Mientras los banqueros centrales de Europa se devanan los sesos para inventar fórmulas que den credibilidad a su sistema monetario, los sindicatos españoles velan armas y anuncian la huelga general para el otoño. La dureza germana no se corresponde con la memoria cercana que señala que fueron Francia y Alemania las que primero pusieron entre paréntesis sus reglas de hierro sobre el déficit fiscal cuando así lo impuso su coyuntura.
Está por verse si podrá Europa sobreponerse a esta nueva ola de pesimismo sobre su futuro y así recuperar el espíritu de desarrollo y cambio institucional que la llevó a plataformas envidiables de bienestar y estabilidad. Por lo pronto, lo que reina es desaliento y pasmo ante una crisis que muta con los días como si fuera un retrovirus cargado de energía letal. Lo que hoy sobresale es la dureza financiera y la debilidad del gobierno español, agravada por la brutalidad de su leal oposición de derecha cuya modernidad sólo vive en el corazón de sus personajes y de sus epígonos de este lado del Atlántico.
La derecha moderna surge contra la modernidad, del mismo modo como la nuestra nace en contra de Cárdenas y sus reformas sociales, sostenidas en la movilización y organización de los trabajadores y los campesinos. Hoy, los usos y costumbres de esta derecha están en el gobierno y, como siempre, se dirigen contra el legado de aquella revolución: el petróleo nacionalizado, los trabajadores organizados, los campesinos que quedan y, ahora, contra el mínimo sentido de decencia y justicia que el México democrático reclama.
La victoria preliminar de Obama en el campo financiero no cierra el paso a la reacción republicana ni pone coto a la renovada prepotencia de Wall Street, pero, de consumarse, la reforma abriría veneros de regulación y gobierno económico, en especial financiero, que no deberían menospreciarse a priori. La (re)construcción del capitalismo en que está empeñado el presidente afroamericano ha pasado por la salud y toca a las puertas del amurallado imperio de Wall Street, cuyas quintas columnas se han alojado en Washington, pero lo más probable es que esta reconstrucción no se quede ahí y pronto se deslice a los pantanosos manglares de la energía, el medio ambiente y la industria del transporte en su conjunto.
La tragedia ecológica del Golfo, dañina como ha sido para Obama, le ha dado pábulo, a la vez, para insistir en que lo que está en juego es la capacidad y disposición del coloso americano para ir más allá del petróleo… y pronto. Veremos.
La aceleración de los tiempos y movimientos de la globalización que imponen las emergencias de impetuosos poderes en China, India, Rusia, Brasil o Sudáfrica, perfila una multipolaridad sobre la marcha en busca de concierto efectivo. A todo ello deberá responder Estados Unidos para tan sólo demostrar que su capacidad hegemónica abreva en fuentes que van más allá, o pueden hacerlo, de su potencia bélica incontrastable.
Tiempos modernos y volubles, en los que el riesgo controlado del que presumían los financieros y sus ministerios de Hacienda se somete a la incertidumbre que reta al más audaz cálculo de las probabilidades. Es en este escenario donde los dilemas mexicanos del nuevo milenio habrán de descifrarse o nublarse todavía más, para entonces encerrarnos en un ominoso panorama de largo y corrosivo estancamiento.
Sería éste el momento para una deliberación arriesgada, como lo manda la acumulación de desaciertos políticos y económicos que define la saga inaugural del nuevo siglo. Antes, sin embargo, el país tendrá que encarar el desafío mayor de un sistema político cuyos frutos no han podido darnos un orden democrático propiamente dicho, capaz de sustentar el Estado renovado que es indispensable para definir un nuevo curso para el desarrollo nacional en su conjunto.
