lunes, 13 de abril de 2009

LA MÍSTICA DE LAS AFUERAS

CARLOS MONSIVAIS

¿Cuáles son los límites de la sacralidad en medios de intensa privación? Ni los siglos de cristianismo y de racionalismo, de guadalupanismo o de religión concebida como instrumento del decoro y garantía de la propiedad privada, ni el avance de la sociedad laica, requisito de la modernización, han evitado la explosión demográfica marginal: a lo largo del siglo millones de mexicanos (y su número se multiplica) han confiado en espíritus y curanderos, en todas las formas del milenio y en el tránsito hacia el milenio. Allí están, aunque no se les acepte, entregados a convicciones insospechadas, adheridos a grupos que son familias ampliadas, llenas de fervores proselitistas, representados nutridamente en los ambientes rurales y de marginación urbana (aunque también en otras clases haya muchos adeptos). Allí están, desdeñados y persistentes, los espiritistas, los espiritualistas trinitarios marianos, los seguidores de iluminados y brujos.
En México y en América Latina se extiende el universo de mitos, rituales, centros sagrados, emociones carentes de frenos sociales, peregrinaciones anuales, prácticas especialísimas, relatos maravillosos, santorales al margen del santoral, personajes carismáticos. A esta nación del milenarismo y la religiosidad popular se le aísla o desdeña por “primitiva y supersticiosa”, regalándosele las prerrogativas de la “religiosidad-como-Dios-manda”. Y sin embargo, persiste.
La crítica y el desdén de la nación visible no eliminan costumbres y convicciones de la nación marginal. Al respecto, hay una explicación que no ha perdido vigencia pese a los esfuerzos de teólogos de la liberación, historiadores y sociólogos: la religiosidad popular es la incapacidad de asimilar plenamente (en toda su complejidad) el dogma, es la aprehensión del fenómeno de la creencia a través de ritos y símbolos, y de la experiencia de una fe memorizada y heredada. Y por ser al mismo tiempo tan profunda (lo único que se tiene) y tan externa (lo que decora las conciencias porque nunca hay oportunidad de otra cosa), esa fe está siempre en el límite del dogma mal aprendido y la superstición adoptada con entusiasmo.
Esta es la explicación, pero los partidarios de las otras devociones no se dan por enterados. Para quienes viven en el límite de la supervivencia (física o síquica), o para los desconfiados de las visiones del mundo que se les obligó a venerar, las doctrinas mesiánicas son muy convincentes: si el fin del mundo no se produce, por lo menos se vive en una atmósfera en la que lo sagrado tiene que ver con lo inminente. Y esto interviene en la abundancia de profetas en México que a diferencia de los estadounidenses no recurren ni piensan recurrir al apoyo tecnológico.
De los milenarismos desautorizados
El milenarismo, la fe en el estruendo del fin de los tiempos, la creencia que delega el sentido de la vida en un desenlace universal próximo, es en México una de las manifestaciones más extremas y difundidas de la cultura de la marginalidad y, subterráneamente, de toda la cultura. En un país católico, el punto de partida del milenarismo es por fuerza el Apocalipsis o Libro de Revelaciones, el texto más interpretado y menos asimilado de la historia de la cristiandad, con su conjunto de visiones espléndidas y terribles, y su llamado a la congregación de los escogidos que sobrevivirá a la gran hecatombe: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será su Dios con ellos... Y limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y la muerte no será más; y no habrá más llanto ni clamor ni dolor: porque las primeras cosas son pasadas” (Apocalipsis 21:3-4).
La promesa del brillo eterno que-no-podrá-tardar-mucho conduce la Iglesia rutinariamente, y —con brío— los profetas que fundan sectas se ofrecen como instrumento de expiación y grandeza, incitan al frenesí y al éxtasis, instauran un discipulado (principalmente de mujeres) cuyo tono arrebatado crea microrreligiones sobre la marcha. El milenarismo y los profetas mesiánicos penetran en grandes capas de la población, a las que revelan un “sentido transformador” de su vida que la religión tradicional ya no les ofrece o nunca les infundió. Son vigorosos los vínculos entre la exaltación religiosa y la marginación social y, en ocasiones, entre la rebeldía política y la disidencia religiosa (un curandero mesiánico, el Niño Fidencio, declaró: “Que porque el hombre para llegar a Dios necesita sentir el hambre y la sed y estar bajo el sol, bajo el cielo, entre la tierra, entre la propia miseria y pobreza, entre el cansancio y el sudor de sus demás hermanos; que Dios no asiste a lugares lujosos ni perfumados; que Dios no se acerca con gente que por su vanidad y arrogancia son meticulosas con sus ropas y sus carnes”, en El Niño Fidencio de Manuel Terán Lira).
El milenarismo por así decirlo “ortodoxo” es el guadalupano, cuyo arranque estudia Jacques Lafaye en su libro sobre Quetzalcóatl y Guadalupe. Ante éste, se despliega un milenarismo heterodoxo, poco documentado en el mejor de los casos, engendrado en el sincretismo, hecho posible por la persuasión de iluminados, personalidades vigorosas surgidas de las clases populares. El contexto general es la ley no escrita: en sociedades donde la vida de las mayorías está sujeta a miseria y persecución, la gente busca consuelo de sufrimientos y frustraciones en su práctica religiosa, y a todas las manifestaciones de la cultura nativa —económicas, sociales, políticas o filosóficas— las impregna el pacto con las fuerzas extraterrenas.
En el virreinato, el descontento de los indígenas, ansiosos de rechazar a los intrusos apoderados de su tierra, genera cultos religiosos que, a su modo, expresan una disidencia. En el ocultamiento o en la semiclandestinidad, al apropiarse de lo que les interesa del catolicismo y ligarlo con sus antiguas creencias, resisten a la segregación racial y económica. Sus posibilidades son escasas, la Inquisición vigila y cualquier retorno al “paganismo” o mezcla de creencias es severamente castigado. Por la represión extrema, en México tardan en darse visiblemente los cultos que abundan en otros lugares, como las religiones nativistas de África, con su odio al hombre blanco, o los profetas armados brasileños. En México sólo excepcionalmente llaman a la liberación seres carismáticos de la índole de Antonio Conselheiro, perpetuado por Euclides de Cunha en Los Sertones, quien con intransigencia y fanatismo heroico afirma el lazo entre la historia y la cosmogonía.

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