JOSÉ WOLDENBERG
Las manifestaciones y las elecciones pueden anudarse de manera virtuosa, pero no son una y la misma cosa.
Las marchas y mítines que han protagonizado jóvenes universitarios en los últimos días son manifestaciones críticas hacia los políticos en general y hacia Enrique Peña Nieto en particular; apuntan contra el comportamiento de los medios masivos de comunicación, especialmente contra la televisión; expresan un malestar difuso pero auténtico, son una bocanada de aire participativo que hace estallar la abulia y la indiferencia. De inmediato han recibido una vasta atención de los medios y un respaldo considerable entre los comentaristas.
Las concentraciones combinan el júbilo y las ganas de pronunciarse, fomentan entre los participantes lazos solidarios, un sentido de pertenencia a una comunidad que se piensa en expansión, generan un espíritu de cuerpo que pone sobre la mesa nuevos (o viejos) temas que reclaman respuestas específicas. Son expresivas de un estado de ánimo e inyectan a la vida política y a las campañas en curso un dinamismo multiplicado.
Tendrán que precisar sus exigencias y buscar fórmulas que les permitan hacer realidad sus anhelos. Pero por lo pronto, han logrado no pocas cosas: una visibilidad pública importante, una vía para el quehacer político de miles de jóvenes universitarios, "posicionamientos" de partidos y candidatos en relación a sus proclamas, y por lo pronto, el compromiso de Televisa primero y TV Azteca después de trasmitir el segundo debate presidencial a través de los canales 2 y 13 (los de mayor cobertura). Esto último no resulta baladí. Por el contrario, es un triunfo significativo luego de las respuestas cínicas e insensibles que la trasmisión del primer debate encontró en TV Azteca.
Están llamando ahora a convertirse en observadores electorales. Una tarea fundamental que sirve para inhibir conductas irregulares, para detectar eventuales anomalías pero también para certificar cuando las cosas se hacen y salen bien. Ver y analizar el padrón, el proceso de sorteo y capacitación de los funcionarios de casilla, la instalación de las urnas, el cómputo de los votos, el funcionamiento del PREP, entre otros eslabones, puede servir para despejar múltiples fantasías y también para dar fe de eventuales actos anómalos.
Ahora bien, las movilizaciones suelen también producir un efecto alucinante. Algunos de sus promotores y militantes (acompañados por no escasos comentaristas) pueden llegar a considerarse como los voceros de las aspiraciones de la sociedad, como representantes de los sentimientos profundos del país. En el espejo no sólo se ven a ellos mismos sino a una sociedad a la que supuestamente encarnan. Y es quizá en ese terreno donde el desencuentro entre movilizaciones y comicios puede resultar mayor.
Para decirlo de otra forma: los jóvenes movilizados representan, en principio, a los jóvenes movilizados. Eso no es minusvaluar su importancia, menos despreciar sus potencialidades. Pueden crecer, afinar sus demandas, incidir en las elecciones, modular las campañas, modificar situaciones, y súmele usted. Pero no deberían pensar que representan a ese amasijo de intereses e ideologías enfrentadas al que llamamos sociedad. Porque la nuestra, con 112 millones de habitantes y casi 80 millones de votantes, es por su propia naturaleza plural, diferenciada, masiva y contradictoria y sus filias y fobias no pueden ni deben alinearse en una sola dirección.
Trato de explicarme. Si México fuera Guanajuato, la próxima Presidenta sería Josefina Vázquez Mota; si el país fuera el Estado de México, el titular del Poder Ejecutivo sería Enrique Peña Nieto; y si fuera el Distrito Federal, no hay duda de que sería Andrés Manuel López Obrador. Pero México es la suma de esas tres entidades y de otras 29. Otro ejemplo: según la encuesta de Reforma publicada el 4 de mayo, si los votantes fueran solo los jóvenes estudiantes de nivel superior, es probable que ganara AMLO; pero si además votaran los jóvenes con niveles de escolaridad inferiores entonces quizá el triunfador sería EPN (por supuesto las "cosas" pueden cambiar, para eso son las campañas). Pues de la misma manera, a la voz que se expresa en las marchas y mítines, hay que sumar la de un archipiélago de grupos, grupitos y grupotes, ciudadanos y ciudadanas, que tienen idearios y posiciones distintas. Porque aunque hable Perogrullo, no sobra repetir que en México coexisten muy diferentes sensibilidades y que a ellas pretende ofrecer un cauce la fórmula electoral.
Esa es la marca fundamental de una elección. A ella concurren hombres y mujeres, jóvenes y viejos, empresarios y trabajadores, ricos y pobres, movilizados y pasivos, derechosos e izquierdosos -y siga usted colocando parejas sin imaginación ninguna-, que en un día determinado cuentan lo mismo: un hombre un voto. Se trata de una fenomenal construcción civilizatoria: una fórmula pacífica a través de la cual una sociedad compleja y diferenciada logra elegir a sus gobernantes y legisladores.
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