Vamos mal. Y no me refiero solamente a la cosa económica, que ciertamente es extraordinariamente importante, sino a algo más personal. Concretamente al fallecimiento de personas a las que uno ha querido y admirado.
Felipe Remolina, magistrado notable del Tribunal Federal de Conciliación y Arbitraje, fue autor de obras muy importantes de derecho laboral. Mario de la Cueva confió en él para preparar un material sin antecedentes que presentaría en el tercer Congreso Iberoamericano de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social que se celebró en México. La obra de Felipe, resultado de una profunda investigación, nos dio a conocer los antecedentes del derecho del trabajo en México.
Tiempo después Felipe ocupó la dirección jurídica de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Algún día, en 1988, me presenté con él con unos papeles: “¿Ya me traes tus antecedentes?”, me preguntó con sonrisa picaresca. Efectivamente, así era. Le entregué mi petición para adquirir la nacionalidad mexicana. Me dio la orden de pago y me requirió para regresar un par de horas después.
Lo hice. Pasé a su privado. Con gran sentido del humor me enseñó las fotografías, me parece, de Hidalgo y de Morelos, y me preguntó, con tono de examen, si sabía quiénes eran. Pasé la prueba. Después me pidió que cantara el Himno Nacional, a lo que me opuse, porque carezco de la más elemental voz. Nos dimos un abrazo y me entregó el certificado correspondiente.
Subí a mi automóvil. Puse el radio. En ese momento oí el Concierto de Aranjuez. No fue escasa la emoción.
Nos veíamos frecuentemente. Hace unos días quedamos en ir a comer. Le fallé y lo dejé plantado por pura desorganización. Pocos días después, falleció. Me dolió en el alma.
La relación con Eulalio Ferrer fue, en principio, inadvertida. Viajamos en los mismos barcos, el Cuba y el Santo Domingo, en que llegamos a Coatzacoalcos el 26 de julio de 1940. Eulalio lo bautizó, lo supe muchos años después, como “El puerto de la esperanza”. Vaya que lo fue. Eulalio venía de los campos de concentración. Muy joven había ingresado al ejército republicano y había alcanzado el grado de oficial. En un campo de concentración un miliciano le canjeó un libro por una cajetilla de cigarros. Era El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Cambió su vida.
Muchos años después la amistad dio pie a una relación profesional hasta cierto punto efímera. Lo acompañé a la inauguración del Museo Iconográfico del Quijote, en Guanajuato. Estaban presentes los presidentes de México, Miguel de la Madrid, y el del gobierno español, Felipe González. Hubo algunos problemas con la donación que hizo al Estado de su hermosa colección de pinturas. Intervine por poco tiempo.
Eulalio había casado con una chica amiga nuestra, Rafaela Bohorques, lo que confirmó la relación personal entre nosotros. Ésta duró más que la profesional. Rafa murió hace poco tiempo.
La noticia de su muerte me la dio Nona, mi esposa. Se confundió porque creyó que había sido en Santander. No me dio tiempo de acudir a la agencia funeraria. Estaré presente en cualquier homenaje que se le hará. Fue un hombre extraordinario. Inteligente, serio, creativo, generoso. Ya lo extrañamos.
Conchita Ruiz Funes, la hija pequeña de don Mariano Ruiz Funes y doña Carmen Montesinos de Ruiz Funes, nació con el exilio, quiero recordar que en 1941. Jorge, mi hermano, y yo tomábamos clases de inglés en su casa con Carmen y Manola, sus dos bellas hermanas. Mariano, el más joven, no tenía demasiado interés en las clases. Nació Conchita, Cepcia, como la llamaba su padre, que fue un ilustre jurista y diplomático, amigo muy cercano de mi padre y mi maestro en el doctorado.
Conchita siempre fue bella. La recuerdo en un encuentro que tuvimos en Madrid, hace años, acompañada de su esposo, el doctor Ramiro Ruiz Durá, amigo mucho más joven que yo, desde los tiempos en que ambos hacíamos política del exilio en las Juventudes Socialistas Unificadas.
