Los japoneses, como una buena parte de los pueblos del Oriente Lejano, miden el tiempo a través de una rara combinación de hechos históricos y sucesos astronómicos; para los occidentales, que nos movemos en el tiempo medido por el movimiento de los astros, por las eternas repeticiones del cosmos, los hechos son marcas que suceden en ese devenir; en cambio, para el pensamiento oriental, los actos de los hombres, en particular de los grandes hombres, influyen y dialogan con los fenómenos estelares de tal manera que a las cronologías imponen el nombre de las dinastías o de los monarcas. Así, la era Meiji, con su propia cuenta de los años, así también la era Showa correspondiente a la Segunda Guerra Mundial y a la actual, gobernada por Akihito que, al momento de su muerte será llamado Heisei, conforme a la era con la que se identifica. Con nuestras sociedades suceden cosas parecidas, si bien en nuestra cosmogonía el universo se mueve fuera de nosotros, aunque seamos parte de él, la sociedad, la historia y con ellas la política se mueven sólo porque los seres humanos le damos movimiento creando la cultura que es sinónimo de ejercicio de la libertad, de la expresión y del pensamiento. Por eso decimos el tiempo de los muralistas, la época dorada del cine, el tiempo de Fernández de Lizardi. Hace apenas unas horas, terminó el tiempo de Carlos Monsiváis. Al partir Monsiváis se cierra todo un tiempo en nuestra cultura, el del hombre de opinión, constructor de ciudadanía, cercano al hombre de cada día y de todo momento; el tiempo de la crónica que más que eso era crítica del momento. Independiente, siempre en debate con el poder, era una voz escuchada a causa de su propia legitimidad; irreverente e iconoclasta, sabía del respeto, pero también cómo emplearlo; dotado de una pluma liviana y al mismo tiempo de gran hondura, encontraba causas profundas en las más superficiales señales de nuestra realidad. Con Monsiváis, los mexicanos aprendimos a leernos en el papel y en la realidad. El terremoto de 85 sería sólo una amarga experiencia si Monsiváis no hubiera hecho de él una cruda experiencia cultural. En una palabra, guía y conciencia de la segunda mitad del siglo XX mexicano. Soberbio actor de sí mismo, supo encarnar en sí mismo los valores que consideraba más importantes: respeto por la inteligencia de cuya ausencia y de cuya pretendida exhibición se burlaba, amor por nuestra cultura que encontraba donde otros no veían nada o sólo veían la áspera realidad cotidiana, independencia intelectual que le sirvió para ser el aval de las causas que saltaron de la marginalidad al debate abierto. El tiempo de Monsiváis ha terminado. Gracias a ese hombre singular, muchos mexicanos le perdimos el miedo a la rigidez formal de la cultura. Bueno y comprometido, quiso que cada letra y cada palabra de su bien trabada literatura fuera una aportación para que los mexicanos pudiéramos, algún día, vivir mejor, con mayor paz con nosotros mismos, pero sobre todo más libres.
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