Abrió la 49 reunión interparlamentaria entre México y Estados Unidos en el estado de Campeche bajo los peores augurios. Asesinatos de compatriotas nuestros, por electrocución masiva y tortura en San Diego y a mansalva dentro de territorio mexicano en Juárez. La alevosía y carácter emblemático de los crímenes definía el clima del encuentro y la confrontación parecía inevitable.
La delegación de Estados Unidos se adelantó a cualquier reclamación: con sensibilidad diplomática y tono convincente ofreció condolencias, pidió un minuto de silencio y ofreció que se haría justicia. Los mexicanos convinimos en no remachar los crímenes —que no estaban en la agenda— y en aprovechar el clima de arrepentimiento para profundizar en sus causas y exigir soluciones verdaderas.
Los debates fueron intensos, mas los resultados magros. La franqueza afloró, sobre todo en la contraparte, y la regla de tres minutos permitió un intercambio parlamentario; esto es, directo, vivaz y áspero por momentos. Siendo la mayoría de nuestros invitados de origen latino, era necesario remontarse a la negociación del TLCAN, cuando ellos mismos o sus organizaciones lo combatieron o intentaron enderezarlo.
Traté de centrar la discusión en el análisis objetivo de un acuerdo asimétrico y ventajista. La tasa histórica de crecimiento de nuestro país se redujo a menos de una tercera parte —de 6.4% a 2.1%—, la desigualdad condujo a una desintegración virtual del país, la economía nacional se contrajo a la exportación de drogas, el ingreso por remesas, la venta de petróleo y gas, la maquila y el turismo. La regresión hacia una economía primaria junto con la disolución del estado de derecho.
Los temas por que lucharon las organizaciones civiles de ambos lados fueron abandonados: la defensa de los derechos humanos, la protección del medio ambiente, las condiciones laborales y la cuestión crucial de la migración, sin olvidar las demandas fronterizas que resurgen dramáticamente. Nuestros amigos reconocieron que su gobierno les aseguró entonces trasladar sus demandas a los “acuerdos paralelos”, cuya fuerza obligatoria resultó nula.
La estrategia de seguridad fue abordada de manera contrapuesta. Mientras el discurso estadounidense es unánime en sostener que nuestro gobierno es el demandante de apoyo militar para la “guerra” contra el narcotráfico, algunos mexicanos insistimos en el fracaso evidente de esa política que fue inducida por la parte norteamericana desde fines de los años 80, a partir del “caso Camarena”.
Se discutió la eventualidad de legalizar la mariguana y subrayamos la incongruencia entre el plan de Obama, fundado en la reducción de las adicciones en ese país y el combate militar del otro lado de la frontera. Al control de la venta de armas de asalto se nos respondió que no, por lo redondo. Respecto a la ley migratoria explicaron las dificultades para obtener una mayoría congresional. Nuestras demandas específicas en el plano comercial también están sujetas a factores políticos internos.
Se evidenció la inequidad política del tratado, que en Estados Unidos sólo tuvo 26 votos de diferencia y en México fue impuesto por el gobierno, con un solo voto en contra —el de quien esto escribe. Debiera ser revisado como el fruto postrero de un régimen autoritario, que no podría ser avalado por una democracia. Hubo reacciones positivas en cuanto a su actualización, pero no su apertura.
Quedó claro que el tratado fue instrumento de la política neoliberal —causante de la crisis— y medio de legitimación de un gobierno fraudulento. En conversaciones informales amigos “hispanos” evocaron la debilidad mexicana en las negociaciones y alguno añadió, fraternalmente: “El gobierno de Salinas entregó el trasero —las ‘nalgas’. Después de hablar con funcionarios mexicanos, pensamos ‘a éstos ya se los llevó la chingada’”.
Es la verdad histórica y el origen de nuestra decadencia política, económica y moral. Sólo un resurgimiento democrático, conducente a un nuevo consenso nacional, podría salvarnos de esta degradante cancelación de soberanía y dignidad.
La delegación de Estados Unidos se adelantó a cualquier reclamación: con sensibilidad diplomática y tono convincente ofreció condolencias, pidió un minuto de silencio y ofreció que se haría justicia. Los mexicanos convinimos en no remachar los crímenes —que no estaban en la agenda— y en aprovechar el clima de arrepentimiento para profundizar en sus causas y exigir soluciones verdaderas.
Los debates fueron intensos, mas los resultados magros. La franqueza afloró, sobre todo en la contraparte, y la regla de tres minutos permitió un intercambio parlamentario; esto es, directo, vivaz y áspero por momentos. Siendo la mayoría de nuestros invitados de origen latino, era necesario remontarse a la negociación del TLCAN, cuando ellos mismos o sus organizaciones lo combatieron o intentaron enderezarlo.
Traté de centrar la discusión en el análisis objetivo de un acuerdo asimétrico y ventajista. La tasa histórica de crecimiento de nuestro país se redujo a menos de una tercera parte —de 6.4% a 2.1%—, la desigualdad condujo a una desintegración virtual del país, la economía nacional se contrajo a la exportación de drogas, el ingreso por remesas, la venta de petróleo y gas, la maquila y el turismo. La regresión hacia una economía primaria junto con la disolución del estado de derecho.
Los temas por que lucharon las organizaciones civiles de ambos lados fueron abandonados: la defensa de los derechos humanos, la protección del medio ambiente, las condiciones laborales y la cuestión crucial de la migración, sin olvidar las demandas fronterizas que resurgen dramáticamente. Nuestros amigos reconocieron que su gobierno les aseguró entonces trasladar sus demandas a los “acuerdos paralelos”, cuya fuerza obligatoria resultó nula.
La estrategia de seguridad fue abordada de manera contrapuesta. Mientras el discurso estadounidense es unánime en sostener que nuestro gobierno es el demandante de apoyo militar para la “guerra” contra el narcotráfico, algunos mexicanos insistimos en el fracaso evidente de esa política que fue inducida por la parte norteamericana desde fines de los años 80, a partir del “caso Camarena”.
Se discutió la eventualidad de legalizar la mariguana y subrayamos la incongruencia entre el plan de Obama, fundado en la reducción de las adicciones en ese país y el combate militar del otro lado de la frontera. Al control de la venta de armas de asalto se nos respondió que no, por lo redondo. Respecto a la ley migratoria explicaron las dificultades para obtener una mayoría congresional. Nuestras demandas específicas en el plano comercial también están sujetas a factores políticos internos.
Se evidenció la inequidad política del tratado, que en Estados Unidos sólo tuvo 26 votos de diferencia y en México fue impuesto por el gobierno, con un solo voto en contra —el de quien esto escribe. Debiera ser revisado como el fruto postrero de un régimen autoritario, que no podría ser avalado por una democracia. Hubo reacciones positivas en cuanto a su actualización, pero no su apertura.
Quedó claro que el tratado fue instrumento de la política neoliberal —causante de la crisis— y medio de legitimación de un gobierno fraudulento. En conversaciones informales amigos “hispanos” evocaron la debilidad mexicana en las negociaciones y alguno añadió, fraternalmente: “El gobierno de Salinas entregó el trasero —las ‘nalgas’. Después de hablar con funcionarios mexicanos, pensamos ‘a éstos ya se los llevó la chingada’”.
Es la verdad histórica y el origen de nuestra decadencia política, económica y moral. Sólo un resurgimiento democrático, conducente a un nuevo consenso nacional, podría salvarnos de esta degradante cancelación de soberanía y dignidad.
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