Conocí a Carlos en sus días preparatorianos. Era la encarnación viva de san Ildefonso; con su laicismo feroz, su veta popular y su avidez por la lectura, apenas velada por el retraimiento personal. Fue el más joven de los colaboradores de Medio Siglo y se convirtió después en el eje crítico y el claro contrapunto de la segunda época de la revista. Siempre testigo y siempre subversivo. Ver a Carlos como continuador de nuestra generación sería una falacia. Los pocos años que lo separaban de nosotros fueron los del nacimiento de la “inteligencia encabronada”. A pesar de la adhesión compartida a la “filosofía del relajo”, nuestro pensamiento correspondía al último aliento de la modernidad; el suyo se adentra en la posmodernidad. Lleva a cada puerto —hasta el siglo XXI— la revuelta moral del 68. Instala la marginalidad en el centro de la cultura nacional. Desde el pesimismo vital de Ixca Cienfuegos, termina ejerciendo el poder en la república de las letras. Asume su pertenencia a una minoría religiosa, sexual, intelectual, como afirmaciones demoledoras del unanimismo oficialista y contribuye a la creación de un nuevo universo cultural que las comprende pero no las desarma. La sátira es el enemigo implacable del mito. A partir de Sócrates, invita al encuentro de una verdad diferente, edificada sobre parcialidades inconexas, que no sirva de máscara al poder ni de escudo a la mediocridad. Monsiváis fue un iconoclasta: “destructor deliberado de las imágenes dentro de una cultura, que rechaza la autoridad de maestros, normas, monumentos y modelos”. Todo demoledor es sembrador de nuevos mitos, comenzando por el propio. La contracultura, desde tiempos antiguos, no es sino la circulación de corrientes ocultas por los ríos principales. La exaltación de sensibilidades subyacentes que nos permiten convertir a Pedro Infante en heredero de Benito Juárez. Esa mezcla de cultura erudita con enciclopedismo amoroso de los símbolos mínimos. Igual rockero, que coleccionista, vagabundo o crítico literario. En la acepción francesa Monsiváis sería un moralista. No porque preconizara el bien o la virtud, sino porque exploraba en las complejidades de la conducta humana con ánimo de ejemplaridad. También porque edificó una visión de su tiempo —más por la narrativa que por la teoría— y se sumergió en el espacio privilegiado de los procesos civilizatorios, donde la igualdad y la libertad son posibles al precio de la rebeldía y la comunicación verdadera: la vida urbana en las entrañas múltiples del Distrito Federal. La tolerancia no es valor absoluto. Es condición de la diversidad y reconocimiento del prójimo, pero incluye la intolerancia contra la estupidez. Pacifista como era, Carlos llegó a decir que la incompetencia podía causar mayores estragos que la violencia. Fue implacable con la solemnidad, fatuidad y vaciedad de los políticos del viejo régimen. Fue definitorio en la exhibición de la frivolidad y avaricia de quienes traicionaron, desde la derecha, la transición democrática. A la pregunta ¿dónde está la izquierda? podríamos responder con la vida y obra de Carlos Monsiváis: sus componentes de utopía, acidez crítica e imprecisión estratégica. No fue un intelectual comprometido en el sentido de realismo socialista o del catecismo civil, pero mantuvo un compromiso esencial con las causas libertarias. Adversario del establishment, vituperó las jerarquías oligárquicas y partidarias. Fue, ante todo, movimientista de vanguardia. Se adelantó con la pluma al empeño social para evitar que en México gobernase “la primera generación de norteamericanos nacidos en México”. Como decía André Malraux, todo intelectual patriota sufre una ambivalencia con el poder. Desprecia tanto la pequeñez que es capaz de sumarse a la grandeza. Retengo la lealtad inconmovible de Carlos con el movimiento fracasado de 1968 y el esfuerzo inconcluso de 2006. Va a faltarnos, sobre todo en el esfuerzo que viene por un cambio radical del país y la posible refundación de la República
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