PEDRO SALAZAR UGARTE
Si sacamos la cabeza de la arena nacional descubriremos que también afuera existen buenas razones para inquietarnos. Es más, si lo que queremos es distraer a nuestro pesimismo, podremos constatar que las verdaderas razones para preocuparnos están afuera. La crisis de las caricaturas de Mahoma promete continuar en una espiral creciente de violencia sin término y con seguir cavando, aun más hondo que otros eventos de mayor gravedad (Guantánamo, Abu Grahib), la brecha que separa artificialmente a Oriente de Occidente. Y esto, tarde o temprano, nos afectará a todos. Esta convicción explica las siguientes reflexiones sobre los posibles resortes de una aparente irresponsabilidad periodística que puede terminar provocando un gran incendio.
Lo primero que conviene reconocer es que todos tenemos nuestros símbolos. Ciertos objetos, lugares, imágenes, eventos, canciones... Poco hay de racional en el abrazo que nos ofrecen: construimos su significado en complicidad y nos reconocemos en su sentido. De ahí la importancia de los ritos, de las ceremonias y de las banderas. Y por eso los adolescentes se ponen o se quitan una pulsera, se tatúan la espalda o se pinchan el ombligo. La frontera de la pertenencia sigue el contorno del símbolo: eres o no eres, estás o dejas de estar por la manera en la que te relacionas con ciertos objetos o con su representación. De hecho, la iniciación pasa por la decodificación y el descubrimiento, por la apropiación de los símbolos del grupo. Por eso la crudeza de la no pertenencia, de la exclusión que surge de la incapacidad o de la ignorancia para descifrar el valor de lo simbólico.
Todos nos hemos sentido extranjeros en alguna parte; a todos nos han sometido a la prueba del lenguaje de los iniciados. Y, también todos, humanos somos, hemos negado membresías y objetado convivencias por razones de incompatibilidad simbólica (“el que esté libre de prejuicios... ”). De ahí proviene la necesidad de reconocer y de distinguir los símbolos que cuentan en un contexto determinado y, conviene advertirlo, de ahí también los peligros que duermen detrás de la construcción de identidades simbólicas (la pandilla, el clan, la nación, la iglesia, la cofradía, la secta, etcétera). Podemos indagar el sentido de los símbolos y cuestionar su valor o pertinencia; podemos, quizá debemos, combatir su fuerza mistificadora; pero mal haríamos en desconocer su existencia objetiva y su valía relativa.
En estos días aciagos de creciente confusión en el plano internacional escucho de voces atendibles, más o menos sensatas, el eco del consejo de Calogero que nos invita a respetar a las personas, no a sus ideas. Se trata de una premisa para iniciar el diálogo racional, sensato y prudente que tanta falta nos está haciendo. Difícil negar que el respeto al interlocutor es la condición de base para la discusión y que el espíritu crítico es la cuña de la razón. Pero no es fácil la teoría, ni pacífica la práctica. La palabra respeto, en el contexto de la idea, causa confusiones porque no vale igual para las personas que para sus ideas: faltar al respeto tiene un significado distinto en cada caso.
En concreto, la incitación a la adopción de una actitud irrespetuosa ante las ideas ajenas supone, en una aparente paradoja, el reconocimiento de su valor como algo que es digno de ser discutido. Podemos reproponer la idea en los siguientes términos: si le falto el respeto a tus ideas es porque creo que, aunque no se sostienen, son atendibles. Y, además, las enfrento mediante ideas razonables y, a su vez, criticables. Sólo de esta forma es posible conciliar la irrespetuosidad a las ideas con el respeto a las personas.
Si, por el contrario, respondo a las ideas ajenas con una trompetilla o me mofo de los símbolos que las recogen, será difícil alegar que el pitorreo se limita a las ideas y deja a salvo a sus defensores.
La fragilidad de los contrapesos que sostienen al desequilibrio mundial aconseja revisar con esta lupa el lúcido principio ilustrado. Debemos empezar por recuperar el respeto por ciertas ideas que se están quedando huérfanas de promotores. Y la primera de ellas es el reconocimiento de fondo al valor que pueden tener para otros ciertas ideas que yo no comparto o que no entiendo. Es verdad que no toda idea vale lo mismo, pero lo que tiene un valor equivalente es el derecho de cada cual a tener y sostener sus propias ideas. Reconocer ese valor, conocerlo, no supone compartir las convicciones ajenas ni hacer propias las razones que las sostienen; lo único que implica es la aceptación de que esas ideas que no compartimos y que criticamos tienen un valor para quienes las sostienen. La verdadera tolerancia está inspirada en esta aceptación: toleramos ideas, símbolos, acciones que no compartimos y, es más, que nos desagradan en aras del respeto a las personas y de un principio orientado hacia la convivencia pacífica que echa raíces en el derecho a la legítima diferencia. Cuando este reconocimiento es mutuo están dadas las condiciones para un diálogo verdadero en el que todos los interlocutores, comenzando por nosotros mismos, estamos dispuestos a defender nuestras ideas pero también a modificarlas. Pero mientras el diálogo sólo es posible cuando el reconocimiento es recíproco, la tolerancia no necesariamente lo es. Por eso es tan difícil y tan relevante delimitar los lindes de lo tolerable que trazan la frontera que separa lo que puede hacerse o decirse legítimamente de lo que no debe ser tolerado.
