Los datos brindados por Transparencia Internacional en su último reporte correspondiente al 2010, sobre la percepción social de la corrupción en el mundo, no parece ni siquiera inquietar a la clase política mexicana, no obstante que aparecemos como país reprobado. De una calificación de cero siendo un Estado altamente corrupto al 10, que significa la ausencia total de corrupción, México está calificado con 3.1. Países como Namibia, Botswana, Oman, Macau y Ghana están mejor calificados que el nuestro. En la percepción ciudadana está aún remota la idea de la honestidad pública y por ello México se encuentra más cercano a los países altamente corruptos, más cerca de Somalia, la nación con calificación más baja en el mundo, que de Chile o Canadá. Además, comparte calificación con Burkina Faso y Egipto, en el lugar 98. ¿Es sólo un asunto de percepción por virtud de una magnificación mediática de asuntos aislados, como han pretendido explicarlo algunos funcionarios? Por supuesto que no. Esa conciencia social que parece incrementarse tiene asidero en la falta de combate efectivo a la corrupción, así como en la ausencia de sistemas adecuados de transparencia, fiscalización y rendición de cuentas de los distintos niveles de gobierno, lo que ha creado un cinismo político y una impunidad gubernamental en el ejercicio del gasto. De ahí emerge la desconfianza ciudadana. El problema atraviesa a los tres niveles de gobierno y a los tres Poderes de la Unión. Pero hay que decirlo con toda claridad: esa impunidad-cinismo tiene su mayor expresión en el ejercicio del poder estatal por parte de la mayoría de los gobernadores. Sin vigilancia efectiva de los órganos locales de fiscalización que dependen de los Congresos locales, regularmente bajo su control político, algunos de ellos aún sin leyes actualizadas en materia de contabilidad y gasto público, y con leyes de acceso a la información a la medida de “sus necesidades”, los ejecutivos de los estados gastan a sus anchas, distribuyen los recursos a los municipios de manera discrecional, regatean o prodigan apoyos según sus fobias o filias partidistas y, por supuesto, desvían descaradamente a las campañas electorales propias o de sus delfines el dinero que sea necesario. Ahí están, impunes, los casos de Enrique Peña Nieto y Fidel Herrera Beltrán, dos campeones en la malversación de recursos públicos. El gobernador mexiquense no se cansa de entregar millones de pesos a las cuentas de Televisa (por información, por publicidad, por la organización de foros, por la producción de su Informe, por el teletón), y el gobernador veracruzano, al que oímos ofrecer “en la plenitud del pinche poder”, todo lo que necesitara su candidato y ahora gobernador electo Javier Duarte. De ahí que sea claro que el PRI en la Cámara de Diputados se oponga a que en el decreto de presupuesto de egresos de la federación se incluyan mecanismos de fiscalización y rendición de cuentas para estados y municipios. En nombre del federalismo se pretende justificar la impunidad de las entidades a ser sometidas a reglas de transparencia, evaluación y sanción en caso de incumplimiento. En la negociación del paquete económico que se discutió en la Cámara de Diputados el año pasado, el PRI aprovechó el estado de necesidad en que se encontraban las finanzas públicas para, a cambio de la aprobación del aumento de impuestos, eliminar varias de las medidas de fiscalización a los recursos federales que se entregan a los estados. Literalmente vació el capítulo de federalismo de obligaciones de desempeño. Ahora vuelve a rechazar las medidas, propuestas por diputados panistas en la mesa de negociación del decreto de presupuesto 2011. En la antesala de una elección presidencial, es fundamental reforzar las reglas de operación de las aportaciones federales a través de los fondos; disponer varias auditorías a los fondos del FAEB y del FAM, con plazos adecuados que permitan un universo más amplio de revisión. Se requiere incorporar en este presupuesto varios de los mecanismos de evaluación y sanción que proponía el Ejecutivo federal el año pasado. Por ejemplo, para que en caso de que las entidades federativas y los municipios y el DF tuvieran adeudos o no cumplieran lo dispuesto en las disposiciones federales que regulan el ejercicio y la rendición de cuentas del ejercicio de los recursos federales que consistía, por una parte, en no ministrar los recursos y por la otra enterar a la TESOFE los no devengados, lo que se puede traducir en que el manejo de los recursos se lleva a cabo con una mayor discrecionalidad, además de ser un retroceso en el control, ejercicio y transparencia de los recursos. De igual forma se eliminó, por una parte, la mención expresa del ejercicio de acciones de las autoridades competentes en el caso de que los recursos federales no se hayan ejercido adecuadamente o se detecten desviaciones y por la otra el reintegro en 30 días naturales a la TESOFE a partir del requerimiento, estableciendo únicamente que cuando se presenten estos supuestos simplemente deberán informar los motivos de tales incumplimientos sin que ni siquiera exista la obligación de justificar tales motivos. Asimismo, se eliminó sin motivo aparente la intervención expresa de las instancias de fiscalización. Debe condicionarse la ministración de recursos a las entidades federativas y municipios que no cuenten con indicadores de resultados, para poder evaluar adecuadamente los programas; suspender esa ministración en caso de que no se rindan los informes en los plazos establecidos, o la cancelación de recursos vinculado a los resultados del desempeño. En el ramo 33 (Aportaciones Federales para Entidades Federativas y Municipios) debe terminar la discrecionalidad que se otorgó a los gobiernos estatales para el manejo de los recursos de los fondos, e incorporar los mecanismos de control que se deben tener en cuanto a los registros; no hacerlo se traducirá en una mayor dificultad en la fiscalización de los recursos federales.
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