Aplausos. Sonrisas. Suspiros de alivio. México celebra el crédito de 47 mil millones de dólares que acaba de contratar con el Fondo Monetario Internacional y la línea swap por otros 30 mil millones con la Reserva Federal. Es una buena noticia para el país, insisten quienes se han pronunciado sobre el tema. Y sin duda, el solo anuncio de la medida ha contribuido a fortalecer un peso que había perdido terreno en meses recientes. Pero el blindaje probablemente entrañará decisiones menos aplaudibles y mucho más cuestionables, si no es utilizado de manera estratégica. Servirá para rescatar a empresas mexicanas que contrataron deudas exorbitantes, cometieron errores garrafales y asumieron riesgos inexplicables. Empresas que según el gobierno, salvará con el dinero de los contribuyentes para evitar un colapso sistémico. Pero si ese apoyo tiene lugar, el gobierno debería imponer condiciones sobre el apoyo que otorgará; debería usar la crisis como una oportunidad para reestructurar las reglas del juego económico en favor del crecimiento, la competencia y la ciudadanía. De lo contrario, las autoridades acabarán -de nuevo- blindando a los oligarcas.
Como apunta Simon Johnson en “The Quiet Coup”, un artículo imprescindible sobre el caos financiero global publicado en The Atlantic: todos los países tienen élites empresariales que buscan controlar al gobierno; el problema surge cuando lo logran y obtienen políticas públicas que desestabilizan la economía o agravan la crisis. Como ex economista en jefe del FMI, él conoce a fondo la situación que describe: en países como México, élites poderosas tomaron demasiados riesgos durante la época de bonanza crediticia. Compañías como Cemex, Comerci, Vitro, Alfa y Gruma se endeudaron más de la cuenta y algunas le apostaron a derivados peligrosos. Como siempre, pensaron que su influencia política les permitiría pasarle la factura al gobierno si surgiera algún problema. Y su presunción fue correcta: hoy el gobierno se apresta a ofrecer carretadas de dinero a un grupo selecto de compañías para que reestructuren su deuda. Interviene de manera generosa para ayudar a sus amigos, darle acceso preferencial a sus cuates, apuntalar a los “campeones nacionales” de los que quizás podríamos estar orgullosos si no estuviéramos a punto de endeudarnos masivamente para que lo sigan siendo.
El caso emblemático de lo que esta columna busca exponer es el de Lorenzo Zambrano y Cemex. Hasta hace unos meses, el empresario más admirado al frente de la empresa más vitoreada. Alabado por su visión global, su pujanza empresarial, su manera de entrar a los mercados y dominarlos. Ahora a punto de caer del pedestal por el colapso del mercado de la construcción en Estados Unidos y la crisis crediticia. Ahora al borde del precipicio por la deuda monumental que contrajo y las adquisiciones demasiado ambiciosas que empujó. Ahora enfrentando una deuda de casi 20 mil millones de dólares, equivalente al 20 por ciento de la deuda pública externa de México. Una compañía que el gobierno mexicano ha designado como “demasiado grande para fracasar”. Agustín Carstens y Guillermo Ortiz seguramente temen que la bancarrota de Cemex traería consigo consecuencias desastrosas para el sistema financiero, para las perspectivas crediticias de otras empresas, para la estrecha relación entre la élite regiomontana y el PAN.
Quizás tengan razón, pero es debatible si Cemex merece ser rescatada sin ceder algo a cambio, dados los errores cometidos y los costos que ha producido al bloquear asiduamente la competencia en el mercado del cemento. Basta con recordar el caso del buque Mary Nour, en el cual Cemex -a través de su entonces empleado, Jorge Tello Peón- se dedicó a intimidar a sus competidores, amenazar al director del Puerto de Tampico y recurrir a un sinnúmero de amparos y artificios legales para impedir que desembarcara cemento más barato en México. Un incidente penoso por el cual la Comisión de Competencia ha girado un oficio por prácticas monopólicas en contra de Cemex. Un incidente que revela la disfuncionalidad del capitalismo mexicano, construido a base de cotos reservados, monopolios avalados, instituciones débiles.
En este momento el gobierno de México tiene la oportunidad -y la obligación- de “salvar al capitalismo de los capitalistas”: de salvar a la economía de distorsiones producidas por ciertas empresas. De usar la crisis para forzar transformaciones necesarias en mercados oligopolizados. De exigir mucho a cambio del dinero que el gobierno, a través de los bancos, va a desembolsar. La reducción de la participación en el mercado por parte de Cemex o cualquier otra compañía que reciba recursos. La venta de activos para fomentar la competencia. La opción obligada de contención o bancarrota. En pocas palabras, buena política pública como resultado de un rescate inteligente. Algo que Agustín Carstens y Guillermo Ortiz y Felipe Calderón podrían hacer si quisieran apretar a los oligarcas, en vez de blindarlos otra vez.