Todo esto adquiere sentido dentro de un contexto determinado. Pensemos en algunos símbolos que son ideas o la representación de ideas. Un pedazo de tela que se utiliza, pongamos, para cubrirse la cabeza, en abstracto, no tiene más que un sentido práctico o estético. Pero, en concreto, puede ser el receptáculo de un enorme valor simbólico.
Basta con echar una ojeada al intenso debate que acompañó a los trabajos de la Comisión Stasi y que sigue dando de qué hablar en Francia para darse cuenta de que la hijäb o chador (que no son conceptos idénticos porque, aunque se refieren al mismo objeto, tienen diferentes significados) es mucho más que un pañuelo. Pero no hace falta forzar demasiado nuestros referentes culturales: de las “madres de Plaza de Mayo”, siempre quedará una blanca pañoleta como imborrable símbolo de dignidad y desconsuelo. Sólo para el ignorante será ajeno el valor simbólico de estos objetos. Para los demás, para los que saben y entienden, será pertinente discernir sobre la naturaleza discriminatoria o incluyente del también llamado “velo islámico” y hará sentido encontrar dibujado un pañuelo anudado en la explanada que conduce a la Casa Rosada.
En esos contextos, para tratar ciertos temas, el respeto sólo será posible si se reconoce la dimensión simbólica. ¿Podemos imaginar la construcción de un diálogo sobre el futuro de la Argentina, que incluya a las madres y abuelas de los desaparecidos, si en aras de la libertad de expresión que debe orientar la discusión exigimos que nos permitan utilizar ese pañuelo para limpiar ciertas botas?
Algunos temas nos conducen, aunque intentemos resistirnos, por la ruta de los lugares comunes: la civilización occidental, nuestra civilización, funda sus cimientos en las libertades fundamentales. De hecho, algunas libertades, de forma destacada la libertad de expresión, se han convertido en un símbolo de la civilización misma. Nuestra identidad colectiva pasa por el reconocimiento de este derecho que es una especie de patrimonio individual con pretensiones universales. Pero no es un derecho absoluto. Y no lo es, no puede serlo, porque no es el único bien valioso sobre el que se funda nuestra cultura político/jurídica y porque, como todos los valores sociales, es producto de una historia y se despliega en un contexto. Sólo así podemos entender que los tribunales austriacos condenen al historiador Irving por negar la Shoah, el Holocausto.
Más allá de lo discutible de la sanción (en lo personal creo que los excesos de opinión deben ser objeto de sanciones administrativas, nunca penales) el mensaje es contundente: la libertad de expresión no está por encima de la verdad histórica y no puede ser un instrumento útil para quienes, negando la dimensión de lo ocurrido, fomentan el resurgimiento del régimen que negó de la manera más rotunda a las propias libertades. El espectro de Hitler, que se aprovecha de las libertades de la República de Weimar para destruirlas, se pasea detrás de la decisión. Auschwitz, Treblinka, el gueto de Varsovia son lugares que evocan eventos que se han convertido en símbolos que no podemos darnos el lujo de negar. Respetar su significado es una condición necesaria para entablar un diálogo respetuoso en y con Occidente.
Regresemos a la importancia del contexto. Probablemente en México no pasaría de ser una idea de pésimo gusto el uso de una referencia bíblica en el sentido siguiente: al que reparta preservativos “que le cuelguen una piedra de molino al cuello y que lo tiren al mar”. Pero en Argentina, después de los “vuelos de la muerte” y viniendo de un obispo castrense, Antonio Baseotto, fue causa de una enorme crispación política y social.
Ciertas cosas son algo más que un exceso en ciertos lugares y en ciertos momentos.
Una cosa es el uso y otro el abuso de las libertades: es cierto que la libertad de expresión alcanza para decir esta y otras barbaridades pero no debe servir como escudo para proferirlas impunemente. Al margen de las instancias legales, en una sociedad democrática estos excesos deben ser objeto de una tajante reprobación política y, desde una perspectiva laica y positiva, de una amplia censura moral. De lo contrario las libertades terminarán consumiéndose a sí mismas. Cuando un periódico europeo representa y ridiculiza a Mahoma y cuando, pocos días después, un ministro del gobierno italiano muestra en la televisión que lleva puesta una camiseta con las viñetas del escarnio, no podemos valorar el significado simbólico de la caricaturización del profeta como si hubiera tenido lugar en la luna en el siglo cero. La magnitud del exceso se mide en un contexto específico: el mundo post 11 de septiembre, el de Bush, de Bin Laden y de la guerra al terrorismo.
Si se trata o no de un símbolo religioso es irrelevante cuando, como lo demostraron las estúpidas quemas de banderas, consulados y embajadas en algunos países de Medio Oriente, lo que importa es que existen grupos organizados y financiados para aprovechar el pretexto que les permita encender la mecha. En este contexto respetar ciertos símbolos es una cuestión de responsabilidad, no de principio; el límite de lo tolerable no pasa por la reciprocidad, sino por la prudencia. Después de todo, si el mundo se incendia, de poco nos servirá saber que la mitad de los pirómanos amaban, o decían amar, las libertades.
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