¿Qué tienen en común el Tartufo de Moliere y Beatriz Paredes? ¿Groucho Marx y Germán Martínez? ¿Charlie Chaplin y Jesús Ortega? Saben cómo actuar, saben qué decir, saben hacer reír o llorar, saben ser actores fársicos.
Parados sobre la tarima de un teatro o en el escenario de la política nacional, despliegan el talento escénico indispensable para la gran obra que han montado.
Una tragicomedia nacional -escrita en la era de la transición- que busca entretener a los mexicanos a través de situaciones improbables, escenas extravagantes, personajes estereotipados, confrontaciones crudas, tramas complicadas.
Una democracia tartufa, caracterizada por la hipocresía cotidiana de quienes dicen respetar las reglas cuando violan su espíritu. Una escenificación teatral de algo que se asemeja a los procesos democráticos cuando en realidad se burla de ellos.
Proceso electoral tras proceso electoral, campaña tras campaña, los líderes partidistas actúan a ser demócratas, a sabiendas de que no lo son. Ni tienen por qué revitalizarse o reformarse, ya que al caer el telón después de la elección intermedia, la función continuará.
En el género de la farsa, el protagonista suele salirse con la suya y logra ocultar aquello que ha estado escondiendo. Es capaz de mantener el engaño a toda costa aunque el público sabe que es así.
Y lo mismo ha ocurrido en México con selección de candidatos para el Congreso. Por ejemplo, el PRI ha montado un “show” para hacerle creer al país que elegirá a sus contendientes de otra manera, con nuevos criterios.
Pero al mejor estilo de Aristófanes o Darío Fo, los priistas convierten las buenas intenciones en una burla. “Se les hará una prueba de ética”, clama Beatriz Paredes, mientras le levanta el brazo al controvertido postulante en Colima e ignora a su hermano encarcelado por vínculos con el narcotráfico.
“No tengo cola que me pisen”, anuncia Beatriz Paredes, mientras invita a su partido a tantos que sí la tienen y muy larga. “No le apostamos al corporativismo”, proclama Beatriz Paredes, mientras premia con plurinominales a quienes son emblemáticos de sus peores prácticas.
Beatriz canta y canta, de la mano de Víctor Flores el longevo líder los ferrocarrileros, codo a codo con los caciques de la CROC.
Pero las farsas son así. Consideradas intelectualmente inferiores a la comedia, suelen contener elementos grotescos, que rayan en la ridiculez. Como la forma en la cual Manlio Fabio Beltrones logra armar su propia bancada con incondicionales, discípulos y familiares.
Como la manera en que Enrique Peña Nieto construye su coalición mexiquense en el Congreso. En ambos casos la selección no se hace con base en el profesionalismo, sino en la lealtad.
No preocupa la representatividad sino la rebatinga. No impera la calidad sino una obsesión con la lealtad. Y por ello el Congreso acabará con bancadas repletas de incondicionales y yernos y clientes y amigos y subordinados.
Un Congreso que premia cuates en lugar de representar ciudadanos. Un Congreso disciplinado, frente a los líderes partidistas, pero indiferente frente a la población.
Un Congreso que funciona como agencia de colocación suya y no como correa de transmisión nuestra.
Las obras fársicas también se caracterizan por el énfasis en las situaciones exageradas, cuyos efectos parecen absurdos.
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El hecho de que tantas plurinominales “queden en la familia”. El hecho de que tantos hijos sean postulados en distritos “seguros” en vez de distritos reñidos.
Allí está, en un lugar prominente en las listas, el hijo de Roberto Madrazo. El hijo de José Murat. El hijo de Roberto González Barrera. La sobrina de Carlos Salinas de Gortari.
La esposa de Martí Batres. La esposa de Marcos Cruz. El hermano de Andrés Manuel López Obrador. Los hermanos de los gobernadores panistas de Baja California y Guanajuato.
El hermano de José Luis Durán. Bebesaurios y camaleosaurios y númenes del nepotismo. Constatando con sus candidaturas lo que decía el crítico teatral Charles Lamb: “No vamos al teatro, como lo hacían nuestros ancestros, para escapar de la realidad sino para confirmar nuestra experiencia de esa realidad”.
Esa realidad pseudodemocrática en la que no hay reelección, pero sí hay trampolín. En la que participan más jugadores en el terreno electoral, pero el juego sigue siendo el mismo de siempre.
En donde las reglas de la competencia -aplaudidas, pero incompletas- sólo perpetúan la rotación de cuadros inaugurada por el PRI y aprovechada por otros partidos.
Montando así una democracia fársica que preserva los privilegios de una élite política que salta de puesto en puesto, sin jamás haber rendido cuentas por lo que hizo allí.
Una democracia competitiva, pero impune. Una democracia que funciona muy bien para sus partidos, pero muy mal para sus ciudadanos. Y mientras que las farsas teatrales suelen tener un final feliz, a México no le espera un desenlace así.
