La conmemoración de la Independencia y la Revolución da lugar a una evaluación de nuestras circunstancias nacionales que vaya más allá de la coyuntura.
A lo largo de las últimas tres décadas, la economía y el sistema político mexicano han experimentado profundas transformaciones. Los cambios abarcan tanto el rol y poder de los distintos actores económicos y políticos como el diseño institucional que, en ambos campos, arrojan un panorama cuyas características contrastan de manera drástica con la realidad que imperaba hacia fines de los años setenta en México —cuando el modelo económico seguido desde mediados del siglo XX evidenciaba claros signos de agotamiento y cuando el régimen político emanado de la revolución enfrentaba un creciente reclamo democrático—.
Las transformaciones de la economía y del sistema político mexicanos, aunque llegan a coincidir en el tiempo —las décadas finales del siglo pasado—, no forman, sin embargo, un proceso unívoco, ni los resultados de la nueva orientación económica han contribuido a la consolidación democrática. Este ensayo se propone hacer un recuento, que abarca los últimos treinta años, de los cambios políticos y económicos —en este segundo tema con énfasis en el empleo—, señalando que el proceso democratizador que experimentó el país no se ha visto respaldado a su vez por un proceso de generación de oportunidades de trabajo e ingreso para la población, de tal manera que la disonancia entre las expectativas generadas por la ampliación de los derechos políticos y la incapacidad para mejor el bienestar puede representar, como apuntan las Naciones Unidas, el principal desafío para la consolidación democrática de México.
En los últimos 30 años, México fue capaz de formalizar la contienda política real y la disputa por el poder a través de cauces institucionales, pero a la par el empleo se informalizó y con ello se precarizó el acceso al bienestar. Se trata de dos transiciones que se bifurcaron. La experiencia mexicana, así, contrasta con la de otros países, como España y Chile que, tras sus respectivos procesos de democratización, se adentraron en etapas de crecimiento económico que contribuyeron a consolidar a la democracia.
El modelo económico seguido en México, que puso énfasis en la apertura comercial, la orientación a las exportaciones y la contención de los desequilibrios macroeconómicos nominales —que a su vez implicó disminuir el ritmo de inversión pública y contener los salarios— lejos está de resultar funcional a la democracia.
El estudio Latinobarómetro más reciente, revela que México es de los países de América Latina donde más preocupación hay entre la población de sufrir desempleo (69% se declaró preocupado o muy preocupado por perder su empleo), y también se trata del cuarto país del subcontinente —sólo detrás de Paraguay, Perú y Nicaragua— donde es más pesimista la percepción sobre la economía (sólo 18% consideró que la situación era buena). A la par, el apoyo a la democracia en México es inferior (48) al de América Latina (54) y viene disminuyendo; la satisfacción con la democracia también es más baja que en el resto de Latinoamérica (31 vs. 37) y 66% de los mexicanos considera que la democracia es mejor a otros regímenes políticos frente a 72% de los latinoamericanos.
Por lo anterior, es de reconocer que la consolidación de la democracia en México no se resolverá sólo, ni principalmente, en la esfera electoral. De ahí que sea obligado hacerse cargo de manera explícita de políticas para ampliar “la ciudadanía”, que va más allá de la existencia del derecho al sufragio, e involucra el bienestar y la calidad de vida.
En virtud de que el empleo es la fuente de ingreso principal del grueso de la población, la discusión del bienestar tiene como uno de sus elementos clave la calidad del trabajo. Es oportuno, entonces, deliberar sobre estrategias económicas que tengan como objetivo la recuperación de la creación de empleo asalariado. En ese amplio propósito parece indispensable fortalecer la inversión pública como detonador del crecimiento y para ampliar la demanda de trabajo formal. A la par, resulta conveniente recuperar la noción de una política de fomento industrial con orientación hacia el mercado interno para que la eventual recuperación del crecimiento tenga efectos sobre el empleo productivo.
Ahora bien, dado el rezago en la generación de ocupaciones formales, el acceso a la seguridad social debería dejar de depender de la pertenencia al sector formal de la economía, para avanzar hacia la universalización de los derechos sociales. Lo anterior implica un drástico aumento en los recursos del Estado, el viejo talón de Aquiles de la economía y de la política en México.
Sin un Estado más fuerte para invertir, pero también para gastar —lo que en ambos casos quiere decir un Estado capaz de recaudar niveles significativamente más altos que los que se dan en la actualidad— la economía mexicana no conseguirá romper el círculo vicioso del estancamiento, y tampoco mejorarán los indicadores de empleo y bienestar. Como es imperativo fortalecer al Estado para hacer frente a los problemas económicos y contribuir así a la legitimidad del sistema democrático, puede decirse que el principal problema económico de México es político.
