ROLANDO CORDERA CAMPOS
Desplantes y debates van, vienen y vendrán, pero el magma incandescente de nuestro descontento veraniego no se conmueve, como si se tratara de un profundo malestar para todas las estaciones: la cultura, la sociedad y la economía. Tal el fruto de los cambios económicos globalizadores de fin de siglo, y el del tránsito político democratizador de inicios de milenio.
Contra lo que hubieran dicho las profecías griega o maya, el país saltó el fin de siglo sin mayores daños cibernéticos y su economía creció más de 6 por ciento, como no lo hacía desde 1981. A partir de entonces, hemos sido testigos de que el fin del ciclo del Estado posrevolucionario no concluye y que, mientras eso ocurre, los tejidos fundamentales de nuestra economía política se debilitan y no se regeneran o, de plano, se osifican en un corporativismo nefasto.
El mal desempeño económico se ha vuelto trayectoria de largo plazo, un escenario que no se inmuta ante la coyuntura sino para empeorar. Ante esta situación, que afecta gravemente nuestra convivencia y niega el bienestar mínimo alcanzado, la persistencia en las políticas que lo han auspiciado debería mover a sospecha: ¿es, en verdad, la falta de las reformas estructurales que tanto necesita México, lo que explica nuestro estancamiento estabilizador que amenaza volverse cultura económica y social? ¿No será que, como lo sugieren los ditirambos del señor Ferrari y las bravatas del propio Presidente, esta ruta, que califican como la única, es la expresión de una opción política y de política económica que no puede sino arrojar los resultados que tenemos?
Sin negar la presencia de graves disonancias en la estructura, es obligado preguntarnos ahora si la conducción gubernamental de la economía y las finanzas tiene algo que ver con el ritmo y la composición de la economía; y si la obstinación en mantenerla, explica y con mucho tal desempeño. Si fuera este el caso, habría entonces que preguntar, como se hace en la novela negra, por los beneficiarios del crimen, y si tienen o no algo que ver con quienes directamente lo perpetran. Elemental para cualquier Watson tropical, pero no para el experto en Dios que presume de administrar la economía nacional.
La política fiscal ha sido arrinconada hasta casi perder su capacidad de, por lo menos, modular el ritmo de los acontecimientos. Sabemos que debido a la debilidad secular del Estado mexicano, esta política nunca fue fuerte y dinámica; sin embargo, es un hecho que en los últimos lustros entró en coma y quedó postrada ante la política monetaria y sus soberbios terminators. Al renunciar a la intervención fiscal directa y al financiamiento deficitario en todo tiempo y lugar, el Estado no se hizo más responsable pero sí renunció a la capacidad de actuar con eficacia y oportunidad en el ciclo. Además, al negarse a encabezar el fomento al desarrollo, también renunció a plantearse el peliagudo tema del financiamiento de su gasto, hoy claramente insuficiente para asegurar los servicios básicos y el cumplimiento de las responsabilidades elementales de todo Estado.
La inseguridad galopante que priva, el dolor que acompaña y amaga a sus víctimas y dolientes, son argumentos prima facie contra las pretensiones de majestad y soberanía con que se llenan la boca los gobernantes. Si a esto agregáramos las exigencias, siempre pospuestas, provenientes de la producción y el empleo, tendríamos el caso extremo no de un Estado fallido, sino el de uno que desde su interior y sus cumbres renuncia a serlo.
La tragedia y necedad de Moctezuma, de la que se ocupó la gran historiadora Bárbara Tuchman en La marcha de la locura, hoy es prólogo menor de esta rendición autocelebrada, decidida en aras de una modernidad vista como mandato fatal que se ha vuelto evanescente, utopía destructiva. Las responsabilidades políticas que toda rendición de cuentas exige, tendrían que ser extendidas a quienes decidieron mantener una pauta de política económica que ha dañado a la sociedad y afectado seriamente sus capacidades productivas, hasta encogerlas.
De haber un cambio político por el crecimiento, corremos el peligro de que no se pueda sostener porque las fibras y ligamentos del cuerpo productivo se han calcificado y, tal vez, encogido para siempre. Sobre esta perspectiva, también ha habido advertencias y las experiencias conocidas son muchas. Inaceptable que esos responsables se arroparan en la ignorancia o la incertidumbre, por lo demás siempre presente en los asuntos económicos.
Y sin embargo se mueve, solía decir con sorna el querido maestro Mújica cuando hablábamos de las contradicciones sin fin de aquel desarrollo mexicano. Lo malo es que ahora se mueve mal y que los gobernantes, al mantenerse en su macho, nos pueden llevar a peor, a un estancamiento apabullado y contagiado por la inestabilidad internacional: un estancamiento con inflación en medio de la disputa por el poder y bajo el fuego cruzado de la delincuencia. Escenario extremo si se quiere, pero que se puede alejar con política y consenso. Precisamente lo que el Presidente y su aliado teológico se empeñan en mandar al diablo… junto con las instituciones que los llevaron al poder sin medir las consecuencias ni aprender de los errores del pasado.
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