Reformar el Estado para hacer justicia a la vez que adaptarlo dinámicamente a los cambios del mundo, debería ser el eje maestro de nuestra política, pero no lo ha sido. En la justicia, la derecha y sus obsecuentes o inconscientes corifeos ofrecen un estado de derecho cuyos desenlaces recientes en la Suprema Corte no hacen sino distanciar todavía más al derecho de la justicia. No sobra recordar aquí que este golfo entre la justicia, como la sienten o reclaman las gentes del común, y el derecho, como lo entienden y ejecutan las gentes de razón, se llenó en 1910 de balas y combates, violencia y destrucción.
Frente a la globalización y el desarrollo, lo que ha imperado es la ingenuidad cosmopolita, que confundió la interdependencia con el comercio abierto, sin duda ampliado, con la región norteamericana, pero que no fue más allá de Houston. Junto con esta nefasta confusión se impuso la miope imagen de la democracia como mercado de electores racionales que pronto devino casino y bolsa de compra y venta de protección entre los poderes, sin ofrecerle a la sociedad atribulada escenarios de genuina representatividad y deliberación madura sobre las decisiones de fondo, siempre duras y costosas, que hay que hacer para rencauzar la economía y proteger a la sociedad de sus desigualdades y extremos de injusticia, que ahora se tornan amenazas feroces para la seguridad de todos.
La buena vecindad, prometida por el espíritu de Houston que los presidentes Bush y Salinas presumían haber inaugurado, se volvió tierra minada, y no habrá franqueza retórica o astucia cortesana, como ahora se entiende la diplomacia, que puedan refundarla. El gran diseño cardenista con el que México cerró su ciclo revolucionario pudo contar con un clima de comprensión americano al calor del impulso reformador del presidente Roosevelt. Pero más allá de las químicas y buenas voluntades personales, lo que hubo fue proyecto y una sola ortodoxia: la defensa del interés nacional que para Cárdenas pasaba por la del interés popular. Lejana y extraña ecuación para quienes pretenden gobernar sin arriesgarse al cambio, y representar sin poner por delante el reclamo justiciero de las mayorías populares que las capas dominantes han decidido eliminar por decreto.
Mala aritmética y peor álgebra las que rodean al poder y sus falanges. Mal momento éste para ponerse giritos con los desalmados del otro lado y para convocar a la sociedad a entrarle parejo. Como diría Neruda, México está más picudo y espinoso que nunca.
Está por verse si podrá Europa sobreponerse a esta nueva ola de pesimismo sobre su futuro y así recuperar el espíritu de desarrollo y cambio institucional que la llevó a plataformas envidiables de bienestar y estabilidad. Por lo pronto, lo que reina es desaliento y pasmo ante una crisis que muta con los días como si fuera un retrovirus cargado de energía letal. Lo que hoy sobresale es la dureza financiera y la debilidad del gobierno español, agravada por la brutalidad de su leal oposición de derecha cuya modernidad sólo vive en el corazón de sus personajes y de sus epígonos de este lado del Atlántico.
La derecha moderna surge contra la modernidad, del mismo modo como la nuestra nace en contra de Cárdenas y sus reformas sociales, sostenidas en la movilización y organización de los trabajadores y los campesinos. Hoy, los usos y costumbres de esta derecha están en el gobierno y, como siempre, se dirigen contra el legado de aquella revolución: el petróleo nacionalizado, los trabajadores organizados, los campesinos que quedan y, ahora, contra el mínimo sentido de decencia y justicia que el México democrático reclama.
La victoria preliminar de Obama en el campo financiero no cierra el paso a la reacción republicana ni pone coto a la renovada prepotencia de Wall Street, pero, de consumarse, la reforma abriría veneros de regulación y gobierno económico, en especial financiero, que no deberían menospreciarse a priori. La (re)construcción del capitalismo en que está empeñado el presidente afroamericano ha pasado por la salud y toca a las puertas del amurallado imperio de Wall Street, cuyas quintas columnas se han alojado en Washington, pero lo más probable es que esta reconstrucción no se quede ahí y pronto se deslice a los pantanosos manglares de la energía, el medio ambiente y la industria del transporte en su conjunto.
