Según los parámetros aceptados para definir un Estado fallido, éste se expresa por la incapacidad de los gobiernos para resolver por la vía pacífica y legal los conflictos sociales y por la pérdida de la jurisdicción efectiva sobre el territorio. En ambas vertientes, el predominio de la violencia: la que ejerce la autoridad contra los ciudadanos y la de los agentes criminales que avasallan a los poderes públicos. Por añadidura: los crímenes cometidos por agentes extranjeros en suelo nacional.
Hay una gravitación trágica en las celebraciones centenarias. Los acontecimientos que se conmemoran correspondieron a la terminación de largos periodos históricos que desembocaron en el derrocamiento de sistemas políticos. Se trataba sin embargo de regímenes consolidados que preservaban una notable fortaleza. Ahora vivimos la lenta agonía de la decadencia: el agotamiento de las reservas de la moral pública y la impotencia del gobierno para revertir la desintegración nacional.
Las fiestas del centenario hoy se llaman Iniciativa México. Entonces fue el oropel de las inauguraciones, desfiles y altos representantes extranjeros. Ahora es la trampa publicitaria del imperio televisivo, que cataliza el fervor popular por su equipo de futbol en las fanfarrias de un patriotismo ramplón, coronado por un símbolo presidencial inconsistente. Remembranza también de la parafernalia oficial cuando los Juegos Olímpicos de 1968.
Las preferencias deportivas no se compadecen con el parangón político. Estamos con los nuestros, pero no con todos. Entre Mandela y Calderón no hay duda en la elección. El primero es símbolo indiscutible de la liberación de los pueblos oprimidos, la igualdad racial y la perseverancia. Al segundo le ha correspondido el naufragio de una prometedora transición en la ilegitimidad, la incompetencia y el desprecio por los derechos fundamentales de sus compatriotas.
El debate central son los derechos humanos. ¿Cuáles, cómo y para qué? Esto es, su especificación, alcance y jerarquía, sus mecanismos de promoción y salvaguarda, y sobre todo, la voluntad efectiva para observarlos. Tras el planteo de la revisión integral de la Constitución por medio de una profunda reforma del Estado en el 2000 se encontraba la decisión de la comunidad nacional, expresada en las urnas, de modificar desde sus raíces el sistema político y emprender un rumbo nuevo.
Fracasó por la mediocridad y avaricia de sus dirigentes. Retribuyeron la grandeza de la sociedad con la pequeñez de los gobernantes. Resulta inexplicable que se pretenda ahora una reforma de gran calado en derechos humanos cuando sus autores están inmersos en una política de signo contrario: agresora de las prerrogativas que se finge fortalecer en el papel. Más aun, cuando se niegan a revisar con seriedad las evidentes lagunas, retrocesos e inconsistencias de su proyecto.
Asunto cardinal es la consideración expresa de los derechos sociales y políticos en tanto derechos humanos, como lo establecen los tratados en la materia. También los mecanismos de exigibilidad de esos derechos, que están siendo violados con particular saña y contumacia por el uso ilegal de la autoridad en controversias laborales, sindicales y electorales.
La zaga de violaciones cometidas en contra de los derechos colectivos e individuales de los trabajadores de la extinta compañía mexicana de Luz y Fuerza han trascendido a los escenarios multilaterales —hace unos días en la Organización de los Estados Americanos. Si los promotores de reformas en ese campo actuaran de buena fe, les bastaría someterse a la jurisdicción internacional. Por el contario, multiplican los agravios contra los obreros y reinstalan empresas depredadoras cuyos derechos han sido suspendidos.
El desalojo de las familias trabajadoras en Pasta de Conchos y la toma por la fuerza de las instalaciones de Cananea son excesos que evidencian la falacia de sus autores y evocan los daguerrotipos de la represión porfirista. Son una celebración en vivo que invita al ejercicio del más sagrado de los derechos: la resistencia a la opresión.
Hay una gravitación trágica en las celebraciones centenarias. Los acontecimientos que se conmemoran correspondieron a la terminación de largos periodos históricos que desembocaron en el derrocamiento de sistemas políticos. Se trataba sin embargo de regímenes consolidados que preservaban una notable fortaleza. Ahora vivimos la lenta agonía de la decadencia: el agotamiento de las reservas de la moral pública y la impotencia del gobierno para revertir la desintegración nacional.
Las fiestas del centenario hoy se llaman Iniciativa México. Entonces fue el oropel de las inauguraciones, desfiles y altos representantes extranjeros. Ahora es la trampa publicitaria del imperio televisivo, que cataliza el fervor popular por su equipo de futbol en las fanfarrias de un patriotismo ramplón, coronado por un símbolo presidencial inconsistente. Remembranza también de la parafernalia oficial cuando los Juegos Olímpicos de 1968.
Las preferencias deportivas no se compadecen con el parangón político. Estamos con los nuestros, pero no con todos. Entre Mandela y Calderón no hay duda en la elección. El primero es símbolo indiscutible de la liberación de los pueblos oprimidos, la igualdad racial y la perseverancia. Al segundo le ha correspondido el naufragio de una prometedora transición en la ilegitimidad, la incompetencia y el desprecio por los derechos fundamentales de sus compatriotas.
El debate central son los derechos humanos. ¿Cuáles, cómo y para qué? Esto es, su especificación, alcance y jerarquía, sus mecanismos de promoción y salvaguarda, y sobre todo, la voluntad efectiva para observarlos. Tras el planteo de la revisión integral de la Constitución por medio de una profunda reforma del Estado en el 2000 se encontraba la decisión de la comunidad nacional, expresada en las urnas, de modificar desde sus raíces el sistema político y emprender un rumbo nuevo.
Fracasó por la mediocridad y avaricia de sus dirigentes. Retribuyeron la grandeza de la sociedad con la pequeñez de los gobernantes. Resulta inexplicable que se pretenda ahora una reforma de gran calado en derechos humanos cuando sus autores están inmersos en una política de signo contrario: agresora de las prerrogativas que se finge fortalecer en el papel. Más aun, cuando se niegan a revisar con seriedad las evidentes lagunas, retrocesos e inconsistencias de su proyecto.
Asunto cardinal es la consideración expresa de los derechos sociales y políticos en tanto derechos humanos, como lo establecen los tratados en la materia. También los mecanismos de exigibilidad de esos derechos, que están siendo violados con particular saña y contumacia por el uso ilegal de la autoridad en controversias laborales, sindicales y electorales.
La zaga de violaciones cometidas en contra de los derechos colectivos e individuales de los trabajadores de la extinta compañía mexicana de Luz y Fuerza han trascendido a los escenarios multilaterales —hace unos días en la Organización de los Estados Americanos. Si los promotores de reformas en ese campo actuaran de buena fe, les bastaría someterse a la jurisdicción internacional. Por el contario, multiplican los agravios contra los obreros y reinstalan empresas depredadoras cuyos derechos han sido suspendidos.
El desalojo de las familias trabajadoras en Pasta de Conchos y la toma por la fuerza de las instalaciones de Cananea son excesos que evidencian la falacia de sus autores y evocan los daguerrotipos de la represión porfirista. Son una celebración en vivo que invita al ejercicio del más sagrado de los derechos: la resistencia a la opresión.
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