Son muertes que duelen. Y se hace uno a la idea de que ese factor de unidad que ha sido el exilio se está convirtiendo, simplemente, en el recuerdo. Le faltan ya muchos protagonistas.
Felipe Remolina, magistrado notable del Tribunal Federal de Conciliación y Arbitraje, fue autor de obras muy importantes de derecho laboral. Mario de la Cueva confió en él para preparar un material sin antecedentes que presentaría en el tercer Congreso Iberoamericano de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social que se celebró en México. La obra de Felipe, resultado de una profunda investigación, nos dio a conocer los antecedentes del derecho del trabajo en México.
Tiempo después Felipe ocupó la dirección jurídica de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Algún día, en 1988, me presenté con él con unos papeles: “¿Ya me traes tus antecedentes?”, me preguntó con sonrisa picaresca. Efectivamente, así era. Le entregué mi petición para adquirir la nacionalidad mexicana. Me dio la orden de pago y me requirió para regresar un par de horas después.
Lo hice. Pasé a su privado. Con gran sentido del humor me enseñó las fotografías, me parece, de Hidalgo y de Morelos, y me preguntó, con tono de examen, si sabía quiénes eran. Pasé la prueba. Después me pidió que cantara el Himno Nacional, a lo que me opuse, porque carezco de la más elemental voz. Nos dimos un abrazo y me entregó el certificado correspondiente.
Subí a mi automóvil. Puse el radio. En ese momento oí el Concierto de Aranjuez. No fue escasa la emoción.
Nos veíamos frecuentemente. Hace unos días quedamos en ir a comer. Le fallé y lo dejé plantado por pura desorganización. Pocos días después, falleció. Me dolió en el alma.
La relación con Eulalio Ferrer fue, en principio, inadvertida. Viajamos en los mismos barcos, el Cuba y el Santo Domingo, en que llegamos a Coatzacoalcos el 26 de julio de 1940. Eulalio lo bautizó, lo supe muchos años después, como “El puerto de la esperanza”. Vaya que lo fue. Eulalio venía de los campos de concentración. Muy joven había ingresado al ejército republicano y había alcanzado el grado de oficial. En un campo de concentración un miliciano le canjeó un libro por una cajetilla de cigarros. Era El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Cambió su vida.
Muchos años después la amistad dio pie a una relación profesional hasta cierto punto efímera. Lo acompañé a la inauguración del Museo Iconográfico del Quijote, en Guanajuato. Estaban presentes los presidentes de México, Miguel de la Madrid, y el del gobierno español, Felipe González. Hubo algunos problemas con la donación que hizo al Estado de su hermosa colección de pinturas. Intervine por poco tiempo.
Eulalio había casado con una chica amiga nuestra, Rafaela Bohorques, lo que confirmó la relación personal entre nosotros. Ésta duró más que la profesional. Rafa murió hace poco tiempo.
La noticia de su muerte me la dio Nona, mi esposa. Se confundió porque creyó que había sido en Santander. No me dio tiempo de acudir a la agencia funeraria. Estaré presente en cualquier homenaje que se le hará. Fue un hombre extraordinario. Inteligente, serio, creativo, generoso. Ya lo extrañamos.
Conchita Ruiz Funes, la hija pequeña de don Mariano Ruiz Funes y doña Carmen Montesinos de Ruiz Funes, nació con el exilio, quiero recordar que en 1941. Jorge, mi hermano, y yo tomábamos clases de inglés en su casa con Carmen y Manola, sus dos bellas hermanas. Mariano, el más joven, no tenía demasiado interés en las clases. Nació Conchita, Cepcia, como la llamaba su padre, que fue un ilustre jurista y diplomático, amigo muy cercano de mi padre y mi maestro en el doctorado.
Conchita siempre fue bella. La recuerdo en un encuentro que tuvimos en Madrid, hace años, acompañada de su esposo, el doctor Ramiro Ruiz Durá, amigo mucho más joven que yo, desde los tiempos en que ambos hacíamos política del exilio en las Juventudes Socialistas Unificadas.
Son muertes que duelen. Y se hace uno a la idea de que ese factor de unidad que ha sido el exilio se está convirtiendo, simplemente, en el recuerdo. Le faltan ya muchos protagonistas.
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