LORENZO CÓRDOVA VIANELLO
Para que la democracia funcione como el único juego reconocido para tomar las decisiones políticas en una sociedad (The only game in town, diría Juan Linz), se requiere de un compromiso preliminar que debe ser aceptado por todos los actores políticos y sociales sin excepción. Me refiero al compromiso respecto de las reglas conforme a las cuales se desarrolla ese juego.
Si no existe una conformidad unánime con las reglas de procedimiento democrático y con las autoridades encargadas de aplicarlas, la viabilidad del régimen democrático se diluye y se agota. Dicho en otras palabras, más allá de las diferencias políticas e ideológicas de las que se nutre el pluralismo político, y con ello la democracia, para que ésta subsista requiere que todos los individuos y los grupos organizados que éstos conforman asuman que el procesamiento de dichas diferencias debe hacerse con respeto a las reglas que caracterizan el juego democrático. Si esas reglas esenciales no se respetan, entonces ya estaremos jugando un juego distinto.
Es cierto que la democracia implica que las decisiones colectivas son tomadas con base en la regla de la mayoría y que la pretensión de unanimidad simplemente volvería impracticable en los hechos que aquellas fueran asumidas. Pero una cosa es que para decidir se requiera de una determinada mayoría predefinida y otra que la validez de las reglas constitutivas de la democracia requiera de un consenso generalizado y compromiso de todos de apegarse a ellas.
Lo anterior —que constituye el ABC de la teoría política democrática— conviene recordarlo de cara al reciente arranque del proceso electoral que culminará, el próximo año, con la renovación de todos los cargos electivos federales y la renovación de varios poderes en prácticamente la mitad de los estados.
Y vale la pena recordarlo porque las normas electorales encarnan, precisamente, una serie de reglas que resultan esenciales para que el procedimiento democrático efectivamente se lleve a cabo. Las reglas electorales tienen, desde ese punto de vista, un carácter estructural y fundacional del funcionamiento democrático de una colectividad. Si las normas electorales fallan, con toda probabilidad la operación del sistema también fallará.
De hecho, la legitimidad que presumen los regímenes democráticos, en cuanto su gobierno es emanado de la voluntad del pueblo (es decir, del conjunto de ciudadanos) expresada en las urnas, depende de que exista una aceptación generalizada de que las elecciones de donde emanan los órganos representativos públicos fueron apegadas a las reglas y los procedimientos preestablecidos y respecto de los que existe, como señalábamos, un consenso —es decir, una aceptación compartida— de inicio.
Hoy existe una cada vez más difundida presunción de que la legitimidad del poder puede construirse mediante el ejercicio eficaz del poder (más de uno pregona que lo que nos hace falta es un “gobierno eficaz”), menospreciando la legitimidad originaria que se desprende de un proceso electoral cierto e incontestado. Esa perspectiva es peligrosa porque encarna una gran dosis de autoritarismo intrínseco.
A propósito de reglas, hace apenas unas semanas presenciamos un lastimoso episodio en el que dos de los principales aspirantes a las candidaturas a la Presidencia de la República, Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota, en una pasarela organizada por la CIRT descalificaron las normas relativas al modelo de comunicación política introducidas por la reforma electoral de 2007 y que en su momento fueron avaladas e impulsadas por sus respectivos partidos, el PRI y el PAN.
Lo preocupante no fue sólo el tono servil y condescendiente de sus declaraciones con la agenda particular de los poderes mediáticos (ocupados en una cruzada para denostar la reforma que se atrevió a tocar a sus intereses), ni la falsedad de lo dicho por uno de ellos de que la libertad de expresión se había restringido con el nuevo modelo, sino el hecho de que su franca descalificación de las reglas que rigen el acceso a la radio y la televisión de la política durante las precampañas y campañas electorales se da justo a unas semanas de que inicie abiertamente la competencia electoral.
Todo el mundo tiene el derecho de disentir con el sentido de las reglas y a plantear su eventual modificación, lo que es delicado es que dos destacados contendientes por la Presidencia desde ahora se sumen a la descalificación de las reglas del juego y que hasta ahora no hayan refrendado su compromiso a ceñirse indefectiblemente a ellas. Ojalá pronto lo hagan, con todo lo que ello implica.
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