sábado, 19 de mayo de 2012

EL SEGUNDO DEBATE


RAÚL CARRANCÁ

En virtud de que el primer debate organizado por el IFE dejó mucho que desear, es necesario, casi imprescindible, que el segundo corresponda a los requisitos mínimos que debe reunir un auténtico debate; lo cual es a mi juicio de elemental sentido común. En efecto, no hace falta que sesudos personajes se reúnan para descubrir el hilo negro, verle la cuadratura al círculo o al gato tres patas, confundiéndonos cada vez más. Un debate tiene ciertas características elementales, que son la controversia de ideas y la contienda verbal. Por lo mismo el escenario se debe ajustar a esto. Lo que pasa es que no todo el mundo ni todos los candidatos se hallan dotados para exponer sus ideas y compararlas, defenderlas, o bien para manejar la retórica en defensa de ellas y en crítica de las contrarias. En un concurso se podría eliminar en tres segundos a quienes no sepan o puedan hacerlo, pero no en un debate presidencial donde a fortiori debemos ver debatir a los candidatos; razón por la que se necesita un orientador, que llegado el caso recuerde discretamente las reglas y los tiempos, más no un conductor. En efecto, al debatiente no se lo debe interrumpir nada más porque sí, hay que dejarlo que vaya solo hacia el triunfo o el fracaso, son tan importantes los temas a tratar y el tiempo. En este sentido yo coincido plenamente con las tres horas que solicita el Doctor Jaime Cárdenas Gracia, representante ante el IFE de la coalición de izquierda. En mi opinión tres horas divididas entre cuatro candidatos, apenas si son suficientes. Y en lo tocante al tema creo que debe ser abierto, ¿o no acaso cada candidato tiene su programa, su propuesta, en relación con los grandes asuntos y problemas que interesan a los electores? Por eso no hay que darle tantas vueltas a la cuestión del segundo debate, que en rigor es muy simple. El pueblo quiere escuchar a sus candidatos, oírlos discutir y razonar. Que lo hagan, pues, sin cortapisas ni límites, sometiéndose a principios básicos: respeto entre ellos sin utilizar injurias e igualmente respeto al tiempo, puesto que no se van a eternizar en la tribuna.
Ahora bien, la palabra mide y define al hombre. Según se habla o se escribe, así es uno. La palabra es un reflejo de nuestros pensamientos y sentimientos. Al oír, escuchar o leer a los candidatos se percibe inmediatamente quiénes son. En mi concepto el verbo refleja la dimensión cultural de una persona y no sólo lo aprendido, por ejemplo, en una profesión. O sea, refleja el pensamiento y es una expresión de las emociones y del manejo que la persona hace de ellas. Por esto la palabra es punto menos que fundamental para conocer la naturaleza de las aspiraciones políticas de un candidato. En consecuencia hay que dejar hablar a los que buscan un cargo de elección popular. Pero hablar no es recitar ni repetir de memoria lo aprendido. Hablar debe ser desprenderse de una parte del subconsciente y también del consciente, para compartirlo. Hablar es decir quién es uno. Hay un cierto tono de revelación en lo que se improvisa y si ponemos atención nos daremos cuenta, incluso, del grado de evolución moral de la persona que habla. Pero los políticos mienten o suelen mentir. Promesas, proyectos, planes, nada fijo, nada determinado, todo incierto; mas hay que dejarlos hablar para saber quiénes son y cómo son. Y si recitan o declaman igual que malos actores no merecerán, evidentemente, nuestro voto y favor. El elector debe calificar la espontaneidad y el grado de compromiso derivado de ella. Lo demás es maquillaje. No perdamos de vista que en principio hablar y prometer lo puede hacer cualquiera. El precio de las promesas suele ser el olvido y la trampa. Ya sé que es muy difícil que en la retórica política no se abunde en promesas, aunque hay de promesas a promesas, siendo las buenas aquéllas que se identifican con los propósitos más elevados y obviamente realizables. Las otras son una falacia. En suma, que se deje hablar libremente a los candidatos a la Presidencia y que el único límite sea el respeto mutuo, sin el cual no es dable una democracia real. Queremos una democracia representativa y no de representación teatral, aunque cueste mucho dinero y se anuncie a los cuatro vientos.

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