RAÚL TREJO DELARBRE
Los debates electorales son recursos de la democracia. Nos permiten conocer a los candidatos, apreciar algunas de sus destrezas, aquilatar sus tropiezos. Los debates son importantes como expresiones de la cultura política.
En la actual campaña electoral, sin embargo, a los debates se les está fetichizando. Es decir, se les están atribuyendo capacidades que no necesariamente tienen, como si el resultado de los comicios del 1 de julio dependiera de ese encuentro entre los candidatos.
El debate del próximo domingo 6 de mayo enfrentará la competencia del futbol. Al mismo tiempo que Peña Nieto ensaye sus parlamentos sin utilizar apuntador alguno, o mientras López Obrador hace malabares retóricos para que su agresividad política quede encubierta por el manto del discurso amoroso, estará jugándose el partido de vuelta entre Morelia y Tigres
La gente podrá elegir entre Vázquez Mota y Quadri, o los muchachos de Tomás Boy y el Tuca Ferreti. Nada extraordinario tendría que haber en esa oferta diversa, ciertamente contradictoria pero a final de cuentas reflejo de nuestra realidad, que los televidentes podrán encontrar la noche del domingo.
La transmisión de los debates no es obligatoria para las televisoras privadas. Únicamente los canales que maneja el gobierno (Once, 22, el 34 mexiquense, etcétera) tienen deber de difundir los debates, de acuerdo con el Artículo 70 del Código Federal Electoral.
Si los legisladores –y los partidos, a través de ellos– hubieran querido que los debates se difundieran forzosamente por todos los canales de televisión, así lo habrían dispuesto en la ley que aprobaron en enero de 2008. No quisieron, o no se les ocurrió. O quizá estaban persuadidos de que todas las televisoras y estaciones de radio querían encadenarse como hacían para difundir los mensajes oficiales en las épocas del partido único.
Esa flexibilidad para que se encadenen quienes quieran y dejen de hacerlo aquellos que se rehúsen a transmitir el debate, tiene un flanco saludable. Los ciudadanos apreciarán qué medios de comunicación deciden quedarse al margen del espectáculo político más importante en varios años.
Televisión Azteca ya ha anunciado que prefiere el rating del futbol a la transmisión del debate. La insolencia de Ricardo Salinas Pliego solamente es posible gracias a la resignación que los políticos, en su gran mayoría, han mantenido respecto de los consorcios de la televisión.
A ver, después de este episodio, qué privilegios decide la clase política seguirle dispensando a Televisión Azteca y al Grupo Salinas. Está pendiente la autorización para que Televisa se asocie con ese consorcio ayudándole a rescatar a Iusacell de su crisis financiera. También, por condescendencia a las televisoras, el gobierno ha demorado la licitación para nuevas cadenas de televisión.
La democracia mexicana no se colapsará por el hecho de que muchos mexicanos prefieran ver el futbol antes que contemplar los monólogos de los candidatos presidenciales. En una vida pública plural caben la deliberación y la diversión. Ambas, ceñidas al formato simplificador de la televisión, son formas distintas de espectáculo.
Ambos espectáculos, también, serán expresión de insuficiencias. No se necesita ser clarividente para anticipar que en el debate entre los presidenciables habrá trechos aburridos. Ninguno de los candidatos se distingue por sus habilidades polémicas, ni por su capacidad propositiva.
Tampoco hace falta demasiada sagacidad para anticipar que el Morelia contra Tigres difícilmente pasará a la historia del futbol mexicano. Un partido rutinario, anticlimático, protagonizado por dos equipos que entusiasman a segmentos muy acotados de la afición, será expresión del estancamiento de nuestro futbol.
Yo apuesto por el debate, pero entenderé la decisión de quienes prefieran ver a los contendientes en el Estadio Morelos. Así es la democracia. Aunque sea una democracia de tan escasa intensidad, lo mismo en política que en futbol.
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