El 5 de junio, el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (grupo de profesores, periodistas, funcionarios públicos, políticos activos —y ya no tanto— que por su propio pie y desde hace 20 años se reúnen para discutir la economía, la política, la cultura…) presentamos el documento “Equidad social y parlamentarismo” (www.ietd.org.mx). La intención es hacer cuentas con nuestras propias ideas y con las “ideas-ambiente” que han dominado el debate público en los últimos años pues a nuestro modo de ver, las cosas están deliberadamente alrevesadas. Reformas estructurales en México ha habido muchísimas a lo largo de los últimos 30 años; son de distinto calado pero persiguen la misma vocación: liberalizar, treparnos a la globalización, desregular, contener la acción del Estado. Y todas comparten, además, la peculiar característica de ignorar la equidad social, o más bien, de prometerla para después. Decimos que ha llegado la hora de evaluar esa experiencia de 30 años (toda una generación después del sexenio de López Portillo) y mirar el paisaje de exclusión social que el nuevo modelo no pudo corregir y que incluso, agudizó. Y si queremos hacer más eficiente y abierta la economía, debemos generar una estructura de seguridad que mitigue los efectos que provocan los jalones económicos y financieros de la globalización. Sin esa red de protección (que incluye seguro de desempleo e inclusión a un sistema de salud vigoroso), las “reformas estructurales” están condenadas a ser una reiteración del libreto excluyente del último cuarto de siglo. Y para crear la nueva estructura de derechos sociales —sin condiciones ni padrones, sin clientelas ni favores corporados— es necesario encarar el cambio estructural por excelencia, pospuesto igual por populistas que por neoliberales, desde hace 52 años: la reforma fiscal, recaudatoria y redistributiva, amplia y sin excepciones. El documento hilvana una segunda idea: nos guste o no, la pluralidad es el hecho decisivo de la política mexicana. Desde 1997 la realidad electoral confirma el rostro heterogéneo, diverso y desigual de México. De cara a los comicios del año 2012 podemos prever que el país volverá a expresar su adhesión a tres grandes corrientes políticas y una variedad de formaciones disímbolas. De esa suerte, el escenario más probable es que han confirmado las cinco elecciones federales precedentes: un Presidente que emana del tercio mayor de votantes frente a un Congreso integrado por una mayoría opositora. ¿Y qué vamos a hacer? Podemos repetir el libreto de los últimos tres lustros; podemos ensayar alternativas mayoritarias, dispositivos ingeniosos y más o menos autoritarios, para otorgarle al Presidente una mayoría que el electorado no le dio. Pero también podemos —según nuestro documento— diseñar un nuevo régimen político que se ajuste a la realidad sin asfixiarla: parlamentarismo, un tipo de arreglo constitucional que necesita de las coaliciones para poder gobernar: un acuerdo público entre partidos; un programa de gobierno común y un gabinete de compromiso que emerja del Congreso. Dicho en una nuez, eso es lo que sostenemos en “Equidad social y parlamentarismo”. En nuestra propuesta no hay una idealización a la época del frenético intervencionismo estatal. Si se fijan bien, es al revés: hay una crítica dura al patrimonialismo y al clientelismo de “aquellos años”, posteriores al 68, que quiso pagar con gasto desmedido la factura política de la matanza en Tlatelolco. No obstante lo que estamos obligados a reconocer, es que luego de una generación de mexicanos, el modelo sustituto no puede rendir buenas cuentas. No es la evidencia de un año, o de un sexenio, ni siquiera de un partido en el gobierno: son los datos de toda una generación. A todo esto, en su columna de Milenio del lunes 14, Luis González de Alba discute con el IETD, pero no en torno a estas ideas, sino más a modo, suponiendo que decimos lo que no decimos, como si nuestro planteamiento fuera una añoranza del antepasado populista. No lo es: en lugar de clientelas, hablamos de derechos universales; en lugar de privilegios corporativos, hablamos de reforma fiscal amplia y sin excepciones; en lugar de regalar la mayoría al “señor Presidente” hablamos de política de coalición, y en lugar de autoritarismo y monolitismo hablamos de pluralismo y parlamentarismo. Es un debate que urge porque después del 2012, México puede seguir dando vueltas en las trampas de un presidencialismo que no tiene el instrumental para gestionar la pluralidad del país. Hay que centrar el debate donde debe estar: ¿Cuáles son las consecuencias de un cuarto de siglo de reformas estructurales malhadadas y de 15 años de vida democrática en presidencialismo y partida en tres? Ésos son los procesos que han configurado nuestra época. Es un debate obligado, sin volver a perdernos en las querellas del remoto antepasado.
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