miércoles, 16 de junio de 2010

CASO ABC Y LA CORTE: UN CALLEJÓN SIN SALIDA

SERGIO LÓPEZ AYLLÓN

Esta semana la Suprema Corte iniciará la discusión del caso ABC. El ministro Arturo Zaldívar presentó un proyecto provocador. Tiene el mérito de poner en la mesa uno de los problemas más graves de nuestro sistema político y jurídico: su incapacidad para fijar y aplicar responsabilidades. Esto crea el terreno fértil para que florezcan impunidad y desconfianza, los corrosivos más potentes del tejido social.
El ABC es un caso paradigmático de lo anterior, pues las responsabilidades corresponden a los gobiernos federal, estatal y municipal, pero como son de “todos” se diluyen y al final nadie las asume. La intervención de la Corte se da en este contexto, donde las instituciones con facultades para determinar los diferentes tipos de responsabilidades (penal, civil, administrativa y política) han sido incapaces de hacer el mínimo indispensable para que tengamos confianza en que algo va a suceder.
El proyecto de Zaldívar, que retoma la investigación realizada por una Comisión especial, concluye que sí hubo violaciones graves a las garantías de los niños y responde a la pregunta de quiénes fueron responsables de la tragedia. Expone además por qué considera que no fue sólo un accidente, sino el resultado de fallas sistémicas en la operación tanto del sistema de guarderías del IMSS como en las funciones de prevención en los sistemas estatal y municipal de protección civil.
Tenemos que ser cuidadosos en entender qué es lo que sigue para evitar falsas expectativas. La Corte actúa en el marco de lo que se conoce como la facultad de investigación, que es una reminiscencia del diseño original de la Constitución de 1917. Desde 1994 la Suprema Corte es un tribunal constitucional y por ello ahora resulta una facultad extraña, anómala y sin sentido. Ningún otro tribunal constitucional del mundo tiene algo semejante.
La facultad es anómala porque otorga a la Corte una función de investigación, “únicamente para que averigüe algún hecho o hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual” (énfasis añadido). Nada más, ni nada menos. La Corte deja así de ser un juez para convertirse —sin serlo— en un Ministerio Público. Peor aún, la Constitución no atribuye consecuencia jurídica alguna a esta atribución. Por eso desde hace tiempo se ha insistido en eliminarla. Un reciente proyecto de reforma constitucional aprobado por el Senado la transfiere a la CNDH. Lástima, los señores diputados tienen “dudas” y lo mantienen en la congeladora.
El proyecto que ahora se discute propone una reinterpretación del alcance de esta facultad y avanza la posibilidad de que se fije a los funcionarios involucrados responsabilidades “constitucionales, éticas y políticas”. El asunto es problemático. Desconozco cuál es el eventual contenido y alcance de las responsabilidades “constitucionales” y el proyecto tampoco lo aclara. Para las políticas la propia Constitución establece un procedimiento y órganos responsables entre los que no se cuenta la Corte. Nos quedamos entonces con las éticas. ¿De verdad queremos convertir a la Corte en un tribunal moral al margen de la regla de derecho?
El asunto es más complejo si consideramos que esa determinación de responsabilidades se hace en un procedimiento de investigación, es decir, sin que los posibles inculpados tengan la posibilidad de una defensa adecuada. Este es un principio fundamental del Estado de derecho que la Corte —aún con las mejores intenciones— no puede obviar.
En los casos de Aguas Blancas, Lydia Cacho, Atenco y Oaxaca, la Corte ha intentado delimitar el contenido de esta facultad, siempre con resultados insatisfactorios. El dilema se plantea de nuevo ahora y es especialmente grave frente a la dimensiones de la tragedia. Pero la Corte enfrenta un callejón sin salida: o se limita a constatar la existencia de violaciones y señalar a las autoridades involucradas, o avanza por el riesgoso camino de fijar responsabilidades sin juicio ni consecuencias jurídicas. Cualquier decisión frustrará las expectativas de los padres de los niños y de los ciudadanos y lanzará la sombra de sospecha sobre la acción de los ministros. Pero esto es irremediable, pues el defectuoso diseño de la facultad no les permitirá —como se espera— impartir justicia. Peor aún, posibilita que las instituciones realmente responsables de hacerlo sigan en el cómodo pedestal de la inmovilidad. Todo esto no es culpa ni de la Corte ni del proyecto de Zaldívar, sino de una facultad que urge eliminar.

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