En la obra de Moliere, Tartufo termina en la cárcel. En México, a los tartufianos no se les castiga. Se les premia con una curul.
Parados sobre la tarima de un teatro o en el escenario de la política nacional, despliegan el talento escénico indispensable para la gran obra que han montado.
Una tragicomedia nacional -escrita en la era de la transición- que busca entretener a los mexicanos a través de situaciones improbables, escenas extravagantes, personajes estereotipados, confrontaciones crudas, tramas complicadas.
Una democracia tartufa, caracterizada por la hipocresía cotidiana de quienes dicen respetar las reglas cuando violan su espíritu. Una escenificación teatral de algo que se asemeja a los procesos democráticos cuando en realidad se burla de ellos.
Proceso electoral tras proceso electoral, campaña tras campaña, los líderes partidistas actúan a ser demócratas, a sabiendas de que no lo son. Ni tienen por qué revitalizarse o reformarse, ya que al caer el telón después de la elección intermedia, la función continuará.
En el género de la farsa, el protagonista suele salirse con la suya y logra ocultar aquello que ha estado escondiendo. Es capaz de mantener el engaño a toda costa aunque el público sabe que es así.
Y lo mismo ha ocurrido en México con selección de candidatos para el Congreso. Por ejemplo, el PRI ha montado un “show” para hacerle creer al país que elegirá a sus contendientes de otra manera, con nuevos criterios.
Pero al mejor estilo de Aristófanes o Darío Fo, los priistas convierten las buenas intenciones en una burla. “Se les hará una prueba de ética”, clama Beatriz Paredes, mientras le levanta el brazo al controvertido postulante en Colima e ignora a su hermano encarcelado por vínculos con el narcotráfico.
“No tengo cola que me pisen”, anuncia Beatriz Paredes, mientras invita a su partido a tantos que sí la tienen y muy larga. “No le apostamos al corporativismo”, proclama Beatriz Paredes, mientras premia con plurinominales a quienes son emblemáticos de sus peores prácticas.
Beatriz canta y canta, de la mano de Víctor Flores el longevo líder los ferrocarrileros, codo a codo con los caciques de la CROC.
Pero las farsas son así. Consideradas intelectualmente inferiores a la comedia, suelen contener elementos grotescos, que rayan en la ridiculez. Como la forma en la cual Manlio Fabio Beltrones logra armar su propia bancada con incondicionales, discípulos y familiares.
Como la manera en que Enrique Peña Nieto construye su coalición mexiquense en el Congreso. En ambos casos la selección no se hace con base en el profesionalismo, sino en la lealtad.
No preocupa la representatividad sino la rebatinga. No impera la calidad sino una obsesión con la lealtad. Y por ello el Congreso acabará con bancadas repletas de incondicionales y yernos y clientes y amigos y subordinados.
Un Congreso que premia cuates en lugar de representar ciudadanos. Un Congreso disciplinado, frente a los líderes partidistas, pero indiferente frente a la población.
Un Congreso que funciona como agencia de colocación suya y no como correa de transmisión nuestra.
Las obras fársicas también se caracterizan por el énfasis en las situaciones exageradas, cuyos efectos parecen absurdos.
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El hecho de que tantas plurinominales “queden en la familia”. El hecho de que tantos hijos sean postulados en distritos “seguros” en vez de distritos reñidos.
Allí está, en un lugar prominente en las listas, el hijo de Roberto Madrazo. El hijo de José Murat. El hijo de Roberto González Barrera. La sobrina de Carlos Salinas de Gortari.
La esposa de Martí Batres. La esposa de Marcos Cruz. El hermano de Andrés Manuel López Obrador. Los hermanos de los gobernadores panistas de Baja California y Guanajuato.
El hermano de José Luis Durán. Bebesaurios y camaleosaurios y númenes del nepotismo. Constatando con sus candidaturas lo que decía el crítico teatral Charles Lamb: “No vamos al teatro, como lo hacían nuestros ancestros, para escapar de la realidad sino para confirmar nuestra experiencia de esa realidad”.
Esa realidad pseudodemocrática en la que no hay reelección, pero sí hay trampolín. En la que participan más jugadores en el terreno electoral, pero el juego sigue siendo el mismo de siempre.
En donde las reglas de la competencia -aplaudidas, pero incompletas- sólo perpetúan la rotación de cuadros inaugurada por el PRI y aprovechada por otros partidos.
Montando así una democracia fársica que preserva los privilegios de una élite política que salta de puesto en puesto, sin jamás haber rendido cuentas por lo que hizo allí.
Una democracia competitiva, pero impune. Una democracia que funciona muy bien para sus partidos, pero muy mal para sus ciudadanos. Y mientras que las farsas teatrales suelen tener un final feliz, a México no le espera un desenlace así.
En la obra de Moliere, Tartufo termina en la cárcel. En México, a los tartufianos no se les castiga. Se les premia con una curul.
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