JORGE ALCOCER
En la sesión solemne (sic) de la Sala Superior del TEPJF, en que recibió la constancia de mayoría como Presidente electo, Enrique Peña Nieto afirmó: "Fueron también los ciudadanos quienes vigilaron nuestra democracia. Más de 3 millones de mexicanos sirvieron a su país como funcionarios de casilla o representantes de los partidos políticos, supervisando y contando los votos".
La contundencia de la cifra llamó mi atención, ya que, en relación al número de votantes que acudieron a las urnas el domingo 1o. de julio, significaría que el 6 por ciento de aquellos fueron funcionarios de casilla o representantes de partidos presentes en las casillas.
No hay que exagerar. Al revisar la numeralia encontré lo siguiente: poco más de un millón de ciudadanos fueron capacitados y seleccionados por el IFE como funcionarios de casilla, a través del barroco procedimiento establecido en el Cofipe, consistente en escoger, al azar, un mes del año y luego una letra del alfabeto; todos los inscritos en la lista de electores que cumplan las dos condiciones son potenciales funcionarios de casilla.
Cada una de las 143 mil 153 casillas instaladas para la jornada electoral federal contó con su respectiva mesa directiva, integrada por un presidente, un secretario y dos escrutadores. Por tanto, el 57 por ciento de los ciudadanos capacitados, casi 600 mil, estuvieron recibiendo y contando los votos; otros 400 mil eran suplentes, 3 por casilla. Las suplencias efectuadas no alteran la primera cifra.
Los otros dos millones, a que se refirió el Presidente electo, fueron representantes de partidos ante las casillas. Efectivamente, fueron acreditados ante los órganos del IFE casi ese número, que sumado al millón de integrantes de las mesas directivas (propietarios y suplentes) arroja la cifra de tres millones a que se refirió Peña Nieto.
Pero resulta que, según los datos del propio IFE, de los casi dos millones de representantes de partidos, acreditados por éstos previo a la jornada electoral, acudieron a cumplir su tarea poco más de medio millón, es decir el 25 por ciento; el otro 75 por ciento no asistió a cumplir su tarea, cualquiera haya sido la causa.
Los partidos del Movimiento Progresista fueron los principales afectados por el ausentismo de sus representantes, mientras que el PRI y el PAN alcanzaron los mejores niveles de cobertura. A final de cuentas, el dato duro es que en alrededor del 94 por ciento del total de casillas, asistieron representantes de dos o más partidos; mientras que solamente en el 6 por ciento solo estuvo presente el de un partido, o no asistió ninguno.
Para valorar la calidad de la jornada electoral, tengamos presente la suma de los ciudadanos funcionarios de casilla que cumplieron su tarea y los ciudadanos representantes de partidos que asistieron; son más de un millón de testigos directos de la forma en que los votos fueron recibidos y contados ese día.
Corresponde a cada partido político hacer el balance de lo ocurrido con sus representantes ante las casillas, a fin de saber las causas del elevado ausentismo y evaluar la relación entre el gasto realizado para esos fines y la cobertura alcanzada.
Decía Jorge Carpizo que nuestras leyes electorales son producto de la "feria de las desconfianzas"; esa condición renace en cada proceso electoral. Recordemos la polémica sobre el lápiz que sustituyó a la crayola, bajo la peregrina idea que la aviesa intención era borrar la marca en la boleta; o si se debía prohibir a los electores entrar a la casilla con teléfono celular, para impedir que el ciudadano tomara una foto a su boleta, ya marcada, para acreditar que había cumplido en la compra-venta supuestamente pactada.
Debemos admitir que la época en que casilla no vigilada -por las oposiciones- era casilla trampeada, quedó atrás; hace varios lustros que la garantía de que los votos cuentan y se cuentan está a cargo de esas centenas de miles de ciudadanos que, de manera ejemplar, nos reciben y atienden con diligencia, quitando horas a su descanso dominical, para hacer la tarea que por azar se les confió.
Hay que desmontar la pirámide de normas legales que ya no tienen razón de ser, que suponen gastos del IFE -y también de los partidos- por cientos de millones de pesos, tirados en el barril sin fondo de los resabios de la desconfianza.
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