lunes, 7 de noviembre de 2011

EL GUSTO POR EL ESTANCAMIENTO

RICARDO BECERRA LAGUNA

De modo inusual, el viejo Eric Hobsbawm respondió enfadado a la pregunta de un reportero descuidado: “Me irrita oír constantemente que estamos a punto de entrar a una depresión mundial... Desde la quiebra de Lehman se repite una y otra vez, pero lo que usted quiere decir es otra cosa: si se va a concretar una depresión en Norteamérica y en Europa, porque en países como México, Centroamérica, Argentina, Colombia, casi toda África y una parte del centro de Asia, las depresiones económicas van y vienen o permanecen muchos años, desde 1980” (El País, 13/VI/2009).
Hay razón para el enfado: entre 1980 y 2010, América Latina vivió 45 crisis, al menos dos protagonizadas por México (1982 y 1994-95) y de repercusiones mundiales. Esto quiere decir que la depresión, el estancamiento o el bajísimo crecimiento son fenómenos muy bien conocidos en nuestro subcontinente, casi diríamos, asimilados y metabolizados por el subcontinente.
Todo esto viene a cuento porque una de las cosas que más impresionan al leer la prensa europea, es precisamente el tono de angustia y los subrayados de emergencia con los que han venido discutiendo e informando de la crisis y su variada secuela.
Españoles y alemanes, franceses e ingleses, por no hablar de griegos o portugueses, viven la convulsión de la deuda y del crédito mundial con indignación, sí, pero sobre todo con inseguridad y mucho miedo.
Algunos cobran conciencia del freno abrupto en el ritmo de su prosperidad. Otros se horrorizan por el nivel de desempleo y la inusitada masividad de los despidos. Algunos más –como Felipe González- advierten que la sobrevivencia misma del Estado de Bienestar está en peligro y otros profetizan -de plano- la desintegración del proyecto europeo, ese modelo de crecimiento, progreso social y democracia que es el timbre de orgullo del viejo continente.
Es un tono que está en boca de Merkel, de Sarkozy, del impronunciable Presidente griego, de los indignados españoles, de los empresarios holandeses, de los partidos en Irlanda o de los sindicatos italianos: puede desplomarse un nivel de vida que afanosamente se construyó, década tras década, después de la segunda guerra mundial, y pueden entrar a una edad de austeridad y plomo con bajo crecimiento.
Miro con envidia esa agitación, esos debates, ese sentido de la urgencia y no tanto por su calidad intelectual (que la hay), ni por sus políticas o acuerdos concretos; tampoco por el carisma de sus líderes o por la sofisticación de su política: mi envidia proviene del tono, de la conciencia que ellos tienen –y que nosotros perdimos en algún momento- de que es posible quedar estacionados en un mar de los sargazos económico, perdiendo una tras otra, sus conquistas sociales y su bienestar.
Supongo que ese tipo de debate angustiado y perentorio ocurre cuando has alcanzado un nivel de civilización y de repente, una crisis inmensa, anuncia que ha venido a arrebatártelo.
No es y no fue nunca nuestro caso, por supuesto. Tengo la impresión por el contrario, de que hace rato, nos acostumbramos al estancamiento, a ese tipo de vida astrosa y conformista que se contenta con evitar la siguiente crisis (a menudo ni siquiera lo logra, como en 2009).
Esta penosa condición política y mental se profundizó durante los gobiernos de la alternancia pero no empezó con ellos, sino que viene de dos décadas atrás. Desde entonces, el ritmo de crecimiento del ingreso en México perdió toda velocidad: hoy la riqueza per cápita crece a un 20% de lo que crecía en las décadas anteriores (véase, Tres décadas de estancamiento económico, CEPAL). Por eso, el PIB por habitante ha crecido en promedio 0.6 por ciento cada año, de 1980 a 2008, sin contar el retroceso neto ocurrido en el 2009 y del que apenas nos recuperaremos en diciembre de este año (si bien nos va).
Y tan campantes. Aquí es imposible ver en el gobierno, en los formadores de opinión, en Hacienda, el Banco de México, en las élites empresariales, aún en los sindicatos e incluso en los partidos de izquierda, una idea o un diagnóstico cargado de la urgencia y la premura que treinta años de parálisis merece.
No creo que pueda hablarse de una cultura del estancamiento, pero es claro que no existe un debate público que la señale, la encare o la remonte. ¿Cuál fue la prioridad del Presidente De la Madrid? La estabilización. ¿Del Presidente Salinas? Las reformas estructurales. ¿Las de Fox? Combatir la corrupción. ¿La de Calderón? El combate al crimen organizado. ¿Y el desarrollo?
Es probable que los siguientes años, Estados Unidos no logre recuperar su crecimiento y por tanto no alcance a remolcar nuestra economía; en algún punto de las siguientes dos décadas ya escaseará nuestro petróleo, y a la mitad de los años 20 de este siglo, seremos ya una sociedad de adultos con decenas de millones de viejos pobres que mantener y sin pensión.
Esa pobre sociedad futura fue producida por el estancamiento presente, admitido y santificado en nombre de la “estabilidad”. Ojalá este embotamiento intelectual y político, no cuaje en Europa como lo hizo entre nosotros, los resignados mexicanos, cómodos y a gusto con su propio estancamiento.

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