La tragedia ecológica del Golfo, dañina como ha sido para Obama, le ha dado pábulo, a la vez, para insistir en que lo que está en juego es la capacidad y disposición del coloso americano para ir más allá del petróleo… y pronto. Veremos.
La aceleración de los tiempos y movimientos de la globalización que imponen las emergencias de impetuosos poderes en China, India, Rusia, Brasil o Sudáfrica, perfila una multipolaridad sobre la marcha en busca de concierto efectivo. A todo ello deberá responder Estados Unidos para tan sólo demostrar que su capacidad hegemónica abreva en fuentes que van más allá, o pueden hacerlo, de su potencia bélica incontrastable.
Tiempos modernos y volubles, en los que el riesgo controlado del que presumían los financieros y sus ministerios de Hacienda se somete a la incertidumbre que reta al más audaz cálculo de las probabilidades. Es en este escenario donde los dilemas mexicanos del nuevo milenio habrán de descifrarse o nublarse todavía más, para entonces encerrarnos en un ominoso panorama de largo y corrosivo estancamiento.
Sería éste el momento para una deliberación arriesgada, como lo manda la acumulación de desaciertos políticos y económicos que define la saga inaugural del nuevo siglo. Antes, sin embargo, el país tendrá que encarar el desafío mayor de un sistema político cuyos frutos no han podido darnos un orden democrático propiamente dicho, capaz de sustentar el Estado renovado que es indispensable para definir un nuevo curso para el desarrollo nacional en su conjunto.
Reformar el Estado para hacer justicia a la vez que adaptarlo dinámicamente a los cambios del mundo, debería ser el eje maestro de nuestra política, pero no lo ha sido. En la justicia, la derecha y sus obsecuentes o inconscientes corifeos ofrecen un estado de derecho cuyos desenlaces recientes en la Suprema Corte no hacen sino distanciar todavía más al derecho de la justicia. No sobra recordar aquí que este golfo entre la justicia, como la sienten o reclaman las gentes del común, y el derecho, como lo entienden y ejecutan las gentes de razón, se llenó en 1910 de balas y combates, violencia y destrucción.
Frente a la globalización y el desarrollo, lo que ha imperado es la ingenuidad cosmopolita, que confundió la interdependencia con el comercio abierto, sin duda ampliado, con la región norteamericana, pero que no fue más allá de Houston. Junto con esta nefasta confusión se impuso la miope imagen de la democracia como mercado de electores racionales que pronto devino casino y bolsa de compra y venta de protección entre los poderes, sin ofrecerle a la sociedad atribulada escenarios de genuina representatividad y deliberación madura sobre las decisiones de fondo, siempre duras y costosas, que hay que hacer para rencauzar la economía y proteger a la sociedad de sus desigualdades y extremos de injusticia, que ahora se tornan amenazas feroces para la seguridad de todos.
La buena vecindad, prometida por el espíritu de Houston que los presidentes Bush y Salinas presumían haber inaugurado, se volvió tierra minada, y no habrá franqueza retórica o astucia cortesana, como ahora se entiende la diplomacia, que puedan refundarla. El gran diseño cardenista con el que México cerró su ciclo revolucionario pudo contar con un clima de comprensión americano al calor del impulso reformador del presidente Roosevelt. Pero más allá de las químicas y buenas voluntades personales, lo que hubo fue proyecto y una sola ortodoxia: la defensa del interés nacional que para Cárdenas pasaba por la del interés popular. Lejana y extraña ecuación para quienes pretenden gobernar sin arriesgarse al cambio, y representar sin poner por delante el reclamo justiciero de las mayorías populares que las capas dominantes han decidido eliminar por decreto.
Mala aritmética y peor álgebra las que rodean al poder y sus falanges. Mal momento éste para ponerse giritos con los desalmados del otro lado y para convocar a la sociedad a entrarle parejo. Como diría Neruda, México está más picudo y espinoso que nunca.
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