lunes, 21 de noviembre de 2011

JUICIOS DE CARICATURA

ANA LAURA MAGALONI

El miércoles de la semana pasada, la Primera Sala resolvió un asunto que pasó desapercibido pero que habla de una Corte que está intentando desterrar algunas de la prácticas más autoritarias y violentas de nuestro sistema de justicia penal. Se trata del amparo de Víctor Chávez de la Torre, quien fue acusado de cohecho y homicidio y fue sentenciado a 51 años de prisión por el juez Segundo Penal de Primera Instancia de Cuautitlán. La segunda instancia confirmó la sentencia. Se presentó el amparo ante el Tribunal Colegiado, y el asunto llegó a la Corte porque el ministro Zaldívar decidió proponerles a sus colegas la atracción del caso. El ministro ponente fue Cossío y por unanimidad los ministros de la primera sala avalaron su proyecto de sentencia. Hace unos días, Víctor Chávez salió de prisión, después de casi cuatro años. La Corte debe asegurarse de que esta sentencia sirva de precedente para los miles de casos similares que hoy existen por todo el país.
Los hechos del caso son aterradores. En marzo del 2007, Rodolfo Vargas fue acribillado con un vidrio en su coche. La policía lo traslada al hospital pero muere el 2 de abril. Seis meses después, dos oficiales de la policía ministerial del Estado de México detienen a Víctor Chávez y lo llevan al MP señalando que él era el responsable del homicidio. Los oficiales señalan que un taxista los interceptó para informarles que en el Mercado de San Bartolo había una persona en pantalón de mezclilla y chamarra blanca que era quien, hacía seis meses, había agredido a una persona que estaba abordo de una camioneta. Según los policías, fueron a buscar a este sujeto, que resultó ser Víctor Chávez, y que al preguntarle sobre su participación en el homicidio de Rodolfo Vargas, Chávez, sin más, aceptó su participación. Los policías sostienen, además, que Chávez les ofreció 50 mil pesos y que ellos se negaron a aceptar el dinero. De ahí la tipificación de los dos delitos: cohecho y homicidio.
El juez de primera instancia y la Sala Superior decidieron que el testimonio del taxista era prueba suficiente para que Chávez fuese culpable del delito de homicidio. No importó, por ejemplo, que la declaración del taxista sólo fuese hecha ante el MP, pues no acudió a juicio por más que se le citó o que no se identificara con ningún documento oficial y proporcionara un domicilio falso. Tampoco importó lo inverosímil de su narrativa. El taxista dice haber presenciado los hechos a las doce de la noche y a ocho metros de distancia. ¿Quién puede recordar un rostro en esas circunstancias? Más si tomamos en cuenta que, según la declaración del taxista, existió un supuesto forcejeo dentro de una camioneta entre la víctima y tres victimarios, entre los cuales estaba, supuestamente, Víctor Chávez. Pero, por si esto fuera poco, en seis meses no dijo nada a las autoridades y un día, como cualquier otro, identificó a uno de los agresores en el mercado y lo reportó a la policía ministerial. ¿Qué clase de historia es ésta? ¿Cómo es posible que con esta caricatura de testimonio los jueces avalen y se atrevan a argumentar que no hay duda respecto a la culpabilidad del acusado?
La parte medular de la sentencia de la Corte, después de muchas vueltas y hojas innecesarias, se centra, precisamente, en la validez que se le puede dar a un testigo único sin que existan otras pruebas que lo corroboren. Ya existían varias tesis de jurisprudencia a este respecto. Sin embargo, el ingrediente novedoso de esta sentencia es que la Corte deja claro que un testigo, sea único o no, que sólo rinde su testimonio ante el MP y no puede ser interrogado por la defensa en juicio carece de valor probatorio alguno.
El caso de Chávez sólo nos habla de qué tan enraizado está el viejo sistema de persecución criminal autoritario. En ese sistema los casos se resolvían tal como le sucedió a Víctor Chávez: la policía judicial tenía un cheque en blanco para armar testimonios y obtener confesiones bajo coacción. El MP y el juez eran unos simples ratificadores jurídicos del quehacer de la policía. Por fortuna, y a diferencia del pasado, hoy la Suprema Corte puede liberar a un ciudadano acusado tan injustamente como Chávez.
No obstante, está claro que la Corte no está diseñada para ser un tribunal que resuelva, una y otra vez, los casos de extrema injusticia. Simplemente no se daría abasto. Lo que se requiere es que cambie el patrón de comportamiento de los jueces. Para ello, la Corte debe asegurarse, por todos los medios que tiene a su alcance, que todos los juzgadores del país, locales y federales y de todas las instancias, sigan las directrices que marca en su jurisprudencia. Ello no está sucediendo. A pesar del sinnúmero de tesis jurisprudenciales de la Corte sobre la invalidez del testigo único, en primera y segunda instancia condenaron a Chávez con el solo testimonio del taxista. ¿Por qué no pasa nada? ¿Qué tipo de supervisión y sanciones pueden aplicar los ministros a los jueces cuando éstos se aparten de su jurisprudencia? De la respuesta a estas interrogantes dependerá el impacto de nuestro máximo tribunal en la transformación de la cultura judicial autoritaria que, lamentablemente, existe en todo el país. Por el momento, sólo podemos alegrarnos de que Víctor Chávez recuperara, la semana pasada, su libertad.

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