Hace unos días, el arzobispo de Durango, Héctor González Martínez, hizo una declaración que sacudió al país: “Más adelante de (el municipio de) Guanaceví, por ahí está ‘El Chapo’, por ahí vive, todos lo sabemos, menos la autoridad”. Su sorprendente honestidad ha producido reacciones diversas. En Durango sus palabras fueron censuradas y en el estado se prohibió la circulación de los diarios nacionales que habían cubierto el tema, mientras que las televisoras rehusaron tocar el tema. El secretario de Gobernación pidió que la Iglesia actuara de manera más discreta y usara otros canales. La Procuraduría General del la República fustigó al prelado por airear el tema públicamente y exigió que, en lugar de ello, hiciera la denuncia correspondiente a través de los canales institucionales. Quizás amedrentado por los regaños recibidos, el arzobispo ha intentado retirarse del escrutinio público y sin duda ya se le ha advertido que no vuelva a hacer lo que hizo. Pero hay mucho de aplaudible, de refrescante, de esperanzador en su conducta y vale la pena subrayar por qué.
1) Al colocar los reflectores sobre una realidad ampliamente conocida, el arzobispo empuña algo que Martin Luther King llamó “coraje moral” (moral courage); el valor de llamar a las cosas por su nombre y decirlas sin cortapisas. El valor de denunciar algo cuando pocos —por temor o complicidad— se atreven a hacerlo. Con demasiada frecuencia la Iglesia ha guardado silencio sobre temas controvertidos y ha cerrado los ojos ante abusos que debió criticar. El comportamiento del arzobispo es señal de que aún dentro de una estructura tan jerárquica, tan anquilosada y tan desvinculada de la vida cotidiana como lo es la élite de la iglesia mexicana, todavía hay quienes entienden la tarea que les toca.
2) Las declaraciones del Arzobispo pueden llevar a centrar la atención en donde tiene que estar: la colusión entre las autoridades políticas y las bandas criminales; la complicidad entre funcionarios y narcotraficantes. De no existir esa relación de protección constante e información compartida, ¿cómo entender que el gobierno estatal haya censurado la información con respecto al paradero de “El Chapo”? ¿Cómo entender que si todos los feligreses de la zona sabían dónde vivía, la policía estatal no estuviera al tanto? ¿Cómo entender la evidente libertad con la cual actúa y se mueve uno de los hombres más buscados del mundo? Lo que ha hecho el arzobispo González Martínez es poner el dedo sobre una llaga abierta que el gobierno mexicano no ha sabido cómo cerrar ni cómo curar. El Estado mexicano ha sido infiltrado por las fuerzas que dice combatir.
3) Sus declaraciones quizás sirvan de ejemplo para que otros líderes eclesiásticos y sociales revelen lo que saben sobre la actuación del narcotráfico en su localidad. Raúl Vera, el obispo de Saltillo también ha subido a la palestra y sacudido la situación al declarar: “Se tiene que empezar a investigar y meter a la cárcel a gobernadores, presidentes municipales, porque muchos están coludidos con el crimen, y las ejecuciones demuestran que el Estado no nos está dando garantía de vida a ningún ciudadano”. Tiene razón: la estrategia gubernamental contra el narcotráfico está destinada al fracaso si no incluye el desmantelamiento de las redes de protección política que le ofrecen cobertura.
4) Las revelaciones del obispo deberían llevar —de inmediato— a una investigación sobre la recolección de los periódicos nacionales en Durango que reportaban esa información. Y la misma indagación debe hacerse en torno a las televisoras locales que rehusaron reportar el incidente. ¿De dónde vinieron las órdenes de censurar la información y por qué? ¿A quién beneficia el ocultamiento, quién lo llevó a cabo? El gobernador de Durango ha guardado silencio sobre el tema, cuando debería ser el primer personaje en salir a la opinion pública, responder cuestionamientos, prometer investigaciones y pararse del lado del esclarecimiento. Su conducta evasiva hasta el momento tan sólo sugiere que tiene algo que ocultar.
