JOSÉ WOLDENBERG
El género humano es uno. La declaración de los Derechos del Hombre de 1789 asentaba desde su primer artículo que "los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos". No se trataba de recoger una realidad sino de asentar una aspiración. Era un documento prescriptivo, es decir, que subrayaba un deber ser porque tanto la libertad (o las libertades) como la igualdad de derechos son construcciones sociales e históricas.
Pero esa noble y pertinente idea universalista tiene que convivir todos los días con la evidencia monumental de la diversidad del género humano. Diversidad en la pigmentación de la piel, sexual, física, lingüística, de credos religiosos, de orientaciones políticas, de edades, cultural, y sígale usted. En esa diversidad -sostengo- se encuentra parte de la riqueza del género humano. No un monolito indiferenciable, sino una humanidad con historias, tradiciones y creaciones de una oceánica variedad. Apreciarla, preservarla, hacerla compatible con el ideal de una humanidad compuesta por hombres y mujeres libres e iguales, sigue siendo más un sueño que una realidad.
Pero la diversidad genera -o puede generar- una derivación perversa. Relaciones no de iguales sino de subordinación, acoso, persecución, maltrato, marginación, en una palabra, discriminación, contra quienes aparecen como los otros, aquellos que no pertenecen al círculo de los nuestros. El racismo de blancos contra negros o indígenas, el machismo de hombres contra mujeres, la homofobia de heterosexuales contra homosexuales, el bulling en las escuelas de los fuertes contra los débiles, las innumerables persecuciones religiosas, y sígale usted, son expresiones de ese resorte -por desgracia bien aceitado- que construye un "nosotros" excluyente y agresivo contra "otros" a los que se considera menos, inferiores, dignos de ser ofendidos y en el extremo, aniquilados.
El Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación acaba de publicar un libro, Miradas a la discriminación, que recoge los testimonios y reflexiones de 38 personas que abordan los diferentes ángulos del problema. Ninguno de los autores quiere resignarse ante las evidencias, es más, desean revertir las múltiples situaciones que la prohíjan; nadie sin embargo es capaz de negar que la discriminación exista y marca las más distintas relaciones sociales. Es una realidad del tamaño del Monte Everest.
La discriminación se alimenta de prejuicios, de consejas, de estereotipos, de hechos, mitos y leyendas que acaban por conformar un plural que incluye y excluye, un espacio donde caben algunos y otros no; y quienes finalmente conforman el "nosotros" se piensan y actúan como si fueran superiores a los segregados, los diferentes, los otros. Se trata no solo de una operación que niega la unidad del género humano, sino de una jerarquización arbitraria y convenenciera del mismo. La desgracia mayor, sin embargo, es que la discriminación cumple una función: alimenta el sentido de pertenencia a una comunidad determinada (los machos, los blancos, los católicos, los judíos, la izquierda, la derecha, los fuertes, los ricos, los mexicanos, los etíopes, etcétera), que da paso al "dudoso aunque generalizado placer de sentirnos mejores, superiores, y al perverso goce de utilizar, humillar y ofender a los débiles" (Luis Salazar), a los otros.
Es por ello que no es fácil desterrar la discriminación. Existe una pulsión profunda que nos lleva a sentirnos parte integrante de..., frente a unos otros que no son -o pensamos o imaginamos o tememos que no son- como nosotros.
Mucho puede y tiene que hacer la escuela en ese terreno, porque la siempre sobreidealizada sociedad porta y reproduce prejuicios de toda índole; mucho deberían hacer los medios de comunicación que sin embargo, más allá de declaraciones rituales, reproducen todos los días y a todas horas, los más aberrantes estereotipos; y por supuesto, mucho están obligadas a hacer las instituciones estatales no sólo para combatirlos sino para ser medianamente eficientes en el cumplimiento de sus funciones. En un esclarecedor testimonio, Julio Frenk, ex secretario de Salud, explica cómo para ser eficaces en el combate al Sida fue necesario no solamente prohibir la comercialización de la sangre, lanzar una campaña para el uso del condón y crear Conasida, sino diseñar una estrategia para evitar la discriminación y el estigma contra los portadores del VIH.
No obstante, la fuente fundamental de la discriminación es la profunda desigualdad social y económica que modela el rostro contrahecho del país. Es ese el caldo de cultivo que convierte a la promisoria diversidad en fractura, desencuentro y polarización. Somos, dice la Constitución, una nación "pluricultural", pero cuando el "mundo indígena" es sinónimo de pobreza, marginación, altas tasas de mortalidad infantil, analfabetismo, y el "otro mundo" tiene y reproduce mejores condiciones de vida, la diversidad cultural como equivalente a extrema desigualdad, se convierte en el caldero de la discriminación.
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