El ceño fruncido. La mirada apesadumbrada. El semblante triste. La voz apagada. Señales de un Barack Obama acorralado por la elección que fue un referéndum sobre su gobierno y reveló la magnitud del rechazo hacia la ruta que trazó. Señales de un presidente arrinconado por quienes equiparan los logros de sus primeros dos años con el “socialismo” sofocante y el Estado sobreprotector. Obama quiso ser una figura transformadora pero una gran porción del electorado lo castigó por los cambios emprendidos y lo que descuidó por llevarlos a cabo. Errores tácticos y fallas de comunicación han producido una presidencia encogida y a la defensiva. El famoso Yes we can –“Sí se puede”– ha sido remplazado por un discurso mucho menos ambicioso y mucho más centrado en aquello que le preocupa al electorado estadunidense: el estado precario de la economía. Las encuestas de salida lo constatan: hoy los estadunidenses están preocupados, ansiosos, enojados. Sienten que Washington les ha fallado y que el presidente los ha olvidado. Porque a pesar de todo aquello que Obama logró –la reforma al sistema de salud, la reforma de la regulación financiera, el paquete de estímulo económico, el acuerdo sobre armas nucleares con Rusia, el rescate de la industria automotriz– hay hechos que ensombrecen todo lo demás. Una cifra de desempleo del 9.6 por ciento. Millones de familias que han perdido sus casas y sus ahorros por el colapso financiero. La economía que se recupera pero no lo suficiente. Y allí radica quizás el error más importante que Obama cometió y el cual explica la situación precaria en la que se encuentra. Él y su equipo no entendieron que el desempleo debió haber sido una parte central de su agenda en el primer año. La gente desempleada ahora no tiene paciencia para esperar cambios que darán fruto en los años por venir. Pero Obama quiso gobernar para la historia y de allí que centrara casi toda su energía en empujar la reforma de salud. Pasó el primer año de su administración negociando con los republicanos, convenciendo a los demócratas, buscando los votos para obtener la aprobación de una reforma de gran calado. Lo logró y sin duda pasará a la historia por haber instrumentado algo trascendental para el país. Pero nunca pudo explicar con claridad los beneficios futuros que la reforma aseguraría. La estrategia de comunicación con el público fue abismal. Y mientras él negociaba y cabildeaba –encerrado en la Oficina Oval– comenzó a surgir el movimiento del Tea Party que rápidamente construyó una narrativa alternativa. Personajes de los medios como Rush Limbaugh y Glen Beck empezaron a agitar a una sociedad ansiosa y construyeron una coalición basada en el resentimiento, el racismo, las posturas antigubernamentales, la oposición visceral a Obama. Sarah Palin regresó al escenario político y se volvió una de las voceras más poderosas de una corriente política montada sobre el enojo y la frustración. Y aunque mucha de la información diseminada sobre Obama y sus iniciativas era falsa, tuvo eco en una sociedad que no entendía lo que el presidente estaba haciendo y cómo la iba a beneficiar. Los miembros del Tea Party lograron armar una narrativa según la cual Obama no era progresista sino “socialista”. La reforma de salud no fue un gran triunfo sino un error colosal. El problema con la economía no ha sido la falta de un estímulo gubernamental mayor, sino el crecimiento de un déficit colosal. El rescate de la industria automotriz no fue un acto necesario sino una intervención gubernamental injustificada. El gasto expansivo del gobierno no fue indispensable para prevenir una depresión económica mayor, sino un intento por colocar a Estados Unidos dentro del campo comunista. Día tras día, los medios de ultraderecha se dedicaron a mandar este mensaje. Día tras día, los grandes intereses financieros –afectados por la nueva regulación que Obama había creado para contener su voracidad– se dedicaron a financiar a la oposición recalcitrante y atizarla. Electoralmente hablando, el golpe más duro para Obama provino de los electores independientes, alienados por una presidencia que prometió cambiar el clima polarizado en Washington y no fue capaz de hacerlo. Los llamados swing voters (electores que cambian de preferencia según el candidato o la plataforma) salieron a las urnas y castigaron a Obama por el poco énfasis que puso en la promoción del empleo. Y por ello los republicanos obtuvieron una victoria de proporciones históricas, con la cual controlarán la Cámara Baja. Desde allí es probable que buscarán desmantelar, diluir y frenar la agenda progresista de Obama a cada paso. Sobrevendrá la parálisis cuando Estados Unidos requiere justamente lo contrario. Un prominente miembro del Partido Republicano –Mitch McConnell– ha dicho que el objetivo será convertir a Barack Obama en un presidente “de un solo periodo”. Y sin duda, los esfuerzos de los republicanos fortalecidos se encaminarán en esa dirección: bloquear y debilitar lo suficiente a Obama como para evitar su reelección en 2012. Pero algo que ha caracterizado a Obama es su capacidad para reinventarse en circunstancias adversas y salir triunfante. Lo que probablemente presenciaremos en los próximos dos años es a un Obama más moderado, más centrista, más atento al mensaje conservador que una buena parte del electorado le acaba de enviar. Su objetivo central ya no será remodelar a fondo al país, sino hacer todo lo posible para asegurar su reelección. Y ello entrañará recordar la frase que uno de sus predecesores –Bill Clinton– colocó sobre un cartel en su cuartel de campaña: It’s the economy, stupid, o “Es la economía, estúpido”. Hoy como ayer, los votantes votan conforme al estado de su bolsillo. Si Obama no logra disminuir el desempleo y fomentar el crecimiento económico, será recordado como un presidente que habló de “la audacia de la esperanza” pero no pudo hacerla realidad.
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