lunes, 21 de noviembre de 2011

EL DESENCANTO DE LA DEMOCRACIA

ARNALDO CÓRDOVA

Hace una semana, Leonardo Valdés, consejero presidente del IFE, sugirió que en México ha aumentado el desencanto de los ciudadanos con la democracia. Citando datos del Latinobarómetro (encuesta que alguien le recordó), dijo que ha habido una caída de entre 49 y 40 por ciento en el apoyo a la democracia. “Eso significa –dijo– que no estamos satisfechos con una democracia electoral; queremos mayor participación ciudadana, mayor exigencia de los gobernantes. No sólo elegirlos”. Es difícil entender qué quiere decir todo eso para el funcionario, en especial, su rechazo de lo electoral”, pero debe dársele razón.
Habrá que citar mejor la encuesta mencionada. En 2010, el apoyo a la democracia fue de 49 puntos porcentuales; en 2011, fue de 40. No estamos “entre 49 y 40”, como dice el presidente consejero. Estamos en 40, lo que quiere decir que un 60 por ciento de los ciudadanos (encuestados) ha dejado de creer o nunca creyó en la democracia. Latinobarómetro fija las causas de ello en la ola de violencia y la disminución del crecimiento (–1.4 por ciento). A ello hay que agregar que un 14 por ciento preferiría un gobierno autoritario y a otro 36 le da lo mismo.
A la pregunta de qué le falta a la democracia en su país, 55 por ciento de encuestados responde que reducir la corrupción; un 27 por ciento que garantizar la justicia social; un 36 por ciento que aumentar la transparencia del Estado; un 32 por ciento que haya mayor participación ciudadana; un 21 por ciento que consolidar los partidos políticos. Para un 5 por ciento, las cosas están bien como están. Hay un misterio en la encuesta: a la pregunta de si los encuestados aprueban la gestión del gobierno, 59 por ciento respondió positivamente en 2010 y 2011; pero cuando se les pide que digan, en una escala del uno al 10, cuán democrático es el país, dicen que 5.9. Y, pese a una calificación tan mala, aprueban mayoritariamente al gobierno.
Más allá de estadísticas, que nos muestran palpablemente ese descontento de que hablamos, es necesario que dilucidemos las causas y el mismo proceso de deterioro que ha llevado a un enorme sector de la ciudadanía a descreer de la democracia, por la sencilla razón de que no se trata de un hecho que se da y que queda ahí, sino de una responsabilidad de los actores políticos que, persiguiendo rabiosamente sus propios intereses y no respetando normas de elemental convivencia y coexistencia políticas, han acabado por convertir nuestra débil y frágil democracia en un chapoteadero inmundo que a todos decepciona.
Bien miradas las cosas, la democracia en abstracto no tiene ninguna culpa. Ella es un método de organización del Estado que muy pocos respetan y a muy pocos interesa que avance y se fortalezca. Estamos entre los pueblos de América Latina que están dejando de creer en los parámetros democráticos. Paulatinamente, estamos regresando a épocas oscuras en las que no se confiaba en las elecciones, porque no se respetaba la ley y el dinero, público o privado, lo ensuciaba todo. Ahora hay que agregar la peligrosa intromisión de la delincuencia organizada en la vida cívica de una gran parte del país.
Estamos ya en una nueva reedición de aquella vieja contraposición entre democracia y gobernabilidad, pero ahora no sólo como ejercicio analítico o ideológico, sino como percepción clara de una ciudadanía a la que le parece ocioso andarse ocupando de supuestos avances democráticos, cuando la violencia y la corrupción a sus máximos niveles la tienen asediada por todos lados. Es probable, como se afirma, que en Michoacán, por ejemplo, la delincuencia metiera las manos en muchos procesos electorales locales; pero el derroche de recursos públicos, la compra de votos y la amenaza de la violencia no dejaron que esa ciudadanía se pronunciara según sus convicciones, lo que quiere decir que allí la democracia estaba ausente.
Tampoco cabe duda de que los perredistas, al igual que en Zacatecas, perdieron las elecciones por ineptos. No sólo les arrebataron sus bases en bastiones en los que se acostumbraron a ganar, sin ninguna gracia, sino que todo lo hicieron mal desde el principio, sobre todo, cuando eligieron a sus pésimos candidatos y, más atrás y desde luego, gobernando mal.
Parece claro que la democracia ha estado echándose a perder con cada elección que pasa. El comportamiento delictivo de Fox en 2006 fue permitido por el temor de que ganara el candidato de izquierda; en ese entonces, resultó fácil exonerar al presidente y condenar a López Obrador por no aceptar una derrota que se le fabricó desde los altos círculos del poder. En cada elección se despliegan todos los recursos violatorios de la ley sin que a nadie conmueva. El dinero corre en abundancia y corrompe a una ciudadanía empobrecida y golpeada por el mal gobierno y las crisis de dentro y de fuera.
Los partidos no son democráticos, porque son los primeros descreídos en la democracia y no hay uno solo que respete la democracia. Se han acostumbrado a luchar por el botín y a morderse y a ladrarse por los puestos públicos; en su ideario no cabe el mejoramiento del pueblo y el perfeccionamiento del Estado democrático, sino que todo lo ocupan el dinero y los huesos. Y en ello no están solos. Valdés se refirió al hecho increíble de que la pasada reforma electoral no tocó para nada la legislación penal de modo de tipificar en ella los delitos en la materia. El Legislativo, por su parte, parece que ni siquiera lo notó. Este poder es, en gran medida, un responsable principal del deterioro de nuestra democracia.
Por lo que toca al presidente panista, se puede ver lo que le importa la democracia en su comportamiento en las elecciones michoacanas en las que, usando de todo el dinero del Estado, quiso dar el triunfo a su hermana candidata a gobernadora mediante el derroche y la corrupción. Y si no le alcanzó la plata fue porque sus enemigos pudieron más que él en cuanto a malas artes y compra de votos. La manipulación electorera de los programas sociales se dio sin que nadie hiciera nada como no fuese chillar porque los estaban bolseando.
Los propios ciudadanos no están exentos de responsabilidad, pues ellos son los principales hacedores, cuando se da, de la democracia. Cuando ellos la quieren de verdad no hay fuerza que pueda impedir la democratización de la vida política. Cuando, en cambio, ellos se decepcionan de la democracia o deja de interesarles no sólo no puede haber democracia, sino que la vida política misma se descompone y se corrompe. Desde luego, no cabe condenar a nadie porque no crea o no confíe en la democracia y menos al pueblo de ciudadanos, que es el que decide cómo se nos debe de gobernar. Aun inconscientemente se puede decidir y el que la democracia avance es algo que el pueblo mismo debe resolver, a favor o en contra.
Parece increíble, pero estamos llegando de nuevo a una etapa que formó parte de nuestro pasado reciente, cuando considerábamos a la democracia como la utopía a la que muchos querían entregarse. Ahora, después de ser una endeble realidad, la democracia parece esfumárse en la nada y volvemos a la utopía de ayer, cuando deseábamos que la democracia fuera una realidad en nuestro país.

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