PEDRO SALAZAR UGARTE
Así llama Haruki Murakami a los extraños y poderosos personajes que causan destrozos y amenazan a la bella Fukaeri en su magnífica novela 1Q84. Por una misteriosa asociación de ideas, es el mote que se me antoja para los siete magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Gente poderosa que se ha salido de control e impone su voluntad y su capricho a una comunidad que, en alguna medida, ha quedado a su merced. Ya no sólo son sus inconsistencias y sus excesos, ahora también debemos de hacer cuentas con sus omisiones. En estos días, en concreto, con su negativa a impartir justicia. Me queda claro que no era fácil determinar cuáles son las consecuencias jurídicas de la omisión legislativa que ha dejado al Consejo General del Instituto Federal Electoral sin tres de sus integrantes. En esa medida no sé qué pueden hacer de cierto los jueces electorales para resolver el entuerto. Sus facultades en la materia son imprecisas y, por lo mismo, no es sencillo precisar qué correspondía resolver en el caso de los juicios que presentaron algunos ciudadanos en contra de los diputados. Ciudadanos que acudieron al tribunal para pedir que se velara por la Constitución.
Lo que me parece desolador es el modo y las razones por las que los magistrados evadieron el asunto. Al sostener que los ciudadanos quejosos carecían de “interés jurídico” en el caso, los jueces, claudicaron de su responsabilidad. Su obligación era mantener abierta la puerta de la justicia y entrarle al fondo del asunto. Y no porque lo diga el autor de esta columna, sino porque lo establece la Constitución mexicana. El artículo primero de ésta señala que “todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos”. Y los derechos políticos forman parte de estos últimos. Para cumplir con esa misión, al interpretar al derecho, todas las autoridades —y, en particular, los jueces— deben favorecer “en todo tiempo a las personas la protección más amplia”. Una lectura llana de esta disposición conduce por la senda del amplio acceso a la justicia. Si los jueces cierran sus puertas a los reclamos ciudadanos —bajo el argumento de que aceptar esos casos implicaría abrirle la puerta a 78 millones de quejas ciudadanas—, faltan a su obligación constitucional. Y eso es, precisamente, lo que hicieron.
En el colmo del autismo, aunque dieron trámite al reclamo, para sobreseer los expedientes, los magistrados, paradójicamente, tuvieron que pronunciarse sobre el fondo. Y, en su mayoría, concluyeron que la deficiente integración del Consejo General no se traduce en una violación cierta y directa al derecho de votar de los quejosos. De esta manera, en realidad, desecharon los argumentos de sustancia. Pero no repararon en que el artículo 41 de la Constitución señala que, en la integración del IFE, participan “el Poder Legislativo de la Unión, los partidos políticos nacionales y los ciudadanos”. Esa arista prometedora sí constaba en el proyecto de sentencia que fue derrotado y, a mi entender, obligaba a los magistrados a reconocer el legítimo interés de los impugnantes para litigar su caso. No tanto y no sólo porque estuvieran en juego sus derechos políticos —al menos no de manera individual y directa— sino porque la Constitución les da el derecho de concurrir a la integración de los órganos del IFE. Un derecho que los magistrados tienen la obligación de tutelar.
Así las cosas, si se argumentó que no existía una violación del derecho de voto y, por lo mismo, no existían razones para acreditar el interés de los ciudadanos, también se debió demostrar que el derecho de participación que les reconoce el artículo 41 no vale para litigar las omisiones de otros poderes en el tema. Y sobre esto, los magistrados, quién sabe por qué, hicieron mutis. Curioso viniendo de un tribunal que ha llegado incluso a crear recursos inexistentes —llamados acuerdos generales— para permitir la impugnación de decisiones varias. Sálvese el que pueda.
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