ERNESTO VILLANUEVA
El ejercicio de la libertad de expresión crítica para honrar el derecho a la información veraz ha estado sujeto a distintas presiones: desde los boicot publicitarios, la compra de ejemplares para silenciar informaciones y las amenazas, hasta la privación ilegal de la libertad y de la vida. Es ahora el lamentable caso de la reportera de Proceso Regina Martínez, que se suma a otros sucesos similares. De cara a este fenómeno, el Estado ha reaccionado en dos frentes, pero generando muchas dudas. Veamos por qué.
Primero. El primer paso fue el resolutivo del 15 de febrero de 2006 para crear la ahora llamada Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión dentro de la PGR, como resultado de presiones nacionales e internacionales por el inicio de los ataques sistemáticos y crecientes contra quienes ejercen este derecho humano, sobre todo los periodistas. Se pensó –al menos eso quiso creer buena parte de la comunidad periodística– que con esa decisión habrían de esclarecerse los delitos cometidos en perjuicio de informadores y opinadores. No fue así.
En estos seis años de vida, esa fiscalía no ha cumplido su cometido por dos razones: a) limitaciones legales que, aunque lentamente se han ido superando, impiden equiparar esta figura con otras fiscalías especiales, como la de delitos electorales, por citar un ejemplo; y b) ausencia de voluntad institucional para dotarla de los recursos necesarios para su adecuado funcionamiento. (Sobre el tema puede consultarse mi texto publicado en Proceso 1732 el 10 de enero de 2010.) El hecho es que el desafortunado diseño de la fiscalía trajo consigo ausencia de casos resueltos.
El 6 de marzo pasado, el Senado aprobó una adición al segundo párrafo de la fracción XXI del artículo 73 constitucional que ya había sido votada favorablemente por la Cámara de Diputados (se encuentra en proceso de ser ratificada por la mitad más uno de los Congresos locales), y el grueso de la comunidad informativa festejó el hecho creyendo que se trataba de la “federalización de delitos cometidos en perjuicio de los periodistas”.
Por supuesto que no es así, porque la reforma establece que la autoridad federal “podrá” conocer de casos de agresiones a periodistas. No dice “deberá”, lo que deja a la federalización en un estado de fragilidad, pues este verbo es imperativo, mientras que el primero, “podrá”, sólo es potestativo.
Segundo. Como medida de prevención, el 30 de abril pasado el Congreso aprobó la Ley para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas. De entrada, es paradójico que no sólo los defendidos de los derechos humanos sean objeto de tutela legal, sino también los defensores. El contenido de la ley es exhaustivo, y refleja un plausible trabajo de su comité de diseño e incorpora distintos supuestos para la defensa de la integridad de activistas y periodistas. Desde el punto de vista formal, sólo le encuentro una falla: la parte de las sanciones. ¿Qué pasa si los encargados de hacer cumplir la ley no lo hacen? La ley ofrece dos respuestas poco afortunadas: a) “las que establezca la legislación aplicable” (?), y b) crea dos tipos penales tan complejos que difícilmente un servidor podría encuadrar en dichos supuestos; así pues, será poco menos que imposible aplicarlos en los hechos.
Como es sabido, en países como México, la sanción –es decir, la reacción jurídica aplicada por el Estado a la conducta contraria a la establecida como debida– constituye el punto de partida para generar condiciones para que la ley “vigente” sea “eficaz” o se cumpla. Sobra decir que el Reglamento no puede resolver esta desgraciada ausencia. En consecuencia, dicha disposición legal será un catálogo de buenos deseos y modelo de buenas prácticas. Difícilmente podrá ser más que eso.
Tercero. En este mundo al revés que vive México, la falta de soluciones es mitigada con una ley o acto jurídico. Incluso, en el supuesto de que las leyes o el diseño institucionales sean modélicos, el gran problema es la corrupción, la impunidad y el desdén por el orden jurídico, empezando por la autoridad. Verbigracia, el presidente Felipe Calderón no ha emitido al menos 16 reglamentos de leyes vigentes que en sus artículos transitorios tienen un plazo previsto. En todos los casos el plazo ha concluido (http://www.senado.gob.mx/img/doctos/REGLAMENTOS.pdf). Si el presidente es el primero en violar la ley, ¿qué podría esperarse de los secretarios de despacho que de él dependen y quienes son activos protagonistas en la festejada ley?
Hay casos excepcionales, como la fiscal especial Laura Angelina Borbolla Moreno, quien ha llegado con amplias prendas profesionales y muestras varias de voluntad política. Falta que a la mayor brevedad la PGR destine recursos, no sólo los necesarios, sino los suficientes para que en ese terreno la fiscal Borbolla esté en condiciones de hacer algo por el bien de todos.
Por otra parte, la solución verdadera no pasa por más leyes. Es imprescindible la interiorización en cada una de las personas de lo que debe ser tolerado, exigido y denunciado. Se debe abonar la relación entre nosotros y los demás, ver los aspectos básicos de preocupación común y procurar que cada quien pueda estar en las condiciones mínimas posibles de realizar su propio proyecto vital. En el mismo sentido, es también una exigencia verbalizar en todo momento estas pautas de comportamiento para que gobernantes y gobernados podamos convivir en paz. A favor o en contra, pero callados o indiferentes jamás. De no transitar por este sendero de vida cívica, los resultados seguirán siendo los mismos de siempre: Habrá seguridad psicológica temporal de activistas y periodistas, pero sin una razonable armonía con la observancia de la ley que todos queremos.
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