Hay quien no los distingue. Quien piensa que son lo mismo e incluso los intercambia al hablar. Utiliza las palabras como sinónimos. No se da cuenta que sólo en apariencia tienen algún parentesco y que en verdad son especímenes casi siempre antitéticos.
El aficionado tiene, por sobre todo, un espíritu lúdico. Le gusta el juego y el momento de recreo que se genera en su entorno; goza la fiesta, su ruido, su barullo, su colorido. Ama el juego por ser eso: un distractor, un remanso para los "auténticos" problemas que lo agobian, una vuelta a la niñez que se escapó hace un buen rato.
El fanático, por el contrario, hace del juego un asunto vital, sustantivo. Convierte lo marginal en algo trascendente, estratégico. Su vida -sus humores, sobre todo- depende del desenlace de un evento al que carga de contenido de manera radical. Invierte los términos de lo observado: no es una ocasión para el esparcimiento sino para vivir con intensidad lo que le ofrece sentido a su existencia.
El aficionado es capaz de apreciar el talento de los dos equipos. Tiene predilección por uno, pero no cierra los ojos ante sus fallos o faltas y puede, no sin problemas, reconocer las virtudes del contrario. Sabe que las identidades, los uniformes, los himnos sirven para ordenar el encuentro, para ofrecerle sentido, pero no cree que ante sus ojos se despliegue una gesta de la que dependan el futuro y la dignidad de la nación.
El fanático ve lo que quiere ver. Los adversarios son enemigos y ninguna concesión merecen. Los propios pueden cometer faltas, incluso mayores, pero todo se les perdona porque son "los nuestros". Mientras a los contrarios no se les disculpa ni la más mínima y anodina infracción. Sus gritos y proclamas, sus gestos y desplantes transmiten odio auténtico y por ello el encuentro deportivo se vive como una "guerra en calzoncillos".
Dice el señor Larousse que fanático es el "que defiende con apasionamiento y celo desmedidos una creencia, una causa, un partido, etc. (creyente fanático)" y "el entusiasmado ciegamente por una cosa: por ejemplo, el fanático de la música". Y me gusta la definición, porque no es el apasionamiento o el celo en sí mismos sino su carácter desmedido lo que ciega, lo que bloquea la razón, lo que construye al fanático. Es la combustión interna, el grado de arrebato, la temperatura del fervor lo que lo pone en pie.
Por desgracia, ni el señor Larousse ni su mujer ni su hijo -el pequeño Larousse- son tan precisos al definir al aficionado. Lo convierten en el antónimo de profesional y tienen razón (el futbolista aficionado es distinto al profesional), pero por supuesto no es de lo que hablamos; pero ofrecen una pista al señalar al aficionado como "el que gusta de algo". Y eso me gusta. En efecto, el aficionado tiene y mantiene simpatías por alguno de los contendientes, aspira a su triunfo, acompaña al equipo en sus penas y alegrías, pero sabe que en ello no le va ni la vida ni la muerte.
El aficionado en el estadio muestra perplejidad ante el comportamiento del fanático. El fanático, por su parte, mira con desdén al aficionado. El aficionado cree haberse topado con un (o unos) deschavetado(s); el fanático menosprecia lo que para él es la falta de pasión del tibio aficionado. Y es que la temperatura anímica es la que distingue con claridad a uno del otro.
Los roles, sin embargo, pueden ser cambiantes. ¿Quién no ha visto a un flemático aficionado convertirse en un enardecido fanático? Y a la inversa: un fanático, cuando su equipo no está en la cancha, en ocasiones puede observar el partido con una distancia anímica similar a la que guarda el médico forense ante un cadáver.
No sobra decir que las masas fanatizadas suelen ejercer un poder de atracción nada deleznable y de cuando en cuando (mucho más frecuente de lo que uno supone) logran sumar a sus filas a viejos y perseverantes aficionados. Se trata de un imán (casi) irresistible: el aficionado quiere estar o se ve envuelto en la pasión y el ambiente frenético, histerizado, contagioso. Ese ambiente se apodera de él y por un momento logra vibrar al unísono con una masa enfebrecida. Mientras lo contrario resulta (casi) imposible: la capacidad de seducción de los aficionados es (casi) nula, son como un imán atrofiado.
Ahora bien, eso que sucede con regularidad y de manera "natural" en los estadios, las mesas de las cantinas o frente al televisor no es exclusivo del mundo del deporte. En la política, las artes, las ciencias, las religiones, los oficios, y súmele usted, aparecen una y otra vez comportamientos similares. Y en todos esos campos, cuando esté a punto de toparse con un fanático (o peor aún, con un grupo de fanáticos), lo mejor es dar un rodeo y evitar las posibilidades de contagio. De lo contrario, es muy probable que en los próximos días se vea succionado por una masa en expansión y que con ella usted acabe gritando, contra su voluntad y contra sus convicciones más profundas: "Mé-xi-co; Mé-xi-co".
