miércoles, 9 de junio de 2010

REFORMA POLÍTICA: REENFOCAR LA DISCUSIÓN

ALEJANDRO MADRAZO LAJOUS

El diablo está en los detalles, pero de nada sirve cuidarlos si no tenemos claro un panorama de lo que queremos. Las propuestas de reforma política y las discusiones sobre ella se enfocan en detalles —relevantes, pero detalles aún— de nuestro régimen político. Se discuten la reelección legislativa, la segunda vuelta electoral, las candidaturas ciudadanas o el número de representantes populares como temas discretos, aislados, con virtudes propias con independencia del entramado institucional y político en el que se insertarían.
Así perdemos la perspectiva que más necesitamos: el país está sumido en una profunda crisis, como no se había gestado en 100 años, que ha calado en todos los niveles de gobierno, todos los poderes y todas las instituciones. Necesitamos ver los árboles sin perder de vista el bosque. Lo cierto es que la conveniencia de adoptar o no cada una de estas medidas depende del contexto general en el que vayan a operar.
Necesitamos reenfocar la discusión en el panorama amplio de la transformación política que necesitamos y que parece avecinarse (por las buenas o por las malas). Después, debemos reformular las propuestas que hoy están sobre la mesa, los detalles de la ingeniería constitucional y del diseño institucional, pero sólo una vez que tengamos claro a dónde queremos llegar.
Debemos plantearnos: ¿queremos un régimen político que refleje la pluralidad de la ciudadanía mexicana y que incentive la generación de acuerdos públicos y transparentes entre la clase política o un régimen político que suprima la pluralidad a fin de construir artificialmente mayorías que hagan al gobierno más operativo, pero también más arbitrario, menos transparente y menos accesible a la ciudadanía?
La segunda alternativa —mayorías artificiales, supresión de la pluralidad— parece inspirar muchas de las propuestas, en particular la del presidente Calderón. Se trata, en realidad, de la variación de un tema ya conocido: el régimen priísta fue hasta el último cuarto de siglo pasado comparativamente funcional, precisamente porque imponía una mayoría artificial y funcionaba con base en acuerdos gestados entre grupos de interés, pero de espaldas a la ciudadanía.
La primera alternativa —ampliar la pluralidad y procurar la transparencia—, en contraste, parece haber inspirado muchos de los cambios políticos e institucionales más relevantes que, desde los tardíos años 70, se han implementado: legisladores de partido y luego de representación proporcional, financiamiento público para formación de partidos y campañas políticas, instituciones electorales ciudadanas nombradas por consenso entre partidos políticos, transparencia y fiscalización de la función pública.
Hoy hay quienes nos quieren convencer de que la apertura política y la pluralidad han desembocado en la parálisis del gobierno. Sospecho que la causa de la parálisis la debemos buscar más en la impericia de los políticos y en una cultura cada vez más difundida de abyección frente al rico y poderoso, sea éste heredero, monopolista, sindicalista o santo varón. La abyección es lo que paraliza a nuestros políticos, no la pluralidad de nuestro país.
Empecemos, por ejemplo, por preguntarnos si queremos rescatar y ahondar en el régimen presidencial y presidencialista que tan larga historia tiene en nuestro país, y que tanto condenábamos hace apenas una década, o bien, si queremos continuar explorando la pluralidad y encaminarnos hacia un régimen parlamentario o semipresidencial, en donde las mayorías se construyan abiertamente y sin anular la pluralidad, con base en acuerdos explícitos y públicos.
Continuemos por preguntarnos si queremos un federalismo falso y feudal, como el actual, o uno auténtico, en que los ciudadanos de cada estado puedan variar cuestiones sustantivas de su vida política, incluso su forma de gobierno, y optar por tener, por ejemplo, un régimen bicameral, un sistema electoral de mayoría simple o un sistema de representación proporcional completo.
Hoy las constituciones locales no hacen mucho más que replicar los artículos 115 y 116 de la Constitución federal y agregar algún derecho fundamental al listado de las garantías individuales. El centro dicta prácticamente todo: desde el régimen interno de los estados hasta la edad que puede tener su gobernador, pasando, entre muchas otras cosas, por los criterios que deben regir al designar a los jueces locales.
No es lo mismo la segunda vuelta en un régimen presidencial y presidencialista que en un régimen semiparlamentario, donde el gobierno surgirá de una mayoría lograda gracias a acuerdos públicos y no de una mayoría forzada electoralmente. No es lo mismo la reelección en un sistema auténticamente federal que en uno centralista revestido de jerga federalista.
Yo me inclinaría por construir, en primer lugar, un régimen –sea parlamentario o semipresidencial– que refleje y festeje la pluralidad cada día más evidente de que goza nuestro país, y que permita articular acuerdos públicos a los que el gobierno quedará sujeto, so pena de dejar de serlo. Pero primero hay que plantearnos las preguntas de fondo, no las de forma.

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