5) Las palabras del obispo González Martínez confirman lo que es sabido pero que el gobierno no sabe cómo confrontar: la base social del narcotráfico a lo largo del país. “El Chapo” logra vivir en Durango gracias a la protección de una población que por miedo o por mantener su fuente de empleo no lo denuncia, no lo acusa, no envía información sobre sus ires y venires a la autoridad correspondiente. México se ha vuelto un país donde el narcotráfico paga a personas para que alerten sobre los movimientos del Ejército. Donde taxistas y comerciantes y sexo-servidoras se vuelven informantes. Donde trabajar al servicio de los sicarios se vuelve opción de vida para tantos. Donde el gobierno encuentra cómplices criminales en vez de aliados en la sociedad.
6) El hecho de que los feligreses del obispo le hayan confiado información sobre el paradero de “El Chapo” revela algo importante y preocupante. La población no confía en el gobierno; no se siente protegida por la autoridad; no acude a la policía o al Ministerio Público o a la presidencia municipal para denunciar un crimen o las actividades de un criminal. Y no se comporta así por la incapacidad gubernamental para hacer del Estado de Derecho una realidad en vez de una simple aspiración retórica. El gobierno de México se ha ganado la desconfianza a pulso. Como lo revela la Primera Encuesta Nacional Sobre la Discordia entre los Mexicanos publicada por la revista Nexos, los mexicanos reprueban a su clase política en rubro tras rubro. Ante políticos fracasados, no sorprende el surgimiento de tantos ciudadanos desencantados.
7) Ojalá que la toma de posición del Obispo duranguense sirviera como una severa llamada de atención a las autoridades, por lo mucho que pone en evidencia. En localidad, estado tras estado, hay millones de mexicanos que tiene una relación ambigua con la ley, con el gobierno, con la política, con la participación, con el espacio público. Prefieren susurrar en el oído de un obispo que levantar una denuncia ante un Ministerio Público. Prefieren desplegar su frustración ante la Iglesia que ante el Estado. Y el narcotráfico se nutre de esa desconfianza. Llena esos vacíos. Franquea esa brecha entre el ciudadano y quien dice representarlo pero no lo hace en realidad. Permite que capos como “El Cede” —vinculado con “La Familia” michoacana y recién capturado— mezclen el narcotráfico con la promoción de una doctrina basada en “valores y principios éticos”. Esa es la realidad que el obispo de Durango expone: gobiernos incompetentes o coludidos, ciudadanos cómplices o atemorizados, y narcotraficantes que se aprovechan de ambos.
1) Al colocar los reflectores sobre una realidad ampliamente conocida, el arzobispo empuña algo que Martin Luther King llamó “coraje moral” (moral courage); el valor de llamar a las cosas por su nombre y decirlas sin cortapisas. El valor de denunciar algo cuando pocos —por temor o complicidad— se atreven a hacerlo. Con demasiada frecuencia la Iglesia ha guardado silencio sobre temas controvertidos y ha cerrado los ojos ante abusos que debió criticar. El comportamiento del arzobispo es señal de que aún dentro de una estructura tan jerárquica, tan anquilosada y tan desvinculada de la vida cotidiana como lo es la élite de la iglesia mexicana, todavía hay quienes entienden la tarea que les toca.
2) Las declaraciones del Arzobispo pueden llevar a centrar la atención en donde tiene que estar: la colusión entre las autoridades políticas y las bandas criminales; la complicidad entre funcionarios y narcotraficantes. De no existir esa relación de protección constante e información compartida, ¿cómo entender que el gobierno estatal haya censurado la información con respecto al paradero de “El Chapo”? ¿Cómo entender que si todos los feligreses de la zona sabían dónde vivía, la policía estatal no estuviera al tanto? ¿Cómo entender la evidente libertad con la cual actúa y se mueve uno de los hombres más buscados del mundo? Lo que ha hecho el arzobispo González Martínez es poner el dedo sobre una llaga abierta que el gobierno mexicano no ha sabido cómo cerrar ni cómo curar. El Estado mexicano ha sido infiltrado por las fuerzas que dice combatir.
