que se había invitado a representar a Estados Unidos en México declinaron ese honor. El caso más conspicuo es el de Federico Peña, el antiguo alcalde de Denver que fue secretario de Energía bajo el presidente Clinton. Nacido en Texas en una familia de ascendencia mexicana, residente él mismo en nuestro país cuando joven, Peña cubría con creces los requerimientos que el nuevo gobierno de Washington habría establecido para su embajador ante el vecino del sur. Pero Peña no quiso abandonar sus negocios.Imposibilitado por diversas razones para negar el beneplácito, lo más que ha podido hacer el gobierno mexicano es demorarlo para hacer elocuente el retraso. México no puede reaccionar ante Washington con la dureza con que lo ha hecho el Vaticano, que de un modo insolente se ha permitido rechazar ya a tres posibles embajadores, incluida Caroline Kennedy. La Santa Sede pretende que quien represente a Estados Unidos lo sea en realidad de la Iglesia Católica o del neoconservadurismo cristiano. No aceptó a la hija de Jacqueline Bouvier y John F. Kennedy por su actitud sobre el aborto, cuestión tan candente en Estados Unidos que ha hecho que se llame criminal al mismísimo Obama.La reticencia mexicana, que no se expresaría nunca con crudeza, fue alimentada también por el disgusto que causó al presidente Calderón el parangón que Obama estableció entre el mandatario mexicano y Elliot Ness, el agente del Tesoro norteamericano que alcanzó popularidad por su lucha contra las bandas criminales que florecieron gracias a la prohibición de alcohol en Estados Unidos. En tono adusto, Calderón dijo en Londres (donde se hallaba en visita de Estado, antes de la reunión del G-20) que se abstendría de comentarios al respecto. Aquí, algunos de sus colaboradores deploraron la comparación, aunque se hubiera hecho, como fue evidente en el contexto y en el tono, con la mejor intención posible. A sus sensibilidades exacerbadas (y clasistas) pareció ofensivo poner en el mismo plano al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de México y a un simple detective, por incorruptible que haya sido.Esa anécdota menor se anotó en el marco general de la guerra de percepciones sobre la situación mexicana que pareció atenuada por la amable visita de Hillary Clinton. Pero la actitud de la secretaria de Estado en su visita a México no fue universalmente aclamada en su país, donde se alzaron voces que lamentan su mea culpa, el reconocimiento de que el voraz mercado norteamericano de drogas es causa principal de la prosperidad de las bandas criminales que amenazan la seguridad de las dos naciones, con el añadido de admitir que el tráfico de armas, no contenido por el gobierno estadounidense, alimenta la violencia criminal adosada al negocio de los estupefacientes. Por si fuera poco, apenas se había ido la señora Clinton llegó a México su colega, la secretaria de Seguridad Interna, Janet Napolitano, cuyo talante dio nuevo aliento a las actitudes de quienes de aquel lado ven peligros crecientes en México.También se percibe la cierta tensión a que me refiero en la confección del programa que cumplirá Obama en las pocas horas de su visita mexicana. Aunque no haya embajador, es seguro que Leslie Bassett, la encargada de Negocios, haya puesto al tanto a su gobierno de la popularidad de Obama. Pero no podrá comprobarla el visitante, encapsulado como estará en su breve estadía.Cajón de SastreLa distancia entre el presidente de Estados Unidos y la gente común, a la que le hubiera gustado aclamarlo con entusiasmo semejante al que mostraron multitudes en los países europeos donde estuvo recientemente, se expresa de modo inocultable en el cerco de seguridad que ya desde la víspera ha cercenado una porción de Polanco a la vida normal de la Ciudad de México. Las extremas medidas de control y vigilancia, comprensiblemente necesarias, contrastan con el discreto círculo protector que suele tenderse en torno de otros visitantes de jerarquía formal semejante. El presidente Nicolas Sarkozy, que formalmente fue sólo un día huésped oficial del gobierno mexicano, se condujo con libertad de que no disfrutará Barack Obama, al que amplias porciones del público en general hubieran querido aplaudir.
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