Como apunta Simon Johnson en “The Quiet Coup”, un artículo imprescindible sobre el caos financiero global publicado en The Atlantic: todos los países tienen élites empresariales que buscan controlar al gobierno; el problema surge cuando lo logran y obtienen políticas públicas que desestabilizan la economía o agravan la crisis. Como ex economista en jefe del FMI, él conoce a fondo la situación que describe: en países como México, élites poderosas tomaron demasiados riesgos durante la época de bonanza crediticia. Compañías como Cemex, Comerci, Vitro, Alfa y Gruma se endeudaron más de la cuenta y algunas le apostaron a derivados peligrosos. Como siempre, pensaron que su influencia política les permitiría pasarle la factura al gobierno si surgiera algún problema. Y su presunción fue correcta: hoy el gobierno se apresta a ofrecer carretadas de dinero a un grupo selecto de compañías para que reestructuren su deuda. Interviene de manera generosa para ayudar a sus amigos, darle acceso preferencial a sus cuates, apuntalar a los “campeones nacionales” de los que quizás podríamos estar orgullosos si no estuviéramos a punto de endeudarnos masivamente para que lo sigan siendo.
El caso emblemático de lo que esta columna busca exponer es el de Lorenzo Zambrano y Cemex. Hasta hace unos meses, el empresario más admirado al frente de la empresa más vitoreada. Alabado por su visión global, su pujanza empresarial, su manera de entrar a los mercados y dominarlos. Ahora a punto de caer del pedestal por el colapso del mercado de la construcción en Estados Unidos y la crisis crediticia. Ahora al borde del precipicio por la deuda monumental que contrajo y las adquisiciones demasiado ambiciosas que empujó. Ahora enfrentando una deuda de casi 20 mil millones de dólares, equivalente al 20 por ciento de la deuda pública externa de México. Una compañía que el gobierno mexicano ha designado como “demasiado grande para fracasar”. Agustín Carstens y Guillermo Ortiz seguramente temen que la bancarrota de Cemex traería consigo consecuencias desastrosas para el sistema financiero, para las perspectivas crediticias de otras empresas, para la estrecha relación entre la élite regiomontana y el PAN.
Quizás tengan razón, pero es debatible si Cemex merece ser rescatada sin ceder algo a cambio, dados los errores cometidos y los costos que ha producido al bloquear asiduamente la competencia en el mercado del cemento. Basta con recordar el caso del buque Mary Nour, en el cual Cemex -a través de su entonces empleado, Jorge Tello Peón- se dedicó a intimidar a sus competidores, amenazar al director del Puerto de Tampico y recurrir a un sinnúmero de amparos y artificios legales para impedir que desembarcara cemento más barato en México. Un incidente penoso por el cual la Comisión de Competencia ha girado un oficio por prácticas monopólicas en contra de Cemex. Un incidente que revela la disfuncionalidad del capitalismo mexicano, construido a base de cotos reservados, monopolios avalados, instituciones débiles.
En este momento el gobierno de México tiene la oportunidad -y la obligación- de “salvar al capitalismo de los capitalistas”: de salvar a la economía de distorsiones producidas por ciertas empresas. De usar la crisis para forzar transformaciones necesarias en mercados oligopolizados. De exigir mucho a cambio del dinero que el gobierno, a través de los bancos, va a desembolsar. La reducción de la participación en el mercado por parte de Cemex o cualquier otra compañía que reciba recursos. La venta de activos para fomentar la competencia. La opción obligada de contención o bancarrota. En pocas palabras, buena política pública como resultado de un rescate inteligente. Algo que Agustín Carstens y Guillermo Ortiz y Felipe Calderón podrían hacer si quisieran apretar a los oligarcas, en vez de blindarlos otra vez.
1 comentario:
Pensemos por un momento que efectivamente les echan la mano y que después de eso la economía se restablece en territorio mexicano.
Sería interesante saber si los empresarios efectivamente le devuelven el favor al Gobierno federal y le restituyen lo que en Derecho le corresponde: pagar el importe de la deuda que se les asignó desde un principio.
Dudo mucho que lo hagan; a lo más que llegamos, y ello no sin esforzarnos de manera casi titánica, es que se reactive la economía de estos muchachos y que sólo den las gracias. Y eso ya es demasiado. Porque ¿a poco crees que el crecimiento va a ser parejo?
Es lo malo de vivir en un país donde los dijónimos se constituyen en el pan-nuestro-de-cada-día.
(En estas condiciones prefiero ver cómo va el conteo para elegir al mejor DJ del mundo en el ranking de la prestigiada publicación mensual británica DJ Mag.)
Saludos.
Denisse Dresser es un amor.
Posdata: A ver si un día se nos hace que nos devuelvas el comment. ¿O también le vas a hacer como lo que escribí respecto de estos oligarcas? ;)
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