El aficionado tiene, por sobre todo, un espíritu lúdico. Le gusta el juego y el momento de recreo que se genera en su entorno; goza la fiesta, su ruido, su barullo, su colorido. Ama el juego por ser eso: un distractor, un remanso para los "auténticos" problemas que lo agobian, una vuelta a la niñez que se escapó hace un buen rato.
El fanático, por el contrario, hace del juego un asunto vital, sustantivo. Convierte lo marginal en algo trascendente, estratégico. Su vida -sus humores, sobre todo- depende del desenlace de un evento al que carga de contenido de manera radical. Invierte los términos de lo observado: no es una ocasión para el esparcimiento sino para vivir con intensidad lo que le ofrece sentido a su existencia.
El aficionado es capaz de apreciar el talento de los dos equipos. Tiene predilección por uno, pero no cierra los ojos ante sus fallos o faltas y puede, no sin problemas, reconocer las virtudes del contrario. Sabe que las identidades, los uniformes, los himnos sirven para ordenar el encuentro, para ofrecerle sentido, pero no cree que ante sus ojos se despliegue una gesta de la que dependan el futuro y la dignidad de la nación.
El fanático ve lo que quiere ver. Los adversarios son enemigos y ninguna concesión merecen. Los propios pueden cometer faltas, incluso mayores, pero todo se les perdona porque son "los nuestros". Mientras a los contrarios no se les disculpa ni la más mínima y anodina infracción. Sus gritos y proclamas, sus gestos y desplantes transmiten odio auténtico y por ello el encuentro deportivo se vive como una "guerra en calzoncillos".
Dice el señor Larousse que fanático es el "que defiende con apasionamiento y celo desmedidos una creencia, una causa, un partido, etc. (creyente fanático)" y "el entusiasmado ciegamente por una cosa: por ejemplo, el fanático de la música". Y me gusta la definición, porque no es el apasionamiento o el celo en sí mismos sino su carácter desmedido lo que ciega, lo que bloquea la razón, lo que construye al fanático. Es la combustión interna, el grado de arrebato, la temperatura del fervor lo que lo pone en pie.
Por desgracia, ni el señor Larousse ni su mujer ni su hijo -el pequeño Larousse- son tan precisos al definir al aficionado. Lo convierten en el antónimo de profesional y tienen razón (el futbolista aficionado es distinto al profesional), pero por supuesto no es de lo que hablamos; pero ofrecen una pista al señalar al aficionado como "el que gusta de algo". Y eso me gusta. En efecto, el aficionado tiene y mantiene simpatías por alguno de los contendientes, aspira a su triunfo, acompaña al equipo en sus penas y alegrías, pero sabe que en ello no le va ni la vida ni la muerte.
El aficionado en el estadio muestra perplejidad ante el comportamiento del fanático. El fanático, por su parte, mira con desdén al aficionado. El aficionado cree haberse topado con un (o unos) deschavetado(s); el fanático menosprecia lo que para él es la falta de pasión del tibio aficionado. Y es que la temperatura anímica es la que distingue con claridad a uno del otro.
Los roles, sin embargo, pueden ser cambiantes. ¿Quién no ha visto a un flemático aficionado convertirse en un enardecido fanático? Y a la inversa: un fanático, cuando su equipo no está en la cancha, en ocasiones puede observar el partido con una distancia anímica similar a la que guarda el médico forense ante un cadáver.
No sobra decir que las masas fanatizadas suelen ejercer un poder de atracción nada deleznable y de cuando en cuando (mucho más frecuente de lo que uno supone) logran sumar a sus filas a viejos y perseverantes aficionados. Se trata de un imán (casi) irresistible: el aficionado quiere estar o se ve envuelto en la pasión y el ambiente frenético, histerizado, contagioso. Ese ambiente se apodera de él y por un momento logra vibrar al unísono con una masa enfebrecida. Mientras lo contrario resulta (casi) imposible: la capacidad de seducción de los aficionados es (casi) nula, son como un imán atrofiado.
Ahora bien, eso que sucede con regularidad y de manera "natural" en los estadios, las mesas de las cantinas o frente al televisor no es exclusivo del mundo del deporte. En la política, las artes, las ciencias, las religiones, los oficios, y súmele usted, aparecen una y otra vez comportamientos similares. Y en todos esos campos, cuando esté a punto de toparse con un fanático (o peor aún, con un grupo de fanáticos), lo mejor es dar un rodeo y evitar las posibilidades de contagio. De lo contrario, es muy probable que en los próximos días se vea succionado por una masa en expansión y que con ella usted acabe gritando, contra su voluntad y contra sus convicciones más profundas: "Mé-xi-co; Mé-xi-co".
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