A lo largo de las últimas tres décadas, la economía y el sistema político mexicano han experimentado profundas transformaciones. Los cambios abarcan tanto el rol y poder de los distintos actores económicos y políticos como el diseño institucional que, en ambos campos, arrojan un panorama cuyas características contrastan de manera drástica con la realidad que imperaba hacia fines de los años setenta en México —cuando el modelo económico seguido desde mediados del siglo XX evidenciaba claros signos de agotamiento y cuando el régimen político emanado de la revolución enfrentaba un creciente reclamo democrático—.
Las transformaciones de la economía y del sistema político mexicanos, aunque llegan a coincidir en el tiempo —las décadas finales del siglo pasado—, no forman, sin embargo, un proceso unívoco, ni los resultados de la nueva orientación económica han contribuido a la consolidación democrática. Este ensayo se propone hacer un recuento, que abarca los últimos treinta años, de los cambios políticos y económicos —en este segundo tema con énfasis en el empleo—, señalando que el proceso democratizador que experimentó el país no se ha visto respaldado a su vez por un proceso de generación de oportunidades de trabajo e ingreso para la población, de tal manera que la disonancia entre las expectativas generadas por la ampliación de los derechos políticos y la incapacidad para mejor el bienestar puede representar, como apuntan las Naciones Unidas, el principal desafío para la consolidación democrática de México.
En los últimos 30 años, México fue capaz de formalizar la contienda política real y la disputa por el poder a través de cauces institucionales, pero a la par el empleo se informalizó y con ello se precarizó el acceso al bienestar. Se trata de dos transiciones que se bifurcaron. La experiencia mexicana, así, contrasta con la de otros países, como España y Chile que, tras sus respectivos procesos de democratización, se adentraron en etapas de crecimiento económico que contribuyeron a consolidar a la democracia.
El modelo económico seguido en México, que puso énfasis en la apertura comercial, la orientación a las exportaciones y la contención de los desequilibrios macroeconómicos nominales —que a su vez implicó disminuir el ritmo de inversión pública y contener los salarios— lejos está de resultar funcional a la democracia.
El estudio Latinobarómetro más reciente, revela que México es de los países de América Latina donde más preocupación hay entre la población de sufrir desempleo (69% se declaró preocupado o muy preocupado por perder su empleo), y también se trata del cuarto país del subcontinente —sólo detrás de Paraguay, Perú y Nicaragua— donde es más pesimista la percepción sobre la economía (sólo 18% consideró que la situación era buena). A la par, el apoyo a la democracia en México es inferior (48) al de América Latina (54) y viene disminuyendo; la satisfacción con la democracia también es más baja que en el resto de Latinoamérica (31 vs. 37) y 66% de los mexicanos considera que la democracia es mejor a otros regímenes políticos frente a 72% de los latinoamericanos.
Por lo anterior, es de reconocer que la consolidación de la democracia en México no se resolverá sólo, ni principalmente, en la esfera electoral. De ahí que sea obligado hacerse cargo de manera explícita de políticas para ampliar “la ciudadanía”, que va más allá de la existencia del derecho al sufragio, e involucra el bienestar y la calidad de vida.
En virtud de que el empleo es la fuente de ingreso principal del grueso de la población, la discusión del bienestar tiene como uno de sus elementos clave la calidad del trabajo. Es oportuno, entonces, deliberar sobre estrategias económicas que tengan como objetivo la recuperación de la creación de empleo asalariado. En ese amplio propósito parece indispensable fortalecer la inversión pública como detonador del crecimiento y para ampliar la demanda de trabajo formal. A la par, resulta conveniente recuperar la noción de una política de fomento industrial con orientación hacia el mercado interno para que la eventual recuperación del crecimiento tenga efectos sobre el empleo productivo.
Ahora bien, dado el rezago en la generación de ocupaciones formales, el acceso a la seguridad social debería dejar de depender de la pertenencia al sector formal de la economía, para avanzar hacia la universalización de los derechos sociales. Lo anterior implica un drástico aumento en los recursos del Estado, el viejo talón de Aquiles de la economía y de la política en México.
Sin un Estado más fuerte para invertir, pero también para gastar —lo que en ambos casos quiere decir un Estado capaz de recaudar niveles significativamente más altos que los que se dan en la actualidad— la economía mexicana no conseguirá romper el círculo vicioso del estancamiento, y tampoco mejorarán los indicadores de empleo y bienestar. Como es imperativo fortalecer al Estado para hacer frente a los problemas económicos y contribuir así a la legitimidad del sistema democrático, puede decirse que el principal problema económico de México es político.
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