3) Sus declaraciones quizás sirvan de ejemplo para que otros líderes eclesiásticos y sociales revelen lo que saben sobre la actuación del narcotráfico en su localidad. Raúl Vera, el obispo de Saltillo también ha subido a la palestra y sacudido la situación al declarar: “Se tiene que empezar a investigar y meter a la cárcel a gobernadores, presidentes municipales, porque muchos están coludidos con el crimen, y las ejecuciones demuestran que el Estado no nos está dando garantía de vida a ningún ciudadano”. Tiene razón: la estrategia gubernamental contra el narcotráfico está destinada al fracaso si no incluye el desmantelamiento de las redes de protección política que le ofrecen cobertura.
4) Las revelaciones del obispo deberían llevar —de inmediato— a una investigación sobre la recolección de los periódicos nacionales en Durango que reportaban esa información. Y la misma indagación debe hacerse en torno a las televisoras locales que rehusaron reportar el incidente. ¿De dónde vinieron las órdenes de censurar la información y por qué? ¿A quién beneficia el ocultamiento, quién lo llevó a cabo? El gobernador de Durango ha guardado silencio sobre el tema, cuando debería ser el primer personaje en salir a la opinion pública, responder cuestionamientos, prometer investigaciones y pararse del lado del esclarecimiento. Su conducta evasiva hasta el momento tan sólo sugiere que tiene algo que ocultar.
5) Las palabras del obispo González Martínez confirman lo que es sabido pero que el gobierno no sabe cómo confrontar: la base social del narcotráfico a lo largo del país. “El Chapo” logra vivir en Durango gracias a la protección de una población que por miedo o por mantener su fuente de empleo no lo denuncia, no lo acusa, no envía información sobre sus ires y venires a la autoridad correspondiente. México se ha vuelto un país donde el narcotráfico paga a personas para que alerten sobre los movimientos del Ejército. Donde taxistas y comerciantes y sexo-servidoras se vuelven informantes. Donde trabajar al servicio de los sicarios se vuelve opción de vida para tantos. Donde el gobierno encuentra cómplices criminales en vez de aliados en la sociedad.
6) El hecho de que los feligreses del obispo le hayan confiado información sobre el paradero de “El Chapo” revela algo importante y preocupante. La población no confía en el gobierno; no se siente protegida por la autoridad; no acude a la policía o al Ministerio Público o a la presidencia municipal para denunciar un crimen o las actividades de un criminal. Y no se comporta así por la incapacidad gubernamental para hacer del Estado de Derecho una realidad en vez de una simple aspiración retórica. El gobierno de México se ha ganado la desconfianza a pulso. Como lo revela la Primera Encuesta Nacional Sobre la Discordia entre los Mexicanos publicada por la revista Nexos, los mexicanos reprueban a su clase política en rubro tras rubro. Ante políticos fracasados, no sorprende el surgimiento de tantos ciudadanos desencantados.
7) Ojalá que la toma de posición del Obispo duranguense sirviera como una severa llamada de atención a las autoridades, por lo mucho que pone en evidencia. En localidad, estado tras estado, hay millones de mexicanos que tiene una relación ambigua con la ley, con el gobierno, con la política, con la participación, con el espacio público. Prefieren susurrar en el oído de un obispo que levantar una denuncia ante un Ministerio Público. Prefieren desplegar su frustración ante la Iglesia que ante el Estado. Y el narcotráfico se nutre de esa desconfianza. Llena esos vacíos. Franquea esa brecha entre el ciudadano y quien dice representarlo pero no lo hace en realidad. Permite que capos como “El Cede” —vinculado con “La Familia” michoacana y recién capturado— mezclen el narcotráfico con la promoción de una doctrina basada en “valores y principios éticos”. Esa es la realidad que el obispo de Durango expone: gobiernos incompetentes o coludidos, ciudadanos cómplices o atemorizados, y narcotraficantes que se aprovechan de ambos.
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