Ningún partido va a ganar o a perder una elección federal por los consejeros electorales que se sienten en la mesa del Consejo del IFE. Las rutinas institucionales, la vigilancia permanente de los propios partidos, la visibilidad pública que tienen las resoluciones del cuerpo colegiado, el profesionalismo del servicio civil de carrera, la vigilancia que se ejerce desde la sociedad a través de organismos no gubernamentales impiden cualquier manipulación de los resultados.
Ahora bien, en los litigios entre el IFE y los partidos (marcadamente la fiscalización de sus recursos), en los del IFE con otros "sujetos regulados" y en los diferendos que se producen entre los propios partidos, consejeros alineados pueden ayudar a la "causa" de sus respectivos promotores. No obstante, si ello sucede, la credibilidad de los consejeros empieza a desplomarse y, toda la barroca edificación que dio vida al IFE, a carecer de sentido.
Hay países en donde los organizadores electorales son personeros de los partidos. Recuerdo que en Colombia los integrantes del órgano electoral se presentaban, con claridad y sin tapujos, como militantes de los partidos Liberal y Conservador. El asunto es que en México optamos por otra vía. Por un organizador y árbitro situado encima de los intereses partidistas. Y ello fue necesario porque durante una larga etapa la Comisión Federal Electoral estuvo integrada por representantes de los poderes públicos (del Ejecutivo y del Legislativo) y de los partidos. Y todos ellos tenían filias inocultables, por lo cual no se requería ser demasiado sagaz para descubrir la existencia de una mayoría prefigurada a favor de X.
No fue casual que luego de la crisis postelectoral de 1988 fuera ineludible la creación de un nuevo órgano capaz de ofrecer garantías de imparcialidad a los contendientes. El IFE nació con esa misión y en su primer Consejo General tenían voz y voto el secretario de Gobernación, representantes del Legislativo, de los partidos y una nueva figura, la de los consejeros magistrados, que eran concebidos como funcionarios no alineados con alguna fuerza política. Eran propuestos por el presidente de la República a la Cámara de Diputados, la cual, por mayoría calificada de votos, hacía el nombramiento. Fue un paso inicial, insuficiente pero anunciador, en la introducción de una figura que en principio no debía tener ni las filias ni las fobias que los delegados de los partidos y de los poderes públicos por su propia naturaleza portan.
Y en reformas sucesivas la tendencia se fortaleció. En 1994 con la introducción de los consejeros ciudadanos, ya no propuestos por el Presidente sino por las bancadas en la Cámara de Diputados, y con la pérdida del voto en el Consejo de los representantes de los partidos. El peso de los primeros creció de manera relevante al contar con 6 de los 11 votos posibles en el Consejo General. Y finalmente, en 1996, salió el gobierno de la organización de las elecciones, perdieron su derecho a voto los consejeros del Poder Legislativo, y ocho consejeros electorales y el consejero presidente fueron los únicos que quedaron con derecho a votar. Se trató de un proceso de "despartidización" del órgano electoral, al tiempo que los partidos mantenían en el IFE sus facultades de vigilancia, propuesta, debate, seguimiento, etcétera.
Ésa era, fue y debería ser la idea central. No obstante, lo que se lanzó por la puerta quiere ser reintroducido por la ventana: la intención de convertir a los consejeros en voceros de los partidos. Los que desde la academia, el periodismo o la política han llegado a la cínica conclusión de que no existen personas imparciales puesto que todas tienen sus preferencias políticas, y que por ello la suma y combinación de parcialidades es lo que construye la imparcialidad, se equivocan en la teoría, pero sobre todo en la práctica.
Hay que repetirlo: precisamente porque los partidos son maquinarias poderosas e implantadas en la sociedad y el Estado, porque las contiendas electorales son y seguirán siendo tensas y equilibradas, es necesario contar con organizadores y árbitros que les den garantías de imparcialidad a todos. Y por ello los nombramientos de los consejeros deben cumplir por lo menos con dos condiciones: que su elección sea por consenso y que no se pretenda convertirlos en agentes de los partidos. La exclusión de alguna fuerza política relevante en su nombramiento construye una paradoja. Los presuntos ganadores resultan perdedores; y los aparentes perdedores son los auténticos ganadores, como ya sucedió en 2003. Y ello es así porque los excluidos no adquieren el compromiso de aceptar, en principio, las resoluciones de los árbitros y no abandonan la cantaleta de que "si pierden es por la autoridad y si ganan es a pesar de ella". Y no deben ser personeros de los partidos porque ésa es la condición imprescindible para que se cumpla con la prescripción constitucional que hace del IFE un organismo de Estado autónomo.
Se requiere visión de Estado no especulación de corto plazo.
Ahora bien, en los litigios entre el IFE y los partidos (marcadamente la fiscalización de sus recursos), en los del IFE con otros "sujetos regulados" y en los diferendos que se producen entre los propios partidos, consejeros alineados pueden ayudar a la "causa" de sus respectivos promotores. No obstante, si ello sucede, la credibilidad de los consejeros empieza a desplomarse y, toda la barroca edificación que dio vida al IFE, a carecer de sentido.
Hay países en donde los organizadores electorales son personeros de los partidos. Recuerdo que en Colombia los integrantes del órgano electoral se presentaban, con claridad y sin tapujos, como militantes de los partidos Liberal y Conservador. El asunto es que en México optamos por otra vía. Por un organizador y árbitro situado encima de los intereses partidistas. Y ello fue necesario porque durante una larga etapa la Comisión Federal Electoral estuvo integrada por representantes de los poderes públicos (del Ejecutivo y del Legislativo) y de los partidos. Y todos ellos tenían filias inocultables, por lo cual no se requería ser demasiado sagaz para descubrir la existencia de una mayoría prefigurada a favor de X.
No fue casual que luego de la crisis postelectoral de 1988 fuera ineludible la creación de un nuevo órgano capaz de ofrecer garantías de imparcialidad a los contendientes. El IFE nació con esa misión y en su primer Consejo General tenían voz y voto el secretario de Gobernación, representantes del Legislativo, de los partidos y una nueva figura, la de los consejeros magistrados, que eran concebidos como funcionarios no alineados con alguna fuerza política. Eran propuestos por el presidente de la República a la Cámara de Diputados, la cual, por mayoría calificada de votos, hacía el nombramiento. Fue un paso inicial, insuficiente pero anunciador, en la introducción de una figura que en principio no debía tener ni las filias ni las fobias que los delegados de los partidos y de los poderes públicos por su propia naturaleza portan.
Y en reformas sucesivas la tendencia se fortaleció. En 1994 con la introducción de los consejeros ciudadanos, ya no propuestos por el Presidente sino por las bancadas en la Cámara de Diputados, y con la pérdida del voto en el Consejo de los representantes de los partidos. El peso de los primeros creció de manera relevante al contar con 6 de los 11 votos posibles en el Consejo General. Y finalmente, en 1996, salió el gobierno de la organización de las elecciones, perdieron su derecho a voto los consejeros del Poder Legislativo, y ocho consejeros electorales y el consejero presidente fueron los únicos que quedaron con derecho a votar. Se trató de un proceso de "despartidización" del órgano electoral, al tiempo que los partidos mantenían en el IFE sus facultades de vigilancia, propuesta, debate, seguimiento, etcétera.
Ésa era, fue y debería ser la idea central. No obstante, lo que se lanzó por la puerta quiere ser reintroducido por la ventana: la intención de convertir a los consejeros en voceros de los partidos. Los que desde la academia, el periodismo o la política han llegado a la cínica conclusión de que no existen personas imparciales puesto que todas tienen sus preferencias políticas, y que por ello la suma y combinación de parcialidades es lo que construye la imparcialidad, se equivocan en la teoría, pero sobre todo en la práctica.
Hay que repetirlo: precisamente porque los partidos son maquinarias poderosas e implantadas en la sociedad y el Estado, porque las contiendas electorales son y seguirán siendo tensas y equilibradas, es necesario contar con organizadores y árbitros que les den garantías de imparcialidad a todos. Y por ello los nombramientos de los consejeros deben cumplir por lo menos con dos condiciones: que su elección sea por consenso y que no se pretenda convertirlos en agentes de los partidos. La exclusión de alguna fuerza política relevante en su nombramiento construye una paradoja. Los presuntos ganadores resultan perdedores; y los aparentes perdedores son los auténticos ganadores, como ya sucedió en 2003. Y ello es así porque los excluidos no adquieren el compromiso de aceptar, en principio, las resoluciones de los árbitros y no abandonan la cantaleta de que "si pierden es por la autoridad y si ganan es a pesar de ella". Y no deben ser personeros de los partidos porque ésa es la condición imprescindible para que se cumpla con la prescripción constitucional que hace del IFE un organismo de Estado autónomo.
Se requiere visión de Estado no especulación